CAPÍTULO 22
MI vida se vuelve apacible desde hace unos días. Las llamadas amenazadoras y los regalitos siniestros han desaparecido, y aunque no puedo asegurarlo, creo que mi misterioso acosador se ha olvidado de mí. Al menos durante un tiempo.
Faltan dos semanas para Navidad, y como tengo el día libre, decido llevarme a Zoé y a Laura de compras. A mi cuñada le vendrá bien despejarse un poco. Según mi amiga Marta, ir de compras es la mejor forma de curar el mal de amores. Quizá tenga razón, aunque yo encuentro cierta reticencia a su planteamiento.
Las tres vamos al centro comercial, para elegir los regalos de nuestras familias. Hace unos días, le compré a Zoé una casa de las princesas Disney, puesto que la niña parece adorarlas. Me falta el regalo de Héctor, a quien después de mucho pensar, he decidido regalarle dos entradas para el concierto de su grupo favorito: Muse. La banda toca en Estados Unidos dentro de tres meses, así que el regalo es un símbolo de la decisión que he tomado: viajar con él a los Estados Unidos.
Laura no sabe qué regalarle a su hermano, y después de haber comprado los regalos para su tía y para mi sobrina, a la que he distraído llevándola a comer un helado, Laura me pide consejo.
—Ya sé que debería ser al contrario. Tendría que ser yo quien te aconsejara. Yo quiero muchísimo a mi hermano, pero apenas lo conozco. No es la clase de persona abierta que te cuenta sus secretos —se queja.
—Lo sé. A mí hay muchas cosas que aún no me ha contado. Los problemas con vuestro padre o la relación con Julio Mendoza, entre otras.
Laura pone mala cara.
—Yo puedo contártelo si quieres, al fin y al cabo, también es cosa mía. —Prefiero que lo haga él. Sólo así sabré que confía en mí. Laura me coloca las manos en los brazos.
—Eres una buena mujer, Sara. Pero mi hermano es un terco. Y muy autoritario. No sé cómo lo aguantas. No pareces la clase de persona que deje que le impongan las cosas.
Yo esbozo una amplia sonrisa.
—No lo soy. Tu hermano tiene que acostumbrarse a ello si quiere que las cosas funcionen entre nosotros.
Observo que Laura tiene cierto halo de preocupación en el rostro. Mi cuñada, a diferencia de su hermano, es un libro abierto.
—Ojalá tengas razón. Lo veo muy enamorado de ti, pero no sé si es capaz de cambiar. Está acostumbrado a mandar a la gente, conmigo hacía lo mismo. ¡Incluso se cree con el derecho de dar órdenes a mi tía, que le dobla la edad!
—Supongo que se dará cuenta de que es el único modo de que estemos
juntos.
Al final, mi cuñada le compra a Héctor un reloj plateado que casa a la perfección con su estilo. Para terminar nuestro día en familia, nos vamos a una cafetería. Me alegro de ver a Laura feliz, y que su tristeza, por unas horas, se haya disipado. Ella es una chica alegre y fuerte, y yo me asombro al constatar lo que el amor puede llegar a afectar en cuanto al carácter de las personas.
Estamos discutiendo acerca de cómo decorar el árbol de Navidad. Ella prefiere decorarlo en fucsia, lo que para mí es una aberración al estilo navideño. Yo prefiero el rojo o el dorado.
—¡Aberración al estilo navideño! Eso te pasa por trabajar en Musa, te estás volviendo una repipi.
Yo me río, pero la cara se me cambia al observar que en otra cafetería, justo enfrente de donde nosotros estamos, se encuentra Daniela. Eso sería algo en lo que yo no repararía de no ser porque justo al lado de ella está mi novio. Ambos charlan en actitud familiar.
—No me lo puedo creer.
Laura también ve lo mismo que yo, y su cara pasa de la alegría más absoluta al desconcierto.
—Supongo que tendrá una razón —trata de defender a su hermano.
—Dijo que no podía venir con nosotras porque estaba trabajando.
Laura se levanta repentinamente, y su cara se tiñe de rojo llameante.
—¡Voy a ir allí y le voy a decir cuatro cosas a mi hermano! ¿Cambiarnos por esa petarda con melenita? ¡Se va a enterar! —exclama rabiosa.
Yo también me levanto, pero mi cuerpo está imbuido por una fría calma.
—Nos vamos. Me lo explicará cuando llegue a casa.
Mi cuñada me mira extrañada.
—¿En serio? Ay, Sara, ya sé que ellos sólo están hablando, pero estoy tan enfadada.es como si esto me lo estuviera haciendo a mí. —Vámonos —la insto.
Volvemos a casa en un silencio sepulcral. Me siento en el sofá y pongo la tele, tratando de pensar en otra cosa que no sea mi jefa y Héctor. Obviamente no puedo. Intento decirme a mí misma que alguna razón habrá tenido Héctor para charlar con ella, pero me molesta que me haya mentido. Él podría haberme contado que iba a verse con ella, y a mí no me habría extrañado. Ahora, la huella de la desconfianza se ha sembrado en mí.
¡No me puedo creer que me haya mentido! Odio que me mientan.
Laura, al percatarse de mi estado, decide jugar con Zoé. Yo agradezco su indiferencia, porque ahora mismo no soportaría que mi cuñada tratara de animarme. Aunque parezca mentira, que me den ánimos es lo que menos necesito en este preciso momento.
Héctor llega dos horas más tarde. Lleva la misma ropa que cuando lo vi con Daniela, y sé que es absurdo, pero eso me molesta. Viene a darme un beso, pero yo le aparto la cara.
—Tenemos que hablar —le digo fríamente.
—Claro, ¿qué pasa?
Su cara de desconcierto es evidente. Lo insto a que se siente, pero en ese momento llaman a la puerta, y me levanto para abrir. Lo que me faltaba, es Mike.
—No estoy de humor —le espeto.
Me paralizo al observar el gesto de Mike. Su eterna sonrisa se ha desvanecido, y en su lugar, su cara está seria y llena de ira. Me coloca la portada de Musa en la cara, y yo la leo:
"Según una fuente cercana al roquero, la casa de Mike Tooley es la Mansión Playboy. Por su puerta entran muchas mujeres, y ninguna de ellas repite dos veces. Al parecer, la estrellita de rock no es el vocalista humilde que todas pensábamos...".
Me quedo pasmada al leer el titular, ¿quién demonios ha escrito eso?
—Jamás lo hubiera esperado de ti —me dice dolido.
—Yo no he escrito eso —respondo, muy seria.
Mike se ríe de manera abierta.
—¿Fuente cercana al roquero? Tú eres esa fuente. La entrevista es tuya. ¡Tú lo escribiste!
—Yo no escribí tal cosa. No me dedico a esa clase de periodismo. Jamás publicaría algo que la persona a la que he entrevistado no hubiera dicho.
—¿Y de dónde han sacado esto? —me recrimina.
Me quedo callada. De pronto, el repentino cambio de opinión de Daniela tiene sentido. Ha utilizado mis palabras. Una conversación que tuvo lugar fuera del horario de trabajo, y que ha aprovechado para cambiar mi entrevista. Yo tenía razón en desconfiar de ella.
—Mike, me tendieron una trampa. Si yo hubiera sabido que iban a publicar lo que dije, jamás habría salido de mi boca. Fue una conversación privada, y en mi entrevista no estaba incluida.
—Eres una cínica. Puede que te creas mejor persona que yo, pero al menos yo no falto a mi palabra. Vuelve a tu mundo perfecto, donde en el fondo eres una infeliz.
No me da tiempo a responder, pues la puerta de casa se abre, y de mi espalda, surge Héctor, quien sale al encuentro de Mike. Héctor le lanza un puñetazo que va directo a su mandíbula y Mike cae desplomado sobre el asfalto. Yo agarro a Héctor, lo cual deja de ser necesario, pues él parece haber dado por finalizada la batalla.
Héctor se queda parado delante de Mike y le habla en un tono que no da opción a réplica.
—Lárgate de mi casa.
Mike se levanta torpemente, y yo corro a ayudarlo, ante la atónita mirada de Héctor.
—Sara, entra en casa —me ordena. Ni siquiera lo miro al contestarle.
—Ya hablaremos de esto —le digo. Me vuelvo a Mike con un sentimiento de preocupación y cierta culpabilidad por lo sucedido—. ¿Te encuentras bien? Lo siento mucho.
Mike se aparta de mí, rechazando mi ayuda. Va hacia Héctor, dispuesto a devolverle el golpe. Yo corro a interponerme entre los dos hombres.
—¡Parad los dos, no sois unos niños pequeños!
Mike me mira con una expresión gélida en los ojos. Lo hace duramente, recriminándome en silencio lo que acaba de suceder. Es como si se sintiera traicionado por mí, por haberme considerado una persona leal que lo ha defraudado. Eso me duele. Al final, niega con la cabeza, se da la vuelta y se marcha. Suspiro aliviada cuando la distancia entre ambos se hace más grande. Me meto en casa y espero a que Héctor llegue a mi altura. No dudo en gritarle.
—¿En qué estabas pensando? —le recrimino.
—¿Desde cuándo te ves con él? —me recrimina él a mí.
Sus palabras me golpean en mi orgullo.
—¿En serio? —le pregunto, bastante incrédula.
Ningún músculo de su cara se mueve.
—Totalmente. Dime la verdad.
Aprieto los dientes, hasta el punto que llegan a rechinarme. Una rabia inmensa se apodera de mis entrañas, que sale disparada al exterior con una frialdad dolorosa.
—Lo entrevisté para Musa. Fue por motivos de trabajo. Creí que ya habíamos hablado de esto. Me resulta tan absurdo que puedas llegar a pensar eso de mí.
Camino de un lado para otro de la habitación, tratando de calmar mi nerviosismo. No es un nerviosismo a causa de la culpabilidad, pues no he hecho nada de lo que tenga que arrepentirme. Es un nerviosismo descontrolado, el tipo de sensación que aparece cuando tienes que hacer frente a una situación surrealista, dando razones para excusarte que la otra persona no merece. Y aun así lo haces, porque esa persona lo es todo para ti.
—Si sólo fue trabajo, ¿por qué no me lo contaste? —me reprocha, con su voz llena de amargura.
—Tú tampoco me hablas de tu trabajo.
Se queda callado.
—Ni siquiera sé de qué trata exactamente ese negocio por el que estamos en Madrid. No eres el más indicado para andar exigiendo sinceridad, cuando te lo guardas todo dentro. Héctor, esta desconfianza tuya no nos lleva a ningún lado. Dijiste que con el tiempo aprenderías a confiar nuevamente en mí. Pues bien, necesito sentir que de verdad confías en mí. Estoy harta de justificar todo lo que hago. No eres mi padre. Aunque eso ya lo sabes.
Lo noto tensarse a medida que va escuchando lo que le digo, y su voz está marcada por la amargura cuando me contesta.
—Tienes razón. Te dije que necesitaba tiempo para confiar en ti, pero tú no te mereces esa confianza. No puedo confiar en ti.
—¿Lo dices en serio? —le digo, incrédula.
Él no dice nada. Yo voy a subir las escaleras, dando por zanjada la conversación y con una decisión tomada. Su mano me rodea el brazo, demasiado estrecho sobre mi carne.
—Me haces daño.
Héctor me suelta en seguida y trata de acercarse a mí, pero yo rehúso su contacto.
—Lo siento, yo.
—Tú ya has dicho lo que sentías. —No, no he dicho todo lo que siento. —¿Ah no?
Me vuelvo hacia él, con la cabeza alzada y el gesto altivo. —Sara, no tendría que haberte dicho eso. —Pero lo has dicho —respondo herida. —Sí, lo he dicho.
Me mira extrañamente, y casi parece más herido que yo.
—Jamás te haría daño, ¿lo sabes, verdad?
—En este momento no sé nada. Es como si no te conociera.
—Sara.
Él vuelve a intentar acercarse a mí. Esta vez no me muevo. Héctor me acaricia tímidamente el brazo sobre el que antes se cernió su mano. Me estremezco ante su contacto, y unas lágrimas furiosas asoman a mis ojos al notar lo que él me hace. Me lo reprocho, porque en este momento, no debería permitirle tener ese efecto en mí.
—Sara, entre Mike y tú no hubo nada.
—¿Me lo dices a mí o te lo dices a ti? —digo mordazmente.
Héctor suaviza la expresión. Parece un animal herido. Como un león martirizado por herir a su presa.
—Sabes que me lo digo a mí mismo. Soy un idiota por dudar de ti.
Yo no respondo.
—Sara, dime algo.
Me vuelvo hacia él, con una sonrisa agria en el rostro.
—¿Quieres que te diga algo? Muy bien. Hablemos de mentira. Vamos a ver quién es el mentiroso de los dos. Hoy, en la cafetería del centro comercial, estabas con Daniela. Tú me mentiste. Dijiste que ibas a trabajar, pero quedaste para tomar café con mi jefa. Con la misma que ha tergiversado mis palabras y se ha inmiscuido en mi trabajo; y ahora ¿quién no merece la confianza de quién? Iba a pedirte una explicación cuando llegaras a casa, porque por encima de todo, confío en ti. Al menos yo iba a escucharte antes de juzgarte. Pero tal vez te hubiera gustado que yo cogiera a Daniela por los pelos, como tú has hecho con Mike.
—Por Dios, claro que no —se horroriza—, lo de Daniela tiene una explicación.
—Todo tiene una explicación, pero cuéntasela a alguien que merezca tu confianza.
Mi cuñada hace aparición en escena en ese mismo momento. Baja las escaleras y se dirige a mi hermano.
—No me gusta meterme donde no me llaman, pero estuve presente en la cafetería y lo que Sara cuenta es verdad. Incluso la animé a ir a hablar contigo y decirte cuatro cosas.
—Me lo creo —responde él.
—Explícaselo, Laura. A ti quizá te crea más que a mí. —Sara...
Héctor dice mi nombre con los dientes apretados. Yo lo miro sin vacilar, con una ceja enarcada y los brazos en jarra.
—Tiene razón, Héctor. Ella no ha hecho nada para que la trates así.
—¡Estoy tratando de pedirle perdón, no puedo hacer otra cosa!
—Podrías cambiar —sugiere mi cuñada, con una sonrisita.
—Métete en tus asuntos —le espeta Héctor. Luego se dirige a mí—. Sara, me comporto como un imbécil la mayor parte del tiempo. Estoy tan preocupado por mantenerte cerca de mí que no me doy cuenta de que te estoy alejando. Lo único que quiero es hacerte feliz.
Mis defensas están a punto de ablandarse, pero en ese momento, llaman a la puerta. Héctor va a abrir con cara de pocos amigos, pero yo le coloco una mano en el hombro.
—Si es Mike vas a disculparte.
—Ni en un millón de años —se niega.
Abre la puerta, y en la entrada está una persona que no es Mike. Es una mujer de mi edad, con espeso cabello castaño y piel de color canela. Es ella.
—Claudia —la saluda Héctor, tan desconcertado como yo—, ¡qué sorpresa! No te esperaba. Pensé que no vendrías.
¡Claudia!
Apenas puedo contener mi eufórico nerviosismo.
La chica es un amasijo de nervios. Sus ojos almendrados están fijos en los míos. Sé lo que está sintiendo.
—Sara Santana, la hermana de Érika —le estrecho la mano, para que se dé cuenta de que no voy a desvanecerme de un momento a otro.
Claudia se recompone al notar la firmeza de mi apretón.
—Héctor ha sido muy convincente. Decía que necesitabas hablar conmigo, y no ha cesado de llamarme. Yo no quería...pero al final, me he dado por vencida. Era eso o cambiar mi número de teléfono.
—No sabes cuánto te agradezco que estés aquí —le digo, sin apenas creerme que esté frente a mí.
Echo una mirada fugaz a Héctor, y mis labios musitan un silencioso "gracias" que es bien recibido.
—Para mí es difícil. Eres tan parecida a ella.
La voz de Claudia se quiebra, y yo siento cómo las lágrimas se agolpan en mi garganta. La mano de Héctor se desliza encima de la mía, y me consuela. Yo acepto su contacto.