14. SOBRE EL DELTA
El conde István Szécheny, pionero de las comunicaciones en la Europa sudoriental además de patriarca del resurgimiento húngaro, escribía el 13 de octubre de 1830 a su amigo Lazar Fota Popovich felicitándose de haber conocido a Miloš Obrenović, príncipe de Serbia, y de haber encontrado en él un convencido partidario de la «Regulation», de los proyectos y de los trabajos necesarios para la navegación sobre el Danubio. Szécheny estaba de regreso de Constantinopla y de Galați, adonde se había dirigido para promover la realización de sus grandiosos designios; había llegado hasta la desembocadura e incluso mucho más allá, más allá de la meta de la gran vía de agua que llevaba en la mente, y durante el retorno había enfermado gravemente, hasta el punto de escribir al conde Waldstein, desde la nave que le estaba devolviendo a casa, una carta que él consideraba que se trataba de su testamento político.
Así pues, durante aquellos meses, Szécheny había vivido, por varias razones, en el pathos del acabar. La Regulation concuerda con el final y con su vecindad; la conclusión corre a cargo de ingenieros, notarios y demás profesionales del cálculo, de la contabilidad y de la autentificación precisa. La muerte devuelve a la vida, tan imprecisa, la dignidad del orden: el despreocupado flujo de dinero toma forma en la claridad del testamento, las liaisons irregulares se desvanecen en la nada y ceden su sitio, en las esquelas y en los pésames, a los cónyuges legítimos, la agonía está vigilada y medida como ningún otro momento de la existencia. En la página 745 de su valiosa monografía sobre el Danubio, de 1881, Alexander F. Heksch se toma la molestia de retroceder sobre sus propios pasos y de corregir algunos detalles de las descripciones anteriores, superados por los cambios operados en la realidad mientras él proseguía su descripción; hasta aquel momento no se había preocupado de hacerlo y había avanzado rápido y despreocupado, pero cuando está a punto de concluir siente la necesidad de ponerlo todo en su lugar.
Existe solidaridad entre la lentitud centrífuga propia del final y el mapa catastral que lo protocola. El delta, en el que el barco se adentra y se pierde como un tronco a la deriva, es una gran disolución, ramas, brazos y arroyos que se dispersan por su cuenta, como los órganos de un cuerpo que está cediendo, que se desinteresan progresivamente los unos de los otros; sin embargo, el delta sigue siendo una red perfecta de canales, una cuidada geometría, una obra maestra de la Regulation. Es una gran muerte mantenida bajo control como la del mariscal Tito o de otros protagonistas de la historia mundial, una muerte que es incesante regeneración, exuberancia de plantas y de animales, juncos y garzas, esturiones, jabalíes y cormoranes, fresnos y cañaverales, ciento diez especies de peces y trescientas de pájaros, un laboratorio de la vida y de sus formas.
Una encina arrancada de raíz se pudre en el agua, un buitre cae fulminante sobre una pequeña gallinácea. Una muchacha se quita las sandalias y deja colgar las piernas fuera de la barca, los átomos ligados y comprimidos en cada agregación impulsan a otras combinaciones y otras formas. El delta es el laberinto de los ghiol, de los senderos acuáticos que se introducen entre las cañas, y es el mapa de los canales que regulan el flujo de las aguas y los recorridos en el laberinto. El epos del delta está en las historias sin nombre vividas entre las cabañas de juncos y de fango de los pescadores lipovanos, en el hielo y el deshielo que las inunda, pero también en las actas de la Commission Européenne du Danube, creada en 1856, que entre 1872 y 1879 destinó 754.654 francos a la construcción de los diques de Sulina.
En un cuaderno de viaje es más fácil garrapatear algo sobre el canal que sobre el ghiol, sobre el ingeniero Constantin Barsky, experto ilustrador del proyecto del canal Canara entre el Danubio y el mar Negro y autor, hace un siglo, de conferencias al respecto, más que sobre Kovaliov Dan, barquero y pescador lipovano habitante en la Milla 23 del brazo que lleva a Sulina, o sobre el pequeño Nikolai, del que conozco únicamente la tímida sonrisa que esboza cuando una chica que baja del barco le da un beso. Un libro, para justificarse, debería ser la historia de Nikolai, de su resistencia ante aquella cara que se inclinaba sobre él; contrariamente a Nikolai, los libros se limitan y repliegan al compendio, a la recapitulación de conquistas y caídas de imperios, anécdotas de gabinete, rumores de Cortes y de Parnasos, protocolos de comisiones internacionales.
La nave se desliza sobre el agua, en las orillas las cañas escapan hacia atrás, sobre un árbol, un cormorán que ha abierto las alas para secarse se recorta contra el cielo como un crucifijo, enjambres de mosquitos como un despreocupado puñado de calderilla de la vida, y el germanista especializado en literatura danubiana no envidia a Kafka o Musil, su genio para representar catedrales oscuras o comités inútiles, sino más bien a Fabre o Maeterlinck, los aedas de las abejas y de las termitas, y entiende por qué Michelet, después de haber escrito la historia de la Revolución Francesa, quiso escribir la historia de los pájaros y del mar. Poeta es Linneo, que exhorta a contar las espinas de los peces y las escamas de las serpientes, o a observar las plumas de los pájaros cuando baten las alas, y a esos timoneles; el murmullo del verano y del río exigiría su verbalización, perdido en su encanto, el punteamiento del clasificador sueco, sus comas que diferencian las frases y los puntos y coma que las subdividen, sus puntos que cierran las diferencias.
Lo cierto es que el catálogo del Museo del Delta de Tulcea, la última ciudad de tierra firme de la que ha partido el barco, facilita la descripción de verderones, cigüeñas, garzas, pelícanos, nutrias, martas, gatos salvajes, lobos, eufobias, sauces. Al fin y al cabo, Linneo incluye entre los fitólogos, o sea entre los científicos, no solo a los auténticos y verdaderos botánicos, sino también a los más aleatorios botanófilos y entre ellos los poetas, los teólogos, los bibliotecarios y los misceláneos. Pero la miscelánea es un resumen del mundo, mientras que alrededor está el mundo, y el botanófilo de biblioteca descubre que, al ser naturalista solo por orden del rey, como Buffon, se siente incómodo ante su antigua madre y a veces, para describir la carrera de las liebres, recurre, como el caballero francés, a una digresión sobre la migración de los pueblos en la época bárbara.
Ayer estaba en el Museo del Delta, hoy estoy en el delta; olores, colores, reflejos, mutables sombras sobre la corriente, deslumbramiento de alas en el sol, vida líquida que se escurre entre los dedos y obliga a advertir, incluso en la fiesta de este día en que nos hallamos sobre el puente del barco como un rey homérico sobre su carro, toda nuestra imperfección perceptiva, sentidos atrofiados desde hace milenios, olfato y oído inferior a los mensajes que llegan de cada matorral oscilante, antigua escisión del fluir, fraternidad perdida y rechazada, Ulises que ya no necesita que le aten y marineros que ya no necesitan que les tapen los oídos, porque el canto de las sirenas es confiado a ultrasonidos que Su Majestad el Yo no distingue. Un cormorán vuela con el pico abierto tendido hacia el aire, semejante a un pájaro prehistórico sobre el pantano originario, pero el coro inmenso del delta, su bajo continuo y profundo, es para nuestros oídos un susurro, una voz que no consigue aprehender el murmullo de la vida que se desvanece sin ser escuchada dejándonos atrás en nuestra hipoacusia.
La culpa no es del Danubio, que aquí demuestra que no brota del grifo sobre el que se ha fabulado en las cercanías de Furtwangen, sino más bien de quien, ante el centelleo y la música de esta agua, siente la necesidad de agarrarse a esa patraña, tal vez para desmentirla con desdén, o bien de divagar sobre el hipotético goteo del grifo para eludir el canto del río. Es probable que hasta el diario de a bordo, escrito por un fontanero más que por un Ulises, haga agua, en lugar de deslizarse rápido y seguro como la barquita que sin duda Nikolai sabe construir con alguna corteza y un trozo de papel. Los libros, ya se sabe, son un género con el riesgo en gran parte cubierto, la sociedad literaria es una previsora compañía de seguros y resulta excepcional que los siniestros poéticos no estén ampliamente protegidos. Pero para tomar apuntes con el ánimo tranquilo sobre este puente, entre estos meandros del delta, haría falta la cláusula marítima all risks que incluye exactamente todos los riesgos, incluidas averías particulares, desgarrones de ganchos, contacto con sustancias contaminantes de la carga, robo, malos tratos, entrega fallida, dispersión, rotura y/o derramamiento.
La jornada es gloriosa y el barco vaga como un animal entre los diferentes ramales del río. En el viejo delta, hacia Chilia, el limo se transforma progresivamente en tierra firme, la blandura sin fondo se convierte en suelo sobre el cual construir, plantar, recoger, brazos y canales forman un delta en el delta, en los sauces y chopos se alzan sobre un sotobosque de zarzas y tamarindos, grandes ninfeas blancas y amarillas se ordenan como las tierras sobre el océano originario en las cosmografías antiguas, cerca de la frontera soviética Chilia Veche —colonia griega y puerto genovés donde el notario Antonio di Ponzo registraba, en el siglo XIV, ventas de alfombras, vino, sal y esclavas de doce años, y el monje Niccolò Barsi, en el siglo XVII, anotaba los dos mil esturiones pescados al día—, que muestra las altas torres de su iglesia que tanto sorprendían a los pescadores lipovanos en la novela El río sin fin, escrita en los años treinta por Oskar Walter Cisek.
El brazo que conduce a Sfîntu Gheorge, el más largo, ciento diez kilómetros, costea cerca de Mahmudia la fortaleza de Salsovia, en la que Constantino hizo asesinar a Licinio, deja a su izquierda un bosque tropical y unas landas deprimidas y arenosas, reino de las ranas y de las serpientes donde la temperatura alcanza en verano los sesenta grados. A decir verdad, la literatura del delta prefiere el hielo, no el calor estival; Cisek describe a los pescadores que en invierno perforan la costra del río en busca de su presa, Ștefan Bănulescu habla del crivât, que sopla gélido y cortante, evoca la borrasca de viento y nieve, el chasquido del hielo que comienza a resquebrajarse y a disolverse. El topos de la literatura del delta, su escenario épico por excelencia, es naturalmente la inundación, el aluvión, el Danubio que arrolla y sumerge los pueblos, la marea que arrastra establos, cabañas y cuevas en el bosque, empujando en la crecida de las aguas, como en un diluvio universal, a animales domésticos y salvajes, bueyes, ciervos y jabalíes.
El delta, para Sadoveanu, es también una cuenca de pueblos y gentes, como si el Danubio llevara al mar y esparciera a su alrededor, desbordando sobre las riberas, detritus de siglos y de civilización, fragmentos de la historia. Pero estos residuos tienen una vida breve, se arrojan sobre las orillas en la estación de la inundación y desaparecen en el suelo, como las hojas y las demás escorias traídas por el río; las historias del Danubio, dice Sadoveanu, nacen y desaparecen en un soplo, como un charco que se seca. En un relato, Ștefan Bănulescu describe el funeral de un niño durante una temporada invernal, la barca que lo transporta en búsqueda de una prominencia o de una duna en la que sea posible excavar una tumba, las aguas furiosas que amenazan con arrastrar el humilde sepulcro, el invierno que borra también esa tragedia y ese dolor, esa tumba precaria, esa historia sin nombre.
En los relatos de Sadoveanu y de Bănulescu aparecen con frecuencia los zíngaros, como si este pueblo vagabundo y en los márgenes de la sociedad fuera una tribu adecuada para habitar el mundo arcaico y olvidado del delta. Hace un siglo esto era realmente un reino de los irregulares y de los fugitivos, una tierra de nadie, refugio de los sin ley procedentes de cualquier parte. Los turcos, señores de la región, no tenían en ella ninguna guarnición permanente, sino una milicia desordenada e improvisada, reclutada con irregularidad entre los campesinos, que se aliaba con los desertores y bandidos ocultos en los pantanos, a los que habría debido vigilar y combatir y de los que apenas se diferenciaba. Las guías del pasado siglo, por ejemplo la monumental del barón Amand von Schweiger-Lerchenfeld, hablan de una jungla de hombres de todas las raleas y de todas las razas, turcos y caucasianos, zíngaros y negros, búlgaros y valacos, rusos y serbios, marineros de medio mundo, aventureros, delincuentes, forzados, evadidos. «Los homicidios estaban a la orden del día.» Después de la guerra de Crimea llegaron, dirigiéndose a Bulgaria, los nogai, los tártaros y circasianos diezmados por la peste.
Ahora el delta, en el que viven unas veinticinco o treinta mil personas, es sobre todo la patria de los lipovanos, los pescadores de luengas barbas patriarcales que llegaron en el siglo XVIII desde Rusia, país que habían abandonado por razones religiosas. Los viejos creyentes, los seguidores del monje Felipe, se habían refugiado en Bucovina de Moldavia; negaban el sacerdocio, los sacramentos, el matrimonio y el servicio militar y se negaban sobre todo a jurar y a rezar por el zar, mientras ansiaban como suprema expiación la decisión de morir en la hoguera o por ayuno. En la Bucovina austríaca José II les concedió la libertad de culto y la exención del servicio militar; probablemente el emperador ilustrado despreciaba los principios que les prohibían vacunarse y tomar todo tipo de medicamento, pero sin duda admiraba su talante dulce, laborioso y respetuoso de las leyes y sobre todo su industrioso ingenio que les convertía en artesanos y campesinos altamente cualificados y avanzados en el ámbito de la técnica. A mediados del siglo XIX, muchos lipovanos volvieron a aceptar la jerarquía y a celebrar la misa según la antigua liturgia y a finales de siglo algunos de ellos entraron en la Iglesia griega oriental.
Ahora los lipovanos son pescadores en el delta pero ejercen también los más diferentes oficios en otras partes, en las fábricas e industrias rumanas. Sin embargo, siguen siendo sobre todo el pueblo del río, viven en el agua como los delfines o los demás mamíferos del mar. En las orillas, sus barcas negras se parecen a animales que reposan en la playa y al sol, focas dispuestas a zambullirse y a desaparecer entre las olas a la más mínima señal. Sobre el agua están sus casas de madera, de barro y de paja, cubiertas de cañas, sus cementerios con cruces azules, las escuelas a las que sus hijos llegan en barca. Los colores lipovanos son el negro y el azul, límpido y dulce como los ojos de Nikolai bajo los cabellos rubios. Mientras el barco se detiene ante sus casas, la gente se asoma hospitalaria y festiva, saluda y hace ademán de pararse y de entrar; alguno de ellos, con unas pocas paletadas de pagaya, se acerca hasta nosotros y nos ofrece pescado fresquísimo a cambio de rakia.
No hay límite entre la tierra y el agua, las calles que en las aldeas conducen de una casa a otra son a veces senderos recubiertos de hierba y otras canales sobre los que fluctúan juncos y ninfeas; tierra y río se mezclan y se esfuman una en otro, los «plaur» recubiertos de cañas flotan como árboles a la deriva o se pegan al fondo como islas, no es casualidad que exista una Venecia del delta, Valcov, con las cúpulas de su iglesia.
Zaharia Haralambie, próximo a la Milla 23, en el antiguo curso del Danubio con doble recado cerca del canal que lleva a Sulina, es el guardián de la reserva de los pelícanos; durante toda la vida escucha sus gritos y el batido de sus alas. Como los restantes lipovanos, tiene una cara franca y abierta, una inocencia sin temor. Los niños, que nos han rodeado tumultuosamente apenas hemos descendido, se zambullen en el río y lo beben, se persiguen sin hacer distinciones entre el agua y la tierra. Las mujeres son locuaces, amables, propensas a una simpática familiaridad que lleva a Cisek, en su novela, a estimulantes fantasías amorosas. El delta es el gran abandono del fluir, universo líquido que libera y disuelve, hojas que se dejan llevar y transportar por la corriente.
¿Dónde termina el Danubio? En este incesante acabar no existe final, existe solo un verbo en infinitivo. Los ramales del río se van cada uno por su cuenta, se emancipan de la imperiosa unidad-identidad, mueren cuando les parece, uno un poco antes y otro un poco después, como el corazón, las uñas o los pelos a los que el certificado de defunción libera del vínculo de recíproca fidelidad. El filósofo tendría dificultades, en esta maraña, para señalar con el dedo al Danubio, su precisa ostensión se convertiría en un inseguro gesto circular, vagamente ecuménico, porque el Danubio está por todas partes y hasta su final está en cada uno de los cuatro mil trescientos kilómetros cuadrados de su delta.
Büsching mencionaba siete bocas al igual que el antiguo Amiano, Kleemann —en 1764— contaba cinco como Herodoto y Estrabón, Sigmund von Birken las enumeraba según los nombres que había encontrado en Plinio: Hierostomum o sea boca sagrada, Narcostomum o perezosa, Calostomum o sea bella, Pseudostomum o sea falsa, Boreostomum o boca del norte, Stenostomum es decir estrecha, Spirostomum, boca de espiras serpentinas.
Los brazos oficiales, partiendo de Tulcea, son tres: el de Chilia, al norte, que a su vez penetra en el mar a través de cuarenta y cinco bocas, en territorio soviético, y vierte dos terceras partes del agua y de los detritus del Danubio; el central de Sulina, que se precipita directamente en el mar Negro gracias a la canalización realizada entre 1880 y 1902, lo cual facilita la navegación y hace simbólicamente rectilíneo y decidido su recorrido; el de Sfîntu Gheorge, al sur, serpentino y retorcido, al cual debe el Danubio su longitud canónica atribuida por los manuales; y, para hablar con propiedad, existe un cuarto brazo, el canal Dunavat, que se separa del anterior y desciende, retrocediendo hacia el sudoeste, hasta el gran lago Razin, en el cual se vierte además el canal Dranov, que sale del mismo brazo.
Está claro que, para delimitar las desembocaduras, no hace al caso devanarse los sesos indecorosamente, como ocurre con las fuentes, sino que resulta adecuado dejar morir a todo el mundo en paz, hombre, río o animal, sin ni siquiera preguntarle cómo se llama. Tal vez sea lícito elegir la boca del Danubio a partir del nombre, por amor a una conclusión perezosa y divagante, como promete Narcostomum, o por la atracción de ese extremo barajamiento de las cartas, del as en la manga que deja entrever Pseudostomum, la boca falsa; coherencia y magia deberían, sin duda, inducirme a optar por la boca sacra, porque, según Sigmund Birken, cerca de ella surgía una ciudad llamada antiguamente Istrópolis.
La confusión se está haciendo realmente excesiva, como cuando los viejos se lían con nombres y fechas, equivocándose en décadas y confundiendo a los vivos con los difuntos. Así pues, la elección solo puede ser convencional, arbitraria, como conviene a la época del nihilismo completo; si no existe la verdad, el criterio operativo se puede determinar a placer, como las reglas del ajedrez o las señales del código de circulación. La línea recta que conduce a Sulina se adecúa al decisionismo y, además, su eficiente navegabilidad, obtenida gracias a la canalización, lisonjea a todos los amantes de la Regulation. Queda claro, pues, que el Danubio termina en Sulina.