12. LA GUÍA DE SIGMARINGEN
Entre los muros de este castillo sobre las orillas del Danubio otro primer actor del sangriento teatro del siglo, Céline, vivió, sufrió e interpretó el desarraigo y la pesadilla de la guerra total. Veía cómo el río chocaba furioso contra los arcos y se imaginaba cómo, feroz y destructor, arrollaba torres, salones y porcelanas y los arrastraba consigo hasta el delta, desmenuzando y sepultando la historia entre los detritus fangosos de los milenios. Ese fantasma de aniquilación final le proporcionaba un agrio bienestar, le invitaba a confundir su fuga acosada con una derrota cruel e insensata de todas las cosas.
El día es azul pálido, el olor de nieve y el tranquilo Danubio, con sus patos y sus ocas, no sugieren imágenes de destrucción al germanista que viaja, cuarenta años después, sin las bombas de la RAF sobre su cabeza y sin ser perseguido por los senegaleses de la brigada Leclerc con las dagas ya desenvainadas. Todos los lugares, a lo largo del camino, invitan a detenerse: el viajero no tiene la obsesión de huir, sino que le gustaría pararse, llevarse consigo personas y paisajes, hasta la habitación del hotel de Tuttlingen, que dejó hace pocas horas, y las horas pasadas en aquella habitación, las aguas del sueño y el ánfora surgida de aquel mar. El viaje es la fidelidad del sedentario, que afirma en todas partes sus hábitos y sus raíces e intenta engañar, con la movilidad en el espacio, la erosión del tiempo, para repetir siempre las cosas y los gestos familiares: sentarse a la mesa, charlar, amar, dormir. Entre las frases latinas que adornan, con la autoridad de la lengua muerta, las salas del castillo de Sigmaringen, hay una que celebra el amor al lugar natal, el espíritu residente, arraigado en su propia morada y carente de la manía de abandonarla: «Domi manere convenit felicibus», conviene a los felices quedarse en casa.
El castillo de Sigmaringen, que se alza sobre las orillas del joven Danubio, no ha sido un lugar de armonía y de paz sino más bien de partidas, de fugas y de exilio. Incluso entre sus señores, los príncipes de Hohenzollern-Sigmaringen, son especialmente recordados los que partieron para convertirse en soberanos de países extranjeros (como Carol I de Rumanía, en el siglo pasado) y los que expulsaron aquella noche de 1944 para dejar sitio al gobierno colaboracionista francés de Vichy que seguía la retirada del ejército alemán, a la corte irreal e impotente del mariscal Pétain y de Laval, su primer ministro. En ese castillo se consumó una escena de la tragedia que fue testigo de la degeneración de Alemania y, a continuación, del crepúsculo del elemento alemán en la Europa danubiana.
Una chica hace de cicerone a los visitantes del castillo. Con una cantilena mecánica desgrana e ilustra la Historia y el Arte, tapices del siglo XVII, cañones regalados por Napoleón III. Cuando le pregunto dónde vivía el mariscal Pétain, se encoge de hombros, perpleja, con el aspecto de oír este nombre por vez primera: un poco después, al señalar unas habitaciones, dice que eran el apartamento de Laval. Las palabras «Vichy» y «Laval» le despiertan la memoria y la lengua con datos y detalles, pero nunca ha oído hablar de Pétain.
Este saber intermitente de la desinformada guía turística le habría gustado a Céline, que lo habría interpretado como la tragicómica esquizofrenia de la historia que él había vivido precisamente en Sigmaringen, adonde había llegado siguiendo al gobierno de Vichy en su catástrofe. En De un castillo al otro, que describe y dilata su estancia en Sigmaringen, Céline escribe: «Si balbuceo y digo tonterías, me parezco, en el fondo, a muchos guías»; en efecto, su libro es, a su manera, un baedeker, un compendio de historia o bien, para Céline, de su insensato delirio. En Norte, ya vaticinaba que diez años más tarde la gente no sabría quién era Pétain, o lo confundiría con el nombre de una droguería.
Cuando se encontraba en Sigmaringen con su esposa Lucette, su amigo Le Vigue y su gato Bébert, entre los colaboracionistas y los demás furtivos, en un caos de prófugos de todas las nacionalidades, Céline ya había sido definido por Radio Londres como «un enemigo del hombre»; para toda la opinión del mundo libre no era el más insigne escritor popular de sus primeros libros, que habían denunciado el embrutecimiento existencial y social, sino un infame traidor, el cómplice de los nazis, el antisemita de los panfletos, contra los judíos, ahora acosado y reducido a hez del mundo como los verdugos nazis. En ese palacio de cartón piedra, entre las máscaras maliciosas de los antiguos retratos feudales, Céline calmaba como podía los sufrimientos de algún enfermo, proporcionaba morfina a quien gemía y cianuro a quien veía acercarse el ajuste de cuentas; más abajo, el Danubio, con sus meandros formados por los siglos y con su tradición imperial, le parecía el pútrido río de la historia o sea de la suciedad y de la violencia universal. En el chapoteo del Sena y en la respiración del mar, Céline había oído la voz de una vida no corrompida por la historia, lirismo absoluto y desprovisto de mentira; el Danubio, cargado de historia, le inspiraba, por el contrario, horror y todos los grandes personajes de sus siglos eran para él «gángsteres danubianos», como los príncipes de Hohenzollern-Sigmaringen.
Céline desprecia a los nuevos señores del castillo de Sigmaringen, a los que, sin embargo, ha unido su destino debido a su opción fascista; los desprecia porque están arriba, porque no comparten la abyecta miseria y los retretes atascados de sus secuaces, porque creen —como Pétain— «encarnar» algo superior y viven, por tanto, en la falsedad, alejados del fango y del estiércol de la existencia auténtica. Céline habla, en cambio, desde el bajo rebullir del dolor feo e inmediato, grita con la voz desgarrada de las criaturas machacadas; repite una y otra vez lo que hay de inaceptable e insensato en el mal. Su absoluto se convierte en distorsión y acaba por situar en el mismo plano a todos los actores que tienen alguna relevancia en la historia, Hitler y León Blum, ya que todos ellos se le antojan en igual medida expresión de voluntad de potencia, beneficiarios del favor de las masas y, por tanto, poseedores de poder. Como un Mesías doliente y culpable, se identifica con los carniceros nazis, porque les ve perdedores.
En el Carnaval fétido y sanguinario de Sigmaringen todo le parece insensato e intercambiable: el impotente Pétain, el loco Corpechot, que se proclama almirante del Danubio, Laval, que en semejante colapso nombra a Céline gobernador de las islas de Saint-Pierre y Miquelon, los colaboradores franceses, las bombas americanas y los Lager nazis se confunden en un mismo sabbath atroz. Céline vive en su propia piel esta desconexión, este «hilo de la Historia que me traspasa de parte a parte, de arriba abajo, de las nubes de mi cabeza al agujero del culo».
Céline ha visto el rostro de la Medusa, el vacío que hay detrás de la confusión y de la podredumbre de las cosas, como en las casas desventradas por las bombas detrás de cuya fachada, que sigue en pie por pura casualidad, no hay nada. También ha recorrido enfáticamente esta epifanía de la nada, que —como cualquier experiencia de lo absoluto— puede ser objeto de una fulguración instantánea, pero no de una predicación insistente. Gigi, que tanto ama a Céline, sabe contemplar a la Medusa tan bien como él, pero la sanguínea benevolencia con que lo disimula, haciendo tute de reyes o sirviendo vino, rinde tal vez más justicia al todo y a la nada de la vida.
Grandeza y caída conviven en toda la obra de Céline. En el más monstruoso de sus libros, Bagatelas para una matanza —una de las poquísimas transgresiones auténticas, culpables y punibles, entre tantas inocuas licencias de literatos deseosos de transgredir pero con la garantía de la inmunidad y de la hermandad—, aparece el prolijo y aburrido desahogo de un tendero pequeñoburgués que cae en todos los prejuicios de su clase pauperizada y desorientada, pero también encontramos una genial y desgarrada instantánea del siglo XX, de la que ya no se podrá prescindir. La mirada de Céline, oscurecida pero también agudizada por el odio, enmascara el frenético activismo de la industria cultural, recogiendo en su estéril y frígida excitación, en su perenne y ansiosa eyaculación precoz, una sorda carga de violencia. Esa febril movilización, que recluta imperiosamente al individuo en las maniobras militares de los simposios, debates y entrevistas, en el histerismo de una habitación atestada, de un mundo que lleva escrito en cada una de sus puertas: «completo».
La conciencia colectiva, que no quiere superar la violencia pero que tampoco se atreve a mirarla a la cara, sublima el egoísmo y la prepotencia en un vacuo culto al sentimentalismo y a la pasión, en esa cultura que Céline ha definido de forma fulminante como «bidet lírico». Este último, que desconoce la Verdad elemental del sexo y la totalizante del amor, es el reino de las grandes mentiras intermedias, la poemización de la actividad gonádica, los pálpitos del amour-passion destinados a justificar el engaño y el autoengaño. Poeta del sexo y de la nostalgia del amor, Céline ha desenmascarado implacablemente la falsificación sentimental, la ausencia de auténtico sexo y de auténtico amor, ese aflujo de sangre en el bajo vientre que siente la necesidad de ennoblecerse subiendo hacia arriba y exhalando un conmovido suspiro, la incapacidad de amar y la vileza de aplicar al sexo, cuando no se ama, una muleta sentimental que acaba por hacer tropezar a los demás y romperles una pierna. El bidet lírico, a diferencia de las grandes religiones, siente siempre la necesidad de dorar la píldora.
El reaccionario Céline, acuciado por la obsesión de una próxima guerra de exterminio total, se convierte en voz estridente y poderosa de un malestar real, aunque las medicinas que él propone sean a su vez síntomas y efectos devastadores de la misma enfermedad, recetas vitales que suenan a involuntaria parodia de las grandes páginas del Viaje al fin de la noche abiertas de par en par sobre el abismo de la muerte.
Así que el gran rebelde, que en el Viaje ha escrito páginas inolvidables sobre el horror de la guerra y sobre la incapacidad de los hombres de imaginarla realmente incluso mientras la viven, acaba por celebrar la línea de fuego como momento de la verdad; el poeta de la infancia brutalmente maltratada acaba por añorar la sana educación carente de consideraciones y expeditiva en las palizas; el escritor panfletario hace suyas las horribles banalidades antisemitas que el narrador había puesto en boca, como necios prejuicios, de la figura del padre en Muerte a crédito; el anarquista que hablaba en nombre de los oscuros deplora que las iglesias cristianas hayan corroído la supremacía de los blancos. Su trilogía de la Segunda Guerra Mundial une en una única mentira global todas las ideologías, derecha e izquierda, democracia, fascismo y el mismo antisemitismo, en un rechazo global de la sociedad que ya no ve la conjura mundial hebraica, sino la conjura mundial de todos los vencedores y poderosos, hebreos incluidos, la alianza de los bancos, el vietcong y las estaciones espaciales.
Céline se ha dejado deslumbrar por la revelación del mal. Ha escuchado la voz de la abyección, decía Bernanos, como un confesor de un barrio miserable; sin embargo, no ha sido capaz, como lo son en ocasiones los viejos confesores, de echar una cabezadita entre un penitente y otro, cansados de la repetición de los previsibles pecados, no ha visto la estereotipada banalidad del mal. Al igual que otros escritores franceses de su generación, que creían poder decir con Gide «J’ai vécu», también él buscaba «la vida», sin sospechar la megalomanía de tal pretensión. Aullando, como él mismo escribía, creía defender la virgen y salvaje inocencia del yo. Se vanagloriaba, con desprecio, de no ser un empleado, como si ello pudiera garantizarle una autenticidad especial y como si las broncas de Hemingway tuvieran que ser, a priori, más poéticas que los documentos burocráticos redactados por Kafka.
Utilizar el término «empleado» como una injuria no es más que una vulgaridad banal: en cualquier caso Pessoa y Svevo lo habrían aceptado como un justo atributo del poeta. Este último no se parece a Aquiles o a Diomedes, que se enfurecen en el carro de guerra, sino más bien a Ulises, que sabe que no es nadie. Su manifestación es esta revelación de la impersonalidad que lo disimula en la prolijidad de las cosas, de la misma manera que el viaje borra al viandante en el rumor de la calle. Kafka y Pessoa no viajan hacia el fin de una noche tenebrosa, sino de una mediocridad incolora todavía más inquietante, en la que descubren que solo son un perchero de la vida, en el fondo de la cual puede haber, gracias a dicha conciencia, una extrema resistencia de la verdad.
El Mesías llegará para los anónimos y los silenciosos, no para los atletas de la Vida; para el «povareto» Virgilio Giotti, cuya poesía resplandece modesta e incorruptible entre el amor por su mujer y sus hijos y su empleo en el ayuntamiento, no para el pomposo Pablo Neruda, que titula sus memorias Confieso que he vivido. Con uno de sus toques de grandeza, Céline reconoce además la vanidad de cualquier exhibición de vitalismo personal: «Ma vie est finie, Lucie, je ne debute pas, je termine dans la littérature». Sabe sentir una atormentada piedad por el individuo concreto, como por los niños mongólicos de los que se ocupa durante su fuga a través de Alemania y en cuyos ojos percibe una dignidad que podría derrotar al matadero de la historia, pero no sabe reconocer sus propios errores. Nunca pronuncia una palabra de auténtico arrepentimiento después del exterminio de los judíos, incapaz de advertir la humanidad concreta de personas que no ha conocido personalmente.
En el castillo de Sigmaringen hay una iglesia y un museo. En uno de los tres episodios de la leyenda de Santa Úrsula, pintados hacia 1530 por el Maestro del Altar de Thalheim, destaca el malvado ojo de un arquero: crucifixiones y coronaciones de espinas muestran multitudes bestiales, jetas crueles, narices obscenas, lenguas repelentes. Céline tal vez se habría reconocido en esa dolorosa violencia, plebeya y elemental, porque sabía que también él pertenecía a la misma anónima multitud popular retratada por el Maestro de Messkirch en sus Anunciaciones y Natividades. Por esto fue grande: solo la experiencia de la miseria proletaria ha permitido a algunos reaccionarios ser auténticos poetas, pese a sus opciones aberrantes; Hamsun y Céline lo son, gracias a su odisea de hambre y de oscuridad, cuya ausencia hace estéril la pátina aristocrática de Jünger.
Anárquico y autopunitivo, Céline pagó un precio, poético e intelectual, por el desprecio del que se alimentó. El desprecio puede resultar un juego fácil; cualquier frase, actitud, afirmación humana parece estúpida a quien la escucha con una especie de prejuicio metafísico, situándola sobre el fondo vago, impalpable e inefable de la vida, contra el cual cualquier principio moral parece insuficiente y presuntuoso. La declaración de los derechos del hombre suena tan ridícula como una fanfarronada, porque no cabe duda de que está despiadadamente desproporcionada con el abismo de la existencia. Pero quien la acoge con una sonrisa presuntuosa, considerándose el inspirado y connatural intérprete de ese abismo, es por lo menos casi tan fanfarrón y desproporcionado como la esfinge. Céline puede reírse de quien habla de democracia, pero, con igual derecho, el último charlatán, en razón de esa mecánica lógica de la irrisión, podría reírse de cada una de sus palabras. No cabe duda de que Céline es también un Tartufo, aunque se proteja poniendo esta injuriosa definición de sí mismo en boca del profesor Y. «Mes accusateurs sont tous des employés; moi, non», nos hallamos, sin duda, ante una expresión tartufesca. Lo cierto es que Kafka, que era un empleado, no era más filisteo que él. Sí, pero Kafka era judío.