30. CARNUNTUM

Entre estas ruinas de la ciudad romana, cuando todavía faltaba mucho para que se convirtieran en ruinas, Marco Aurelio escribió el segundo libro de sus Coloquios. «Mi ciudad y mi patria es Roma, en tanto que Antonino. En tanto que hombre, es el universo.» Marco Aurelio supo ser emperador romano, aceptando sin vanagloria la historia y la responsabilidad que le habían sido atribuidas, y ciudadano del mundo, semejante a cualquier otro hombre de la Tierra, incluso simple criatura viva del universo, tramada por el perenne flujo y transmutación de todas las cosas y dispuesto a aceptar su propia parábola sin asumir un aire malhumorado. Era «consciente de su natural politicidad, romano, emperador, estaba preparado para su puesto» y sabía, como un soldado, avanzar al asalto de un muro, sin avergonzarse por pedir ayuda si no conseguía subirlo a solas, pero conocía también la igualdad y paridad de todos los hombres en virtud de la cual un vencedor de los sármatas era también un asesino, como cualquier matador.

El emperador romano es un gran escritor y un gran maestro. Sentía piedad, respeto y cordialidad por la vida, pero ninguna idolatría, porque sabía que solo es «opinión». Combatía a los quados y a los marcomanos, se asomaba con sus legiones a la Puerta Hungárica, a aquel territorio entre los ríos March y Leitha más allá del cual presionaban las oleadas de invasiones bárbaras, que con los siglos se desatarían. Defendía el imperio, pero no se dejaba dominar por su pathos, no se permitía —como él decía— «cesarearse», porque sabía que aquello solo era su deber y no un valor absoluto: «Asia, Europa —escribía—, pequeñas partes del universo».

Cultivaba las cosas últimas y esenciales, consciente de que la persona está constituida por los valores en los que cree y que imprimen en su rostro la huella de su nobleza o de su vulgaridad; el alma se tiñe de las imágenes que en ella se forman, escribía, y el valor de cada cual está en estrecha relación con el valor de las cosas a las que ha dado importancia. Es tal vez la intuición más fulminante de la esencia de un hombre, la clave para leer su historia y su naturaleza: somos lo que creemos, los dioses que albergamos en nuestra mente, y esta religión, elevada o supersticiosa, nos marca de manera indeleble, se imprime en nuestras facciones y en nuestros gestos, se convierte en nuestra manera de ser.

Convencido de la unidad del universo en todas sus incesantes transformaciones, Marco Aurelio no permitía, sin embargo, que la actividad de la mente se confundiera con el principio vital, como mera secreción fisiológica del cerebro, y exigía que aquella se ensalzara a juicio de ese mismo universo del que era una parte provisional, si bien no carecía de la grandiosa confidencia intelectual con la materia de que está hecha la vida y la conjunción animal que la produce, «choque de membranas y emisión de moco acompañada de un cierto estremecimiento».

El emperador timorato, que se alegraba de no haber dado muestras de su virilidad antes de tiempo sino en el momento adecuado, no temía —a diferencia de sus tardíos sucesores habsbúrguicos a la corona imperial, llamada también romana— el cambio, porque nada puede producirse sin cambio. El soberano filósofo, conocedor de la gran diferencia platónica entre retórica y filosofía, agradecía a su maestro Rustico que le hubiera transmitido la aversión por la retórica y por la poesía, por el hablar elegante. Marco Aurelio ama la verdad y para él la poesía es mentira. Lectores de Saba, nos resulta fácil refutarlo y mostrarle la verdad que puede alcanzar la poesía y que no solo se le escapa a la literatura, a la retórica, sino también a la filosofía.

Es probable que Marco Aurelio no supiera que era un gran poeta, incluso cuando agradecía a los dioses «que no le hubieran metido en la cabeza ser escritor». Su poesía es la del yo moral y se opone a otra poesía, a la disolución fantástica de todos los vínculos, lógicos y éticos, realizada por quien se siente invadido por la divina manía de las musas; se opone a la poesía que escucha los cantos de las sirenas y siente nostalgia por el olvido de los lotófagos. En este sentido el emperador, que sin embargo se mueve en la remota Panonia y muere tan lejos de Roma, en Vindobona, es un sedentario —diría Gadda— que construyó con paciente coherencia su propia personalidad; los poetas nómadas, les vrais voyageurs de Baudelaire, erran sin meta, prueban todas las experiencias desperdiciando intencionadamente su específica identidad personal, se extravían y se disuelven en la nada.

El intrépido viaje de Marco Aurelio, entregado a la construcción de su propio yo, no refuta el de Rimbaud, arrojado a la disgregación y a la abolición de sí mismo. Pero es posible que el emperador quisiera decir, sencillamente, que a la filosofía le bastan el pensamiento y el mundo, mientras que el arte del decir necesita de manuales de poética, prontuarios, bibliotecas, que no es cómodo transportar consigo. Y precisamente en Carnutum escribía, como para prevenir a los futuros viajeros danubianos tan cargados de tomos y bibliografías, que recitan como jaculatorias, en apoyo de su vacuidad: «Despréndete por el contrario de esa sed de libros, si no quieres llegar a la muerte murmurando…».

El Danubio
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