12. GRILLPARZER Y NAPOLEÓN

Cerca de la abadía de Elchingen, a pocos kilómetros de la ciudad, se halla el lugar en que se produjo el 19 de octubre de 1805 la Capitulación de Ulm, la rendición del general austríaco Mack —«el infeliz Mack» del que habla Tolstói en Guerra y paz— ante Napoleón. Una lápida recuerda a los caídos napoleónicos, soldados franceses y de los varios estados alemanes aliados en aquel momento del Empereur. «A la mémoire des soldats de la Grande Armée de 1805 Bavarois, Wurtembergeois, Badois et Français.» El paisaje, con los bosques neblinosos sobre el río, parece el grabado de una batalla; una brecha señala el punto donde el mariscal Ney rompió las defensas austríacas.

Este tramo del Danubio es un teatro de grandes batallas, como la de Höchstadt (o de Blindheim), en la que el príncipe Eugenio y el duque de Malborough, durante la guerra de sucesión española, derrotaron en 1704 al ejército francés del Rey Sol. Pero estas batallas en las proximidades del Danubio son batallas de la vieja Europa prerrevolucionaria y premoderna, que prolongan —con la sucesión de victorias y derrotas de las diferentes potencias— el equilibrio entre las monarquías absolutas hasta 1789. El imperio danubiano encarna por excelencia ese mundo de la tradición, y Napoleón, que vence a los austríacos en Ulm y entra en Viena, encarna la modernidad que sigue de cerca y asedia el viejo orden danubiano de los Habsburgo, en un acoso que no concluirá hasta 1918.

Las observaciones de Grillparzer sobre Napoleón son una expresión ejemplar de este espíritu austríaco, pre y posmoderno, que ve cómo la modernidad arrasa la barrera simbólica de la tradición, representada por el Danubio. Agudo y facciosamente parcial, Grillparzer, que ve a Napoleón entrar victorioso en Viena en 1809, denuncia en él el predominio de una fantasía desenfrenada, de una hybris subjetiva respecto a la realidad, que él advierte, incluso en sí mismo, como un peligro para su armonía moral y para la propia obra poética. Epígono al tiempo que precursor, Grillparzer, el clásico del teatro austríaco ochocentista, es el primer hombre sin atributos —y creador de hombres sin atributos— de la literatura de los Habsburgo. Es un individuo escindido y doble, pero imbuido de un profundo sentido del respeto por esa unidad de la persona que se le escapa y que él considera un valor superior. Hipocondríaco y tortuoso, pedante organizador y administrador de sus propias inhibiciones, capciosamente reacio a la alegría y dividido entre excitadas pasiones y autolesivas arideces, Grillparzer —al que no por casualidad Kafka leía con entusiasmo— es el escritor que falsifica su propio autorretrato acentuando sus aspectos negativos, como hace en sus propios diarios desdoblándose en la antipática figura de su alter ego Fixlmüllner.

Cuando la vida es privación, insuficiencia, deesse, la defensa consiste en la puntillosa automarginación, en la negación a participar. La civilización danubiana, tan sensible al exilio de la vida, ha sido maestra en elaborar esta estrategia defensiva. Pero esta civilización entregada a descubrir el vacío de las Acciones Paralelas y a elogiar, como Karl Kraus, el mundo al revés, no olvidaba aquella ecumene a cuyo vaciamiento asistía, aquel ordenado y armonioso cosmos barroco que veía tambalearse. Al igual que hará más adelante Kafka, Grillparzer no permite que sus idiosincrasias personales —vividas no como accidentalidad psicológica, sino como necesidad de la época, como descompensación entre el individuo y la totalidad— ofusquen el sentido objetivo de la Ley, del mundo que, para la tradición vienesa, sigue siendo un mundo creado por Dios.

Es cierto que Grillparzer no puede ver en Napoleón, como veía Hegel, el alma del mundo a caballo, sino un parvenu que ejerce el poder en nombre de un desenfrenado egocentrismo y no de una idea superior; en efecto, de la experiencia napoleónica nace en 1825 el drama Fortuna y final del rey Ottokar, en el que Grillparzer contrapone a Rodolfo de Habsburgo, cabeza de la familia y encarnación del poder ejercido humildemente como officium suprapersonal, y Ottokar de Bohemia, que quiere y ejerce el poder por ambición personal. Así pues, Napoleón es para él el símbolo de una época que ve cómo la subjetividad (nacional, revolucionaria, popular) se distancia de la religio de la tradición y provoca, con la nacionalización de las masas, el final del cosmopolitismo setecentista, racionalista y tolerante.

Napoleón es «fiebre de una época enferma», pero, al igual que la fiebre, es una reacción violenta que puede «eliminar el mal» y llevar a la curación. Grillparzer lo define como «hijo del destino», le confiere la aureola de quienes, como Hamlet, están llamados a poner de nuevo en su sitio el tiempo que se ha salido de sus goznes; pero el Corso carece de la humildad de Hamlet, al cual la conciencia de su tremenda misión lleva a decir «ay de mí», haciendo que se dé cuenta de su incapacidad personal. Por el contrario, Napoleón es pequeño porque se cree grande, pero solo llegará a serlo realmente en su caída, en la expiación religiosa, en la admisión de su propia vanidad, de la misma manera que Ottokar, en el drama, alcanza la auténtica realeza cuando es vencido y humillado en la batalla y en el amor, acosado por la vejez, reducido a mendigo y, por tanto, a hombre de verdad.

Napoleón, que afirma que en la era moderna la política ha ocupado el lugar del destino, representa para Grillparzer el totalitarismo o bien la politización total de la vida, la irrupción de la historia y del Estado en la existencia del individuo, fagocitada en los mecanismos sociales. A esta movilización general, típica de la sociedad moderna y del napoleonismo —cuyo aspecto autoritario descubre Grillparzer, a la vez que ignora su impulso democrático y su acción emancipadora—, se contrapone el ethos josefino del fiel servidor del Estado, que asume con abnegación su propio deber pero traza también los límites de la ingerencia de la política, defendiendo la distinción entre esfera pública y esfera privada.

Grillparzer define como «espantosa» la unilateralidad de Napoleón, que «no ve otra cosa que sus ideas y sacrifica todo a ellas»; en contra del totalitarismo ideológico, la tradición austríaca defiende el detalle sensible, el pormenor vagabundo, la vida irreductible al sistema. Una visión religiosa como la de Rodolfo II —el silencioso emperador del grande y tardío drama Pelea entre hermanos en la casa de Habsburgo— respeta también «el no sé qué», la individualidad irregular y deforme, en tanto que el sentido de la trascendencia religiosa impide convertir las jerarquías terrenas en ídolo y remite a un plano superior, en el cual incluso esa excepción encuentra su lugar en los designios de Dios. Una perspectiva meramente terrena, historicista, es dogmáticamente brutal respecto a lo que parece secundario y menor; Grillparzer acusa a Napoleón de apuntar directamente a la «Hauptsache», a la cuestión principal, descuidando la «Nebensache», lo que parece marginal y secundario, pero que, a los ojos del poeta austríaco defensor de lo concreto, posee, sin embargo, su dignidad autónoma y no debe ser sacrificado por el proyecto totalizante y tiránico.

La civilización austríaca se inspira en una totalidad barroca que trasciende la historia o en un disperso desmenuzamiento poshistórico, que sucede al diluvio de la historia moderna; en ambos casos, rechaza los criterios de una valoración puramente histórica y los parámetros según los cuales se da importancia a los fenómenos y son distribuidos en un orden de grandeza. La civilización austríaca defiende lo marginal, lo transitorio, lo secundario, la parada y la pausa del mecanismo que quiere quemarlos para conseguir resultados más importantes.

Napoleón encarna, por el contrario, la moderna fiebre de la acción que aniquila el otium y lo efímero, y destruye el instante en su impaciencia por avanzar. En su novela Los cien días, Joseph Roth recuperará el viejo rumor sobre la eiaculatio praecox del emperador, convirtiéndolo en el símbolo de su ansiosa prisa que debe resolverlo todo inmediatamente, que siempre tiene otra cosa que hacer y en cada instante piensa ya en lo sucesivo, sin poder siquiera detenerse en el amor y en el placer, porque quien no está persuadido no quiere hacer, sino haber hecho ya.

La perspectiva austríaca es excéntrica respecto al mito napoleónico europeo, que conoce otros tonos —desde la fascinación por una gran vida que surge y crece de la nada, presente en Stendhal o en Dostoievski, al pathos apocalíptico de Léon Bloy—. Grillparzer intuye algunos aspectos de la modernidad napoleónica, pero les contrapone un ethos josefino iluminista-burocrático, que en su momento había sido radicalmente innovador pero que en la era napoleónica ya estaba transformándose, pese a la tenaz resistencia de su grande y progresiva tradición ético-política, en aparato del inmovilismo. Por otra parte, Grillparzer quiere exaltar la «estática grandiosa» en Rodolfo I, «un hombre completamente silencioso y tranquilo», pero este, en el drama, resulta anodino e insignificante, mientras que sobre él domina la figura de Ottokar, el titán vencido. Y además es Rodolfo, teórico de la paciencia, el que actúa con sagacidad, porque su prudencia es un arte político, mientras que Ottokar sueña con grandes acciones, pero se mece pasivamente en su vertiginoso y apolítico sueño.

Con el drama «napoleónico» Fortuna y final del rey Ottokar, Grillparzer celebra el comienzo de la política oriental de los Habsburgo, su afirmación como Casa de Austria y su fatídico giro hacia el Este, hacia su misión danubiana. Ottokar personifica la Bohemia derrotada, en la Europa central, por el Sacro Imperio Romano de la nación alemana, cuya corona lleva Rodolfo. Pero, en el drama, Ottokar es descrito como modernizador, o sea germanizador, de Bohemia, el soberano que favorece e introduce en su país el elemento alemán, para hacer más eficiente y evolucionado su reino, y desprecia a sus súbditos reacios a ser arrancados de sus ritmos arcaicos y primitivos, al mundo agrario de esas naciones eslavas que en el siglo XIX eran llamadas «naciones sin historia».

Ottokar quiere conducirles a la historia y perece; el soberano bohemio quiere alemanizar a su pueblo para hacerle triunfar sobre los alemanes, pero con ello destruye su fuerza y su independencia, de acuerdo con el pesimismo grillparzeriano y habsbúrguico, que contempla la entrada en la historia como una caída. Bohemio, por otra parte, es —y seguirá siéndolo por lo menos durante un siglo— una palabra ambigua, que puede hacer referencia a los checos pero también a los alemanes de Bohemia e indica sobre todo una identidad difícil de definir, como todas las de frontera, divididas y laceradas entre el diálogo y el ajuste de cuentas. Una identidad, sobre todo, quisquillosa, jamás satisfecha con la actitud de los demás respecto a ella, sea cual fuere. El drama se mantuvo largo tiempo en cuarentena, por miedo a ofender a los bohemios, y el propio Grillparzer cuenta que visitó la tumba de Ottokar, para pedirle perdón, y que vio a su alrededor, en Praga, muchas caras largas.

El Danubio
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