12. LA CIUDAD MUERTA
El viaje de los antepasados alemanes a lo largo del Danubio era, para Hölderlin, el nostos hacia los días del verano, hacia el país del sol, Hélade y Cáucaso. Llego a Histria, Istria, la ciudad muerta que lleva, para mí, el nombre del verano y de los lugares familiares. Es extraño llegar a esta hora, de noche, y aún más extraño llegar solo: esa palabra, Istria, va ligada a la luz absoluta, al pleno día, a una vecindad desconocedora de la soledad.
Aquí, por el contrario, en esta metrópoli arqueológica, es el desierto. La verja ya está cerrada, unas cuantas chimeneas apagadas y unos cuantos camiones parecen abandonados como las ruinas de la antigua colonia milesia. Salto el muro, camino entre cardos y espigas silvestres, entre los restos del templo de Zeus y de la basílica, puertas macizas y columnas imponentes en el crepúsculo como estelas, termas mudas. El ocaso diáfano y tranquilo se arquea sobre esta tumba de los siglos, alguna culebra desaparece entre las piedras y los pájaros pían sobre las paredes resquebrajadas; las ruinas descienden hacia un mar rojizo de algas y fondos marinos.
La ciudad muerta tiene la eternidad de la destrucción, las piedras no nos hablan del momento en que llegaron a estas orillas las naves de los colonos de Mileto para fundar la ciudad, sino más bien de las oleadas de la aniquilación, godos, eslavos y avaros, los instantes en que la vida se ha detenido. Una cruz, entre las piedras, recuerda a Panait Emil, Simion Mihai y Platon Emil muertos (¿ahogados?) el 12 de marzo de 1984, pero en ese silencio secular los restos de un templo erigido a una divinidad local y desconocida hacen sombra a los de la basílica cristiana, pese a que sea la hora del Ángelus.
La ciudad es grande, sus calles se entrecruzan, se abren y se pierden en un laberinto, y en algún momento resulta difícil encontrar de nuevo el camino de vuelta. Al igual que la Cobra Blanca en la ciudad muerta de Kipling, en este aire terso, que sin embargo mantiene intacto cualquier ruido, se tiene la impresión de haberse vuelto en cierto modo sordo, de dejar de escuchar las voces de la realidad. Los siglos de muerte acumulados entre estas ruinas no son una tiniebla, una oscuridad que engulle las imágenes, son más bien una luz clara e inmutable, en la que el ojo discierne todos los objetos. Son también una pared de cristal que separa de los sonidos del mundo. Entre estos escombros del pasado nos movemos no ciegos, sino más bien sordos, envueltos en la irrealidad, incluso torpe y cómica, que rodea a quien es duro de oído.
Nos sentimos inermes, presas fáciles expuestas a una agresión que nos pillaría de sorpresa y desprevenidos; en las novelas policíacas hay temibles asesinos y hábiles detectives ciegos, pero no sordos. Hasta la vejez debe ser más sorda que ciega. Es evidente que también ante estas debilitaciones el vocabulario viene en nuestra ayuda con misericordia y podemos convencernos, como el médico decía tranquilizadoramente a un tío de Gigi, de que no se trata exactamente de sordera, sino solo de hipoacusia. «Ma mi —contestaba el tío—, intanto non sento gnente.»[8]