1. LA GAMBA ROJA
Bratislava. En la antigua farmacia La Gamba Roja, en la calle Michalská, un fresco, en el techo del vestíbulo, representa al dios del tiempo. Las pociones y las mezclas que le rodean en ese atrio, como un tranquilo desafío, y el docto libro abierto de par en par delante de él prometen exorcizar su poder y frenar su avance. Esa botica del siglo XVIII —convertida ahora en Museo Farmacéutico— parece un ordenado y simétrico desfile militar, la exposición de un discreto pero tenaz arte de la guerra contra Cronos. Los potes azul cobalto, verde esmeralda o azul celeste, adornados con dibujos de flores y versículos bíblicos y alineados sobre los estantes, parecen las hileras de soldaditos de plomo en las láminas que reproducen las formaciones de batallas famosas; las tinturas, los bálsamos, las melisas, los halopáticos, los depurativos, los eméticos están en su sitio, dispuestos a intervenir de acuerdo con las exigencias estratégicas y los asaltos del enemigo. Hasta las etiquetas con sus abreviaturas, recuerdan siglas militares: Syr., Tinct., Extr., Bals., Fol., Pulv., Rad.
El arte del boticario quiere derrotar el deterioro de los años, restaurar el cuerpo y el rostro como se restaura la fachada de un edificio. En el pequeño museo se está bien, hay tranquilidad y frescor, en este tórrido verano, como en una iglesia o debajo de la pérgola de una posada; se disfruta de una discreta y agradable intimidad burguesa mientras se contemplan los alambiques de un laboratorio de alquimia, el busto de Paracelso que recuerda su actividad en Bratislava, los potes de acónito y cinamomo, los documentos de la farmacopea renacentista e ilustrada, la estatua de madera de Santa Isabel, protectora de los boticarios barrocos.
Este museo de los remedios contra los ataques del tiempo es un museo de la historia, que del tiempo es a la vez el brazo secular —el instrumento del devenir y de sus devastaciones— y el remedio, la memoria y el salvamento de lo que ha sido de la consunción y del olvido. Junto a la revista austríaca de la Unión de Farmacéuticos se ve, en los estantes, el manual de Pharmacopea Hungariae, un tomo enorme, Taxa Pharmaceutica Posoniensis de Ján Justus Torkos, editado en 1745 en cuatro lenguas, latín, eslovaco, húngaro y alemán. Bratislava, la capital de Eslovaquia, es un corazón de esa Mitteleuropa formada por la estratificación de los siglos que permanecen siempre presentes, de las laceraciones y de los conflictos sin resolver, de las heridas sin cicatrizar y de las contradicciones sin conciliar. La memoria, a su manera un arte médico, todo esto lo conserva bajo vidrio, los labios de las heridas y las pasiones que han inferido.
En la Mitteleuropa se ignora la ciencia de olvidar, de traspasar los acontecimientos a los documentos y a los archivos; ese manual farmacéutico en cuatro lenguas y ese adjetivo, «Posoniensis», me recuerda que en el instituto discutíamos con algunos amigos sobre las respectivas preferencias por uno u otro de los nombres de la ciudad: Bratislava, el nombre eslovaco, Pressburg, el alemán, o bien Pozsony, el húngaro, derivado de Posonium, la antigua avanzadilla romana sobre el Danubio. La fascinación de estos tres nombres irradiaba lo sugerente de una historia compleja y plurinacional, y en la predilección hacia uno u otro de ellos se expresaban, de modo algo infantil, actitudes básicas respecto al Espíritu del Mundo: la instintiva exaltación de las grandes y poderosas civilizaciones que, como la alemana, realizan la gran historia, la admiración romántica por las gestas de los pueblos rebeldes, caballerosos y aventureros como los magiares, o bien la simpatía por lo que es menor y oculto, por los pequeños pueblos que, como los eslovacos, siguen siendo largo tiempo un sustrato paciente e ignorado, una tierra humilde y fecunda que espera durante siglos el momento de su florecimiento.
En Bratislava, ciudad famosa en el pasado por sus valiosos artífices y coleccionistas de relojes, reunidos ahora en el museo de la calle Zidovská (judía), se advierte la imperiosa presencia de épocas tejidas de conflictos. La capital de uno de los pueblos eslavos más antiguos fue, durante dos siglos, la capital del reino de Hungría, cuando esta, después de la batalla de Mohács en 1526, fue ocupada casi totalmente por los turcos; a Bratislava acudían los Habsburgo a ceñirse la corona de San Esteban y la joven María Teresa vino a pedir ayuda, después de la muerte de su padre, el emperador Carlos VI, a la nobleza húngara, presentándose con su hijo José, recién nacido, en brazos. En la ciudad, entonces, solo se tenía en cuenta al elemento dominante húngaro o, como máximo, el austroalemán; al sustrato campesino eslovaco no se le reconocía dignidad ni relevancia.
Antes de 1918, los vieneses consideraban a Bratislava casi un agradable suburbio, al que se podía llegar en menos de una hora para paladear sus vinos blancos, cuya tradición ya estaba en pleno apogeo en los tiempos del reino eslavo de la Gran Moravia, en el siglo IX, y sobre los cuales vela San Urbano, patrono de los vendimiadores. Paseando por la ciudad, entre encantadoras plazas barrocas y rincones abandonados, se tiene la impresión de que la historia, al pasar, se haya olvidado aquí y allá muchas cosas, todavía llenas de vida, que resurgen. Ladislav Novomeský, el mayor poeta eslovaco del siglo XX, habla, en uno de sus poemas, de un año olvidado en el café como un viejo paraguas. Pero las cosas reaparecen, y en uno u otro momento acabamos por tener de nuevo en la mano los paraguas de nuestra vida, abandonados aquí y allá.