9. UNA TARTA PARA EL ARCHIDUQUE
En 1908 Francisco Fernando, archiduque de Austria-Este y heredero del trono del imperio austrohúngaro, definió la corona de los Habsburgo como una corona de espinas. Esa frase campea en una sala del museo que recuerda al archiduque en el castillo de Artstetten, a unos ochenta kilómetros de Viena, no lejos del Danubio, donde está sepultado al lado de su mujer tan amada, Sophie. Los pistoletazos de Sarajevo impidieron a Francisco Fernando ponerse en la cabeza esa corona, pero aunque se hubiera convertido en emperador y hubiese reinado tanto tiempo como Francisco José, no habría sido sepultado en la Cripta de los Capuchinos, como sus abuelos: quería reposar junto a su mujer y esta, Sophie Chotek von Chotkowa und Wognin, solo era condesa, perteneciente a una de las más antiguas familias de la nobleza checa, y como tal no tenía derecho a ser acogida en la cripta imperial de los Habsburgo, de la misma manera que su linaje excesivamente modesto le impedía, después de su matrimonio con el heredero del trono, residir en la Hofburg y acceder a las carrozas o a los palcos imperiales.
Ahora yacen ambos en la cripta de la iglesia de Artstetten, contigua al castillo, en dos sarcófagos blancos y sencillísimos. De «Franciscus Ferdinandus, Archidux Austriae-Este», la lápida no recuerda su calidad de heredero al trono ni otros títulos o fastos; su existencia queda resumida, en latín, a tres acontecimientos esenciales, acompañados de sus respectivas fechas: Natus, uxorem duxit, obiit. También la historia de Sophie ha sido cifrada y condensada en esos tres momentos. Nacer, casarse, morir: en esta lacónica épica se resume la esencia de una vida, la del archiduque y de todos; cualquier otro atributo, por altisonante que sea, parece secundario y no merece ser recordado o grabado en el mármol. En esa tumba no reposa únicamente un accidental príncipe heredero, sino alguien que fue mucho más, un personaje más universal, un hombre que compartió el común destino de todos.
Su matrimonio con Sophie, su criticada mésalliance con una mujer que solo era condesa, no solo le había obligado a renunciar a la sucesión al trono para sus hijos, sino que le había hecho sufrir amargas humillaciones, una obstinada hostilidad por parte de la camarilla de la corte que encontró la manera de obtener satisfacciones incluso después de Sarajevo, con motivo de sus funerales. Francisco Fernando no había renunciado al trono por amor, como un filisteo romántico, porque su vida adquiría significado en su dedicación a la superior responsabilidad del imperio y solo obedeciendo a esta vocación podía gozar de una vida plena, digna de aquel amor en el que encontraba su culminación, pero tampoco había aceptado la renuncia al amor por el trono, no menos filistea.
Todo el mundo se opuso a aquel matrimonio, incluso su hermano, el archiduque Otto, a quien le gustaba presentarse en el Hotel Sacher desnudo, vistiendo únicamente cinturón y sable, o bien irrumpir a caballo en los cortejos fúnebres judíos y hacer que sus secuaces apalearan a las personas que le criticaban. Como cualquier buen gamberro despreocupado, el archiduque Otto sabía ser gregariamente fiel a las convenciones del rango; la malevolencia de la aristocracia cortesana con respecto a Francisco Fernando hace patente la vulgaridad de todo grupo social que se considera una élite y cree excluir a los demás, cuando él es el que se encierra fuera del mundo, como el borracho del chiste, que gira sobre sí mismo en un diminuto arriate redondo, convencido de que ese arriate es el mundo y que más allá de su murete comienza la prisión en la que están encerrados todos los demás.
En las estancias del castillo de Artstetten, que evocan e ilustran la vida de Francisco Fernando, se percibe la huella de una personalidad contradictoria, un hombre que consideraba, con un pathos anacrónico, que la autoridad del monarca era un poder de derecho divino, pero intentaba utilizarla contra los privilegios aristocráticos en favor de los pueblos más oprimidos del imperio. Cartas, fotografías, documentos y objetos restituyen la imagen de un carácter impetuoso y testarudo, desagradablemente agresivo y fanáticamente autoritario, pero consagrado —con infatigable energía— a una misión suprapersonal y capaz de intensos afectos.
Esas reliquias y esos recuerdos son también las huellas de una felicidad familiar y amorosa que hace envidiable el destino de los dos cónyuges asesinados en Sarajevo. Los retratos muestran a una Sophie hermosa y serena, con cierto parecido a Ingrid Bergman, envuelta en el misterio de una tranquilidad llena de significado y de secretos. La seducción de Sophie es la que emana de las vidas apagadas e insondables en su claridad; las fotografías del archiduque con su mujer nos hablan de la familiaridad de la ternura y la sensualidad, dos cuerpos felices y decididos. Esta armonía se extiende a las imágenes de sus hijos; la pequeña Sophie, durante una fiesta de disfraces en Schönbrunn, con una cinta rosa, mira hacia arriba, por encima de sus dos hermanos, Maximilian y Ernst, a quienes Hitler, al anexionarse Austria en 1938, hizo deportar a Dachau. Las postales de Francisco Fernando a sus hijos están dirigidas a Sus Altezas, pero firmadas «Papi».
Esta amabilidad se tiñe de vulgaridad en las fotografías de cacerías, que revelan la obsesión del heredero al trono por acumular matanzas, una torpe pasión por el récord, por abatir en un solo día dos mil setecientos sesenta y tres gaviotas o matar su ciervo número seis mil. Entronizados sobre una masa de corzos amontonados, el archiduque y el resto de los cazadores se convierten, en una fotografía, en panzudos y toscos matarifes.
En esa epicidad familiar hay regalos, boletines escolares, fiestas, soldaditos, dulces. Quién sabe si la pequeña Sophie, en ese año 1908 en que se vestía de rosa en Schönbrunn y en que su padre pensaba en la corona de espinas, llegó a probar la tarta de la que habla la carta escrita por el emprendedor pastelero Oskar Pischinger, titular de la homónima empresa de especialidades pasteleras, a Su Alteza Serenísima, la consorte del archiduque, elevada por su marido al rango de duquesa. En esta carta, redundante de obsequiosidad y de tenaz contumacia, el humildísimo escribiente se atreve a tomarse respetuosamente la libertad de satisfacer su más íntimo y devoto deseo, o sea de enviar deferentemente a Su Alteza Serenísima la duquesa una tarta inventada por él, para que la pruebe confiando en la dicha de poder recibir a continuación su augusta opinión. Al terminar, Oskar Pischinger se deshace nuevamente en homenajes y agradecimientos, pero insiste en la esperanza de obtener el deseado parecer sobre su creación.
De la casa del archiduque debió de salir evidentemente alguna respuesta, e incluso, según todos los indicios, una respuesta imprudentemente estimulante, porque en una carta posterior el pastelero expresa su agradecimiento y su regocijo al haber obtenido la autorización para denominar oficialmente «duquesa Sophie» a unos Krapfen de crema elaborados por él. Curiosamente, en cambio, la tarta ya no es mencionada; tal vez no había tenido mucha aceptación, pero Oskar Pischinger compensa el presumible fracaso con la buena idea de los Krapfen, cuya denominación promete una buena acogida por parte del público. Sin embargo, la duquesa, arrepentida tal vez por esa autorización concedida con cierta distracción, debió de considerar oportuno dar muestras de frialdad al entrometido pastelero; este, en efecto, le comunica que ha ejecutado inmediatamente el encargo y que ha enviado al Belvedere, donde la familia del archiduque residía durante sus estancias en Viena, los seis Krapfen solicitados por Su Alteza Serenísima. Seis Krapfen —seis pastelitos, tal vez dos por cabeza para los niños— eran poca cosa para una casa archiducal, incluso para la proverbial austeridad de Francisco Fernando.
Detrás de esas cartas cabe conjeturar un relato doméstico; el misterioso silencio sobre la tarta, la verosímil agitación de Oskar Pischinger atareado en preparar los Krapfen, la obra de su vida, los capones que repartiría nerviosamente a sus ayudantes, el parco y frustrante encargo, la minúscula bandeja llegada al grandioso palacio del Belvedere. Un poco más allá, unas fotografías muestran la secuencia del atentado de Sarajevo, tan semejante al de Dallas; en aquellos instantes, entre una fotografía y otra, se dispararon los pistoletazos del suicidio de Europa: es posible que, por los tortuosos caminos de la astucia de la razón, esos disparos, que nos hirieron mortalmente, iniciaran también la liberación de los países de Asia y de África, que las viejas potencias europeas, unidas, habrían podido seguir dominando y explotando.
Es posible que los Krapfen «duquesa Sophie» hayan sobrevivido a la corona de espinas, como la tarta de Pischinger, hoy famosa. El mundo sigue y la epicidad familiar se convierte en objeto de preocupación de sociólogos y religiosos; frente a la cripta archiducal, el tablón de anuncios de la parroquia de Artstetten anuncia, para la semana siguiente, un «día de reflexión para las suegras».