5. EN EL BARRO PANÓNICO

La televisión húngara transmite Los señores Glembaj, el famoso y virulento drama de Miroslav Krleža, bajo la dirección de János Dömölky. Pocos escritores húngaros han representado el mundo panónico, el mosaico de pueblos y culturas entre Zagreb y Budapest, con la fuerza y la violencia de Krleža, el gran patriarca de la literatura croata. En sus páginas aparece una y otra vez, sombría y obsesiva, una imagen insistente: el barro de Panonia, la llanura croatomagiar empastada de polvo, de pantanos, de hojas marchitas, de las huellas sangrientas que han dejado, a lo largo de los siglos, las migraciones y las luchas de civilizaciones diversas, que en esa llanura y en ese fango se han mezclado y superpuesto como cascos de caballos bárbaros.

Nacido en Zagreb en 1893 y muerto en 1981, Krleža, traducido en los más variados países y a las más variadas lenguas, es un escritor poderoso y excesivo, desbordante de vitalidad elemental y de una vastísima cultura plurilingüística y supranacional. Es el poeta del encuentro y del enfrentamiento entre croatas, húngaros, alemanes y demás gentes del mundo danubiano; es un escritor sobrecargado de cultura y de furor, un intelectual y un poeta expresionista que ama la discusión ensayística pero también los saltos y las fracturas, los desgarros agresivos y la invectiva sarcástica. El tema central de su obra poliédrica y desmesurada es la disolución de la civilización ochocentista, tomada sobre todo en el desmoronamiento del plurisecular imperio austrohúngaro, con el desencadenamiento de las fuerzas irracionales y patológicas procedentes de la agonía de un orden social. De la denuncia de esta orgiástica y nihilista decadencia —representada sobre todo en los Señores Glembaj, cuadro oscuro y cruel del crepúsculo habsbúrguico— Krleža extrae las linfas para su feroz análisis y acusación del totalitarismo, que ve nacer de esa podredumbre y extenderse como un cáncer por la Europa de los años treinta.

Militante del movimiento obrero yugoslavo y arrestado por las autoridades ustachas, Krleža no abandonó el comunismo, pero su precoz y radical disentimiento antiestalinista —en los años de Stalin y de la misma lucha antifascista— le ocasionó gravísimas dificultades con el partido. Entre los acusadores que en aquel tiempo pedían su cabeza se encontraba, sectario y absoluto, Djilas, que después se convertiría en el abanderado del disentimiento. Fue Tito quien siempre defendió a Krleža, por entender —con mayor agudeza que el intelectual Djilas— que Krleža y su independencia constituían un valor insustituible para la nueva Yugoslavia revolucionaria, de la cual, en efecto, el escritor fue padre y patriarca, un gran anciano al igual que el Mariscal.

Nacionalista croata antes de la Primera Guerra Mundial, posteriormente patriota de la Yugoslavia dominada por los serbios pero pronto en desacuerdo con el régimen monárquico reaccionario, Krleža volvió a sus raíces croatas y a la koiné danubiana, que trasladó al internacionalismo marxista del que fue un comprometido y valeroso militante. Su Panonia es un crisol de gentes y de culturas, en el que el individuo descubre la pluralidad, la incertidumbre pero también la complejidad de su propia identidad. En el fango panónico se hunde torpemente la gentry austrohúngara encarnada por la familia Glembaj; en el fango panónico es absorbido el héroe de su libro más notable, El retorno de Filip Latinovicz, aparecido en 1932, por el que Sartre se sentía —tal vez demasiado— fascinado, pues descubría en él una parábola de la identidad individual, un retrato excepcional de la alienación del individuo que se disuelve y se pierde en la nada, adquiriendo conciencia de la descomposición de su propia clase y del resquebrajamiento del propio yo.

Krleža escribió muchísimo, demasiado: poemas, novelas, dramas, ensayos, de valor desigual. Su fuerza reside en la complejidad ensayística, en la capacidad de captar el nexo entre la menuda realidad social, los procesos históricos y las leyes de la naturaleza; en la mirada que descubre, en los gestos más habituales, la corrosión de la muerte, la necesidad del universo, la agregación y disgregación de los átomos, los oscuros ritos biológicos ocultos tras el movimiento de las ideas. Su grave límite es la exuberancia fangosa, el énfasis en lo truculento y en lo abyecto, la exaltación de la podredumbre que a veces le hacen caer en una repetición de lo excesivo y en un fatigoso intelectualismo.

No cabe duda de que la crítica antihabsbúrguica de Krleža es facciosa y unilateral —como lo son, en sentido contrario, muchas idealizaciones nostálgicas del imperio—, pero la verdad poética y moral tiene necesidad en ocasiones de esta pasión sectaria para captar, más allá de la deformación exasperada, un momento esencial de la vida y de la historia, un valor humano absoluto que la objetiva precisión realista no es capaz de captar, como bien saben los grandes poetas satíricos, tendenciosos pero destinados a iluminar, gracias a su obsesión visionaria, algún instante eterno de la vida. Viena no era infame como la representaba Karl Kraus, y probablemente tampoco la antigua Roma era como la describe Juvenal, pero sin la furiosa exasperación de Kraus o de Juvenal no habrían sido desveladas, como a través del violento desgarrón de un velo, algunas de las expresiones extremas, algunas de las muecas anormales que puede asumir el rostro del hombre.

La obra de Krleža, especialmente la tardía novela Banderas que quiere ser una summa, es una enciclopedia de Panonia y un fresco monumental no solo de la vida croata, sino también y sobre todo de Budapest y de Hungría en los primeros años del siglo. Krleža es durísimo y polémico respecto al imperio danubiano, pero hasta su protesta está empapada de la cultura de ese mundo, como revela su ensayo sobre Karl Kraus, la voz de la civilización habsbúrguica que se contesta a sí misma.

En un tardío libro de recuerdos, que evoca, no sin cierto toque de ternura, el mosaico habsbúrguico, Krleža se definió como «alguien de Agram», dando a su ciudad natal, Zagreb, el nombre alemán; la vasta ecumene imperial regia también le había enseñado, como a tantos otros —hasta a su antiguo acusador Djilas, nostálgico hoy de la Mitteleuropa—, a amarla o por lo menos a entenderla a través de la rebelión.

El Danubio
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