6. LA OLA Y EL OCÉANO
El crisol búlgaro es mucho más antiguo que estas pintorescas mezcolanzas balcánico-caucásicas, tiene otras profundidades mucho más míticas, hunde sus raíces en el arcaico enfrentamiento entre la civilización agraria del Sudeste y los invasores nómadas de las estepas. Bulgaria es un núcleo esencial de la gran Eslavia, es, en efecto, el territorio en el que se crea la lengua de Cirilo y Metodio, paleoeslava o, como la llaman otros, veterobúlgara. Por su parte los protobúlgaros, procedentes de Altai, vadean el Danubio en el siglo XVII con el Khan Asparuh y fundan un poderoso imperio que tiene varias veces en jaque al bizantino, pero son absorbidos poco a poco por los eslavos que habían llegado un siglo antes y a los que ellos habían sometido. Se amalgaman con los vencidos y adoptan su lengua, son absorbidos por la gran fuerza asimiladora y coagulante de la civilización eslava, que a veces, en sus orígenes, parece delegar en otras gentes la función de conducir su expansión, como cuando la eslavización es confiada a los avaros, victoriosos conquistadores que no tardan en desaparecer, y que hacen avanzar la cultura eslava y no la avara.
Pero mucho más profundo que este fondo eslavo, que siempre reaparece, es el tracio, la vastísima comunidad de pueblos que constituye el sustrato de toda la civilización cárpato-danubiano-balcánica. Los tracios, dice Anton Donchev —que ha escrito, con una pietas que incluye también la herencia turca, frescos épico-míticos sobre los orígenes de su país—, son océano; los protobúlgaros hunogonduros y onoguros, que llegan del mar Caspio y del mar de Azov, son ola que mueve y agita ese océano originario; los eslavos son la tierra y la mano paciente que la amasa y le da forma: los búlgaros modernos son la fusión de esos tres elementos.
La búsqueda de los orígenes, a los que Nietzsche desenmascaraba como insignificantes, es un topos de la cultura búlgara y oscila entre la chistosa coquetería y el pathos. Tener un tipo físico protobúlgaro es motivo actualmente de fundados cumplidos; el profesor Rösler, un siglo atrás, estaba convencido de que los protobúlgaros eran una cepa samoyeda. En todo caso, existe una fisionomía búlgara fascinante e imponente que Zlatio Bojadjiev, pintor naïf, ha recogido en sus altos y melancólicos cazadores, en sus nómadas karakachianos absortos y macizos, apoyados en su bastón como reyes pastores.
La literatura búlgara vivió bajo la bandera de la épica hasta 1956, cuando la monumentalidad epicizante, predilecta del estalinismo, empezó a resquebrajarse. Dimitrov, cuya momia, a semejanza de la de Lenin en Moscú, está expuesta en Sofía con ritualidad asiática, había dictado a la literatura su tarea formativa y educativa en una carta del 14 de mayo de 1945 a la Unión de Escritores, que pretendía dirigir la literatura nacional hacia un cauce único. Ahora el panorama ha cambiado; Bulgaria no ha conocido primaveras praguenses ni otoños húngaros, ignora —por lo menos oficialmente— disentimientos o revisionismos, pero el pleno de abril de 1956, el discurso de Zhivkov a la juventud de Sofía de 1969 y el décimo congreso del partido de 1971, por citar solo unos cuantos momentos relevantes, han modificado profundamente la situación literaria. Hoy la novela búlgara, con Ivajlo Petrov, llega a burlarse amablemente del edificante optimismo oficial, como en el delicioso retrato El mejor ciudadano de la república, historia de un buen hombre que es triturado por el proceso y por el itinerario burocrático de la halagadora condecoración que le es concedida. Quién sabe si el pobre tío Anco, abrumado y alterado por los honores que le llueven y por sus consiguientes cargas, es un descendiente de los protobúlgaros.