6. MAUTHAUSEN
En este Lager, que no es de los peores, murieron más de ciento diez mil personas. La imagen más terrible, más aún quizás que la cámara de gas, es la gran plaza en la que los prisioneros eran reunidos y alineados para la llamada. La plaza está vacía, soleada y sofocante. Nada mejor que este vacío para explicar la imposibilidad de representar lo que sucedió entre estas piedras. Al igual que el rostro de la divinidad en las religiones que prohíben dibujar su imagen, el exterminio y la abyección absolutos no me dejan describir, no se prestan al arte y a la fantasía, a diferencia de las hermosas formas de los dioses griegos. La literatura y la poesía nunca han conseguido representar de manera adecuada este horror; hasta las mejores páginas palidecen ante el desnudo documento de esta realidad, que sobrepasa cualquier imaginación. Ningún escritor, ni el más grande, puede competir desde su mesa con el testimonio, con la transcripción fiel y material de los hechos ocurridos entre los barracones y las cámaras de gas. Solo quien ha estado en Mauthausen o en Auschwitz puede intentar explicar aquel horror radical; Thomas Mann o Brecht son grandes escritores, pero si hubieran intentado inventar una historia de Auschwitz sus páginas no habrían sido más que edificante literatura de segunda fila en relación con Si esto es un hombre.
Es posible que los testimonios más próximos a esa realidad tampoco los hayan escrito las víctimas, sino los verdugos, Eichmann o Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz —probablemente porque, para explicar lo que era realmente aquel infierno, solo cabe citar al pie de la letra, sin comentarios y sin humanidad—. Un hombre que lo cuente con ira o con piedad lo embellece sin querer, transmite a la página una carga espiritual que atenúa, en el lector, el choque de esa monstruosidad. Tal vez sea esta la razón de que resulte casi molesto encontrar por casualidad, en una inofensiva y amable comida, a un superviviente de los Lager, descubrir en el brazo de nuestro simpático o antipático vecino de mesa el número de matrícula del campo; siempre hay una distancia paralizadora entre su inimaginable experiencia y la insuficiencia de los gestos o de las palabras con que él la explica, haciéndola parecer casi una routine.
El libro más grande sobre los Lager lo escribió, en las semanas que transcurrieron entre su condena a muerte y su ahorcamiento, Rudolf Höss. Su autobiografía, Comandante en Auschwitz, es el relato objetivo, imparcial y fiel de las atrocidades que sobrepasan cualquier medida humana, haciendo intolerables la vida y la realidad, y que deberían sobrepasar y por tanto impedir también su representación, la misma posibilidad de contarlas. En las páginas de Höss el exterminio parece narrado por el Dios de Spinoza, por una naturaleza indiferente al dolor, a la tragedia y a la infamia; su pluma registra imperturbable lo que ocurre, la ignominia y la vileza, los episodios de bajeza y de heroísmo entre las víctimas, las dimensiones monstruosas de la masacre, la grotesca solidaridad automática que se crea por un instante, bajo las bombas, entre verdugos y perseguidos.
Höss no es el burócrata habitual, dispuesto según sean las órdenes a salvar o a asesinar con igual eficiencia; no es un torturador como Mengele, tampoco es Eichmann, que cuenta y reelabora su propia historia porque es interrogado por los israelíes, intentando dejar de pagar el tributo de sus delitos. Höss escribe después de su condena a muerte, sin que nadie se lo pida; el impulso que le empuja a escribir es incierto, no se explica por un deseo de ennoblecer su propia figura, porque el autorretrato resultante es sin duda el de un criminal y el libro parece obedecer a una imperiosa exigencia de verdad, a una necesidad de remachar su propia vida, después de haberla vivido, de protocolarla con precisión, de pasarla de manera impersonal a un acta. Por eso el libro es un monumento, el registro de la barbarie, muy valioso ante los reiterados y abyectos intentos de negarla o por lo menos de atenuarla, velarla. El comandante de Auschwitz, asesino de centenares y centenares de miles de inocentes, no es más anormal que el profesor Faurisson, que ha negado la realidad de Auschwitz.
Desciendo la Escalera de la Muerte, que conducía a la bodega de piedra de Mauthausen. Sobre estos ciento ochenta y seis elevados peldaños los esclavos transportaban piedras, caían por el cansancio o porque los SS les hacían tropezar y rodar bajo las piedras, eran abatidos a palos o a tiros. Los peldaños son bloques desiguales y empinados, el sol abrasa; la masacre está todavía próxima, acuden a la memoria divinidades arcaicas ávidas de sacrificios humanos, las pirámides de Teotihuacán y los ídolos aztecas, aunque unos dioses más modernos y civiles no hayan impedido que los torturadores sigan torturando. El libro de Höss es terrible —terriblemente instructivo— porque su épica concatenación de hechos muestra cómo en la mecánica rueda de las cosas las personas pueden llegar, un paso tras otro, a convertirse no solo en guardias urbanos o cocineros del ejército del Tercer Reich, comparsas del horror, sino incluso en campeones y directores del exterminio, comandantes de Auschwitz.
Los escalones son altos, estoy cansado y sudoroso aunque no cargo pedruscos y no tengo a los SS al lado. Adorno dijo que después de los campos de exterminio es imposible escribir poesía. Es una sentencia falsa, y, en efecto, ha sido desmentida por la poesía, por ejemplo, de Saba, que sabía lo que significaba escribir «después de Maidanek», otro terrible Lager, pero que escribió «después de Maidanek»; es falsa además porque no ha existido únicamente el nacionalsocialismo, y porque después de los Conquistadores, la trata de negros, los gulag o Hiroshima, la rima flor-amor era —es— no menos problemática.
Sin embargo, es una sentencia paradójicamente verdadera, porque el Lager es un ejemplo extremo de anulación del individuo, de esa individualidad sin la cual no hay poesía. Sobre esta escalera de Mauthausen se percibe, físicamente, lo superfluo del individuo, su aniquilamiento, su desaparición; como si fuera un dinosaurio o un okapi, un animal extinguido o en vías de extinción.
No solo la esvástica, sino la historia universal, los procesos generales conspiran en esta desautorización. Las actas del interrogatorio de Eichmann son un documento extremo de una parcelación de la existencia, de la persona y de su actuación, que abolía responsabilidad y creatividad. Eichmann no mata, se ocupa del convoy y del traslado de los que tienen que ser matados; la responsabilidad parece no implicar a nadie —porque cada individuo, aunque su escalafón sea muy alto, solo es un eslabón de una cadena de transmisión de órdenes— o a todos, por ejemplo también a las organizaciones judías, obligadas por los nazis a colaborar y a elegir los judíos que hay que deportar. En estos peldaños, el individuo se siente uno de los grandes números triturados por el Espíritu del Mundo que, evidentemente, da muestras de desequilibrio mental, uno de esos números de matrícula que la competente administración del Lager grababa en el brazo de los detenidos.
Pero sobre estos peldaños el individuo también ha sabido hacerse único e imborrable, mayor que Héctor bajo las murallas de Troya. Aquella joven que, bajo el umbral de la cámara de gas de Auschwitz, se vuelve hacia Höss y le dice despreciativa —como él mismo cuenta— que no ha querido que la seleccionaran, como habría podido hacer, para seguir a los niños que le habían sido confiados, y luego entra segura con ellos en la muerte, es la prueba de la increíble resistencia que el individuo puede oponer a lo que amenaza con aniquilar su dignidad, su significado. En los diferentes Lager y también sobre esta escalera de Mauthausen se han producido muchas de estas gestas, de estas Termópilas que detienen la marea de la abyección.
Mientras permanezco en la escalera, tengo ante mis ojos una fotografía de las muchas que he visto poco antes en el Lager. Es la fotografía de un hombre sin nombre, por el aspecto probablemente un balcánico, un europeo sudoriental. El rostro está desfigurado por los golpes, los ojos son dos grumos hinchados y ensangrentados, la expresión es paciente, de humilde y sólida resistencia. Viste una chaqueta remendada, en los pantalones se ven unos parches cosidos con cuidado, con amor al decoro y a la limpieza. Ese respeto de sí mismo y de la propia dignidad, mantenido en el corazón del infierno y dirigido incluso hacia sus propios pantalones andrajosos, hace que los uniformes de los SS, o de las autoridades nazis que visitaban el Lager, se perciban en todo su miserable travestismo carnavalesco, trajes alquilados en el monte de piedad, con la convicción de que un baño de sangre conseguiría hacerlos durar un milenio. Duraron doce años, menos que el viejo anorak que suelo llevar cuando viajo.