4. MORALISTAS Y GEÓMETRAS EN LAS FUENTES DEL BREG
En primer lugar, ese grifo no existe. Recorrer de nuevo el itinerario de Amedeo no resulta difícil. Desciendo los pocos metros que separan mi banco de las fuentes del Breg y remonto el prado, mojándome calcetines y zapatos, en dirección a la casa. El agua brilla entre la hierba, el manantial fluye tranquilo, el verdor de los árboles es agradable, y también su olor. El viajero se siente un poco torpe y mezquino y advierte la objetividad superior del marco que le rodea. ¿Es posible que esos arroyuelos del prado sean el Danubio, el río de los superlativos, como ha sido llamado, con su cuenca de ochocientos diecisiete mil kilómetros cuadrados y los doscientos mil millones de metros cúbicos de agua que arroja cada año en el mar Negro? El riachuelo, que unos centenares de metros más abajo huye y resplandece veloz, merece ya el epíteto de «bellacorriente» con el que Hesíodo define el Istro.
Los pasos hacia la casa se me antojan frases en una hoja de papel, el pie palpa el terreno pantanoso y sortea un charco de la misma manera que la pluma avanza y atraviesa el espacio blanco de la hoja, evita un atasco del corazón y del pensamiento y sigue adelante como si fuera una mancha de tinta, fingiendo haberlo superado, cuando tan solo lo ha esquivado y dejado atrás, irresoluto y resbaladizo. Escribir debiera ser como esas aguas que corren entre la hierba, pero esa frescura espontánea, tímida a la vez que inagotable, ese canto humilde y tortuoso de la vida se parece a la mirada absorta y profunda de Maddalena, y no a la turbia aridez de la escritura, conducción de agua cuyo funcionamiento es a menudo defectuoso.
El alma es avariciosa, se reprochaba Kepler, y se refugia en los rinconcitos de la literatura en lugar de buscar el diseño divino en la creación. Quien solo se confía al papel puede descubrir al final que es una mera silhouette recortada de una hoja, que tiembla y se dobla al soplo del viento. El viento es lo que el viajero desearía, la aventura, la cabalgada en la cima de la colina; desearía enfrentarse, al igual que Kepler Mathematicus, a los designios de Dios y las leyes de la naturaleza, y no solo a las propias idiosincrasias, y desearía que hasta la pequeña subida a la casa fuera un avance glorioso, los tigres de Mompracem que trepan bajo el fuego enemigo para conquistar o liberar la tierra natal. Pero el viento no sopla de cara, sino por detrás, y lleva lejos de la casa natal y de la tierra prometida. Y así es como el viajero se introduce entre sus propias alergias y descompensaciones, esperando que entre esas rendijas, grabadas como cortes en las bambalinas del teatro cotidiano, exista por lo menos un soplo o una corriente de aire procedente de la vida auténtica, oculta por el biombo de lo real. Las maniobras literarias se convierten entonces en una estrategia para proteger esos desgarrones mal remendados en el telón de la lejanía, para impedir que esas mínimas aberturas se cierren del todo; la existencia del escritor, decía monseñor Della Casa, es un estado de guerra.
Subo la cuesta y llego a la casa. ¿Subo, llego? La utilización de la primera persona del singular es cualquier cosa menos incontestable y, sobre todo, un viajero se siente incómodo, ante la objetividad de las cosas, al tropezarse entre los pies con el pronombre personal. Víctor Hugo, mientras vagaba a lo largo del Rin, habría querido arrojarlo, molesto por esa mala hierba del yo que asoma por toda la pluma. Pero un turista no menos ilustre y no menos hostil al egotismo verbal y pronominal, Stendhal, decía, viajando por Francia, que al fin y al cabo es un medio cómodo para narrar.
Así que observo la casa, la rodeo, la inspecciono, la comparo con la descripción epistolar. El problema de todas las ciencias es el de casar los mares del Sur, su azul inmenso y marqueteado, con el mapa geográfico azul de los mares del Sur. Poco propenso a la exactitud, el literato prefiere divagar y moralizar sobre las presunciones de la exactitud científica. Moralistas lo somos continuamente, decía el doctor Johnson, pero geómetras solo por azar.
De todos modos, en la casa no hay ningún grifo. La casa es antigua, la cocina data de 1715; una anciana que aparece en el umbral me invita con brusquedad a no robar y a escuchar, por dos marcos y medio por cabeza, una cinta que describe el pardo hogar, los utensilios setecentistas, los usos y costumbres de una época. Depositamos cinco marcos en la palma de su mano, corteza de árbol antiguo que infunde respeto y sumisión. La cocina es tenebrosa, un antro que huele a pasado y a jamón ahumado, la voz grabada en la cinta es la de la mujer, así se ahorra repetir en cada ocasión la misma historia y se limita a acompañar la audición con gestos autoritarios que integran el relato. Es vieja, dura, solitaria y está familiarizada con su soledad, indiferente a la vida que pasa y a la sombra de la negra cocina en la que siempre ha vivido. Solo cuando su voz en la cinta nombra a Sulina, la lejana boca del Danubio en el mar Negro, su rostro se suaviza y se retrae en una expresión de indefinida ausencia.
No hay ningún grifo, ni en la casa ni fuera. El agua que inunda el prado del que brota el Breg procede de un tubo, plantado verticalmente en el suelo; un poco más arriba se ven unas manchas blancas, y es posible que la nieve que se funde alimente, junto con otros arroyuelos, el agua que empapa la tierra. De todos modos, el agua sube a lo largo del tubo y lo desborda. La vieja ha aplicado al tubo un tronco hueco que forma una especie de canalón. El tubo arroja el agua a ese rudimentario canalón, el cual la vierte a su vez en un cubo, del que la vieja recoge el agua que necesita. El cubo está siempre lleno, y el agua sobrante, que llega sin cesar, desciende a lo largo de la pendiente, inunda y empapa el prado, riega el terreno del que, en la cuenca situada más abajo, brota el manantial del Breg, o sea el Danubio.
No se trata de un descubrimiento. En su gran obra de 1785, el Antiquarius danubiano, pseudónimo de Johann Herm Dielhem, habla de una casa en el monte Abnoba, desde cuyo techo un canalón arroja agua al Danubio y otro al Rin; más adelante cita también una posada, situada a la altura de la carretera de Freiburg y llamada Kalteherberg, Frescotel, en cuyo tejado la lluvia se divide en dos arroyuelos, que van a dar respectivamente al Danubio y al Rin. Así pues, el canalón es, desde tiempos antiguos, un leitmotiv en la debatida cuestión de las fuentes del río. Lo cierto es que en la muy erudita exposición del Antiquarius los canalones arrojan agua a un Danubio que ya existe, mientras que, en la tesis de Amedeo, aparte del desvarío del grifo, el canalón es la fuente del Danubio, es el Danubio. Sabemos muy poco, y antes de proclamar verdades definitivas tendríamos que debatir los problemas por lo menos dos veces como hacían los godos (y a eso se debe que le gustaran a Sterne), o sea, primero borrachos y después pasada la borrachera; por otra parte, los godos juraban también por el dios Istro y en algunas inscripciones de Recia el dios Danubio aparece junto a Jove Óptimo Máximo.