1. ILS MÉPRISENT LES TURCS
En 1860 Guillaume Lejean, científico y viajero francés, remontaba el Nilo Blanco, hasta Gondokoro, y el Nilo Azul, trazando, como dicen las enciclopedias, uno de los primeros mapas fiables. Entre 1857 y 1870 recorrió, en cambio, la península balcánica, y preparó un imponente material cartográfico en cuarenta y nueve grandes hojas, veinte de las cuales estaban terminadas y completas. Pero su amigo y colega vienés Felix Philipp Kanitz lamentaba, viajando por Bulgaria en 1875, que los mapas geográficos de aquel país fueran inexactos e inútiles y en ellos constaran, en lo que se refería a los territorios próximos al Danubio, localidades imaginarias, mientras que, por el contrario, no se señalaban las existentes, y manifestaba su acuerdo con el profesor Kiepert, al proclamar que Bulgaria era el país más desconocido de la Europa oriental. Otros cartógrafos inventaban ciudades o las desplazaban centenares de kilómetros, desviaban en sus mapas los cursos de los ríos y les atribuían desembocaduras arbitrarias. Kanitz corregía los meritorios mapas de Lejean, menos exactos que los del Nilo, y podía, por tanto, definir Bulgaria como «una tierra perfectamente incógnita»; el Danubio era más desconocido que el Nilo y de las gentes de su curso inferior, insistía el profesor Hyrtl, se sabía menos de lo que se sabía de las islas de los mares del Sur.
Indudablemente, la cartografía ha realizado grandes progresos, pero, de todos los países del Este, Bulgaria sigue siendo hoy el más desconocido, un lugar en el que rara vez se ponen los pies y que parece un escenario de intrigas improbables e inverificables, fantasiosas pistas de complots sensacionales, desmentidas acusaciones de genocidio, entrevistas concedidas por miembros de la minoría turca dados por muertos y asesinados según la prensa internacional. Los comunistas occidentales, cuando oyen que alguien —especialmente si no está inscrito en el partido— ha estado en Bulgaria, se apresuran a manifestar una irónica y distante conmiseración y, sobre todo, a asombrarse de sus impresiones positivas.
Los búlgaros se empeñan en acentuar estas últimas y su hospitalidad, generosa y cordial como pocas, es también un festivo adoctrinamiento, un curso de historia, de literatura y de civilización que transmite al extranjero el conocimiento y el amor de su país. Kitanka, nuestra intérprete, es una chica vivaz y animada, que ama la rakia, excelente aguardiente, y las madrugadas, e ilustra sobre la grandeza de su país, obligando amable e inexorablemente al viajero a comprobar cada una de sus huellas, con la naturalidad y la pasión de quien invita a admirar un hermoso día.
El viajero no está acostumbrado a este amor sin reservas al propio país; en casi todas partes, las personas creen que deben actuar según la convención que les hace manifestar una pizca de autodesmitificación. La irrisoria autocrítica, independiente de los motivos que la justifican o no, no es un privilegio de la decadencia de Occidente; también en Hungría o en Rumanía quien representa las instituciones oficiales se siente obligado a adornarse con un toque de disentimiento. La protesta, olvidando las razones político-sociales concretas, es, en primer lugar, más allá de cualquier frontera, disidencia respecto a la realidad. Desde los ensayos para el desfile del 1 de Mayo hasta los mesones y los quioscos bien surtidos y atestados, Bulgaria sugiere en cambio una vital epicidad, jóvenes reclutas bien cuidados, dispuestos a alborotar en el dormitorio pero amantes del cuartel y de la bandera.
En Vidin, Kitanka habla con agilidad sobre la vieja fortaleza de Baba Vida, romana, búlgara y después turca, pero probablemente considera excesivo nuestro interés por la mezquita de Osman Pazvantoglu, con su punta en forma de corazón en lugar de la Media Luna. Entre finales del XVIII y comienzos del XIX Osman, el poderoso pachá de Vidin, que había hecho su ciudad más espléndida pero también más moderna y más europea, se rebeló contra el sultán Selim III, sustituyendo la Media Luna por su propio símbolo, con forma de corazón. Esa rebelión, recreada en la novela Crónica de una época inquieta de Vera Mutafchieva publicada en 1966, es también una paradoja: el pachá, nada reaccionario, se alza contra el sultán ilustrado, promotor de reformas progresivas, se pone al frente de los jenízaros, que Selim III había disuelto, pero llama bajo sus banderas a los cristianos, a los campesinos búlgaros maltratados por la Sublime Puerta, y a los kardžalij, rebeldes y bandidos que con ello se convertían, para el mito y la realidad, en combatientes antiturcos.
Esa diferencia interna otomana no conmueve a Kitanka, que confirma la observación de Lamartine a propósito de los búlgaros, escrita durante su estancia en 1833 en la seductora Plovdiv, poblada también por turcos, griegos y armenios: «Ils méprisent et haissent les turcs» (Desprecian y odian a los turcos), escribía. Estas pasiones son todavía intensas, el rencor sigue fresco; Bulgaria no celebra tanto la edificación del socialismo, como el renacimiento, o sea el resurgimiento nacional, y la misma hermandad búlgaro-rusa se basa sobre todo en la lucha por la liberación del yugo turco, en el siglo pasado.
Cada uno de los campos de batalla y de los episodios son ilustrados con entusiasmo, hasta en sus más mínimos detalles; hermosas muchachas doctas y enfervorizadas comentan ante los escolares cada uno de los fosos y cada una de las cargas del asedio de Pleven, reproducido por un Panorama circular; en el monumento que se alza sobre el pico de Šipka, en recuerdo del enfrentamiento decisivo, siempre hay flores frescas, como en Mohács. Las numerosas mezquitas y los minaretes que se perfilan en las imágenes de las ciudades de fin de siglo casi han desaparecido, ruinas calcinadas ante las cuales se pasa con prisas o figuras irreales y aisladas, que confirman la vieja impresión de Boscovich, el astrónomo y matemático de Ragusa que fundó el Observatorio de Brera, que, ya en 1762, se sentía sorprendido por la caducidad de los vestigios otomanos.
En Bulgaria hay —en la medida en que es posible calcular su número— alrededor de setecientos mil turcos, pero la tesis oficial niega su existencia: se trata, según esta tesis, de búlgaros islamizados —los pomaceos, se decía tiempo atrás—, a los que ahora se les obliga a adoptar un apellido búlgaro. Cada día, las Nouvelles de Sofia publican entrevistas de turcos, o mejor dicho búlgaros islamizados, que según Amnistía Internacional o los periódicos de Ankara han desaparecido misteriosamente y según las autoridades del país siguen, por el contrario, vivitos y coleando: hoy le toca a Damjan Christov, director de una factoría de máquinas y tractores en Antonovo, que responde con una amplia sonrisa a las preguntas sobre su desaparición.
No cabe duda de que los quinientos años de yugo otomano han sido terribles, matanzas y razzias, cabezas cortadas y perezosa explotación; los espléndidos iconos conservados en Sofía en la cripta de la iglesia Aleksandar Nevski, que se remontan a la gran época del imperio búlgaro, muestran, con su intensidad artística y religiosa, cuán alta y noble civilización destruyeron los otomanos a finales del siglo XIV y sumergieron durante quinientos años. En el siglo XIX los búlgaros, antes aun de poder intentar resurgir, tenían que acordarse de existir, redescubrir y recuperar su identidad, como Aprilov, que se consideraba griego —bajo la influencia desnacionalizante de la cultura y de la Iglesia griega, aliada con los otomanos— y se reconoció como búlgaro al leer el libro Los búlgaros antiguos y los actuales, publicado en 1829 por el estudioso ucraniano Venelin. Los libros desempeñan un papel eminente en la identidad búlgara; fue un libro, escrito y recopiado muchas veces a mano, la Historia eslavobúlgara de Paisij de Hilendar, el que marcó, en 1762, su reflorecimiento después de siglos de silencio.
La secular resistencia de los búlgaros sumergidos es una extraordinaria prueba de civilización. Pero todos los pueblos recuerdan violencias sufridas a manos de otros, y si los turcos las han cometido en Bulgaria, como la matanza de Batak en 1876, no han sido presumiblemente más tiernos en los restantes territorios de sus dominios. ¿Por qué, una vez pasada esta frontera, el rencor resulta ser más duradero? Está claro que la razón no reside en el carácter búlgaro, generoso y hospitalario. Kitanka resuelve el problema diciendo que, en Bulgaria, no existen turcos y que no existe, por consiguiente, ninguna minoría declinante y oprimida. La opinión de los interesados no cuenta; el escritor Antón Donchev, épico aeda de los Rodopi, cuenta que se peleó con un funcionario que vivía cerca de Šumen porque este se obstinaba en proclamarse turco, mientras que los documentos demostraban que descendía de Gengis Khan. La distinción entre nacionalidad y ciudadanía parece absurda; quien vive en Bulgaria es necesariamente búlgaro. Cuando pongo el ejemplo de los admirados soviéticos, pueblos diferentes unidos en un único Estado, la guapa Kitanka se calla, pero no parece en absoluto convencida.