22. LAS SEIS ESQUINAS DE LA NADA

Sé que tú amas la nada, y no por su valor, que es mínimo, sino porque se puede jugar con ella de forma expresiva y leve, como un gorrión ruidoso, y creo que un regalo te resulta más querido y bienvenido cuanto más se acerca a la nada. El regalo que Kepler envía, para el Año Nuevo de 1611, a su amigo y protector Johannes Matthäus Wackher von Mackenfels, es el pequeño tratado Strena seu De Nive Sexangula, que comienza con estas palabras y se pregunta por qué la nieve cae condensándose en pequeñísimas estrellas de seis puntas, jugando, durante la jocosa y rigurosa investigación, con el irónico espacio que oscila entre el mínimo y la nada. El opúsculo, que se remonta al período praguense del científico, se vende ahora en la entrada del Museo Kepler de Regensburg, que ocupa la casa donde murió, en 1630, y que también conserva, entre sus instrumentos y aparatos que construía para sus experimentos, la bota, a la que amaba tiernamente, con el modo de señalización que él había confeccionado para calcular exactamente en cada ocasión cuánto vino quedaba.

La literatura barroca abunda en Elogios y Glorias de la Nada, en agudezas intelectuales y poéticas fascinadas por la impensabilidad de su objeto, la Nada, más difícil de aprehender que todo lo que pueda serlo la eternidad de Dios, y por el deseo de desafiar o vencer esa imposibilidad conceptual. Kepler quiso explicarse la formación del cristal de nieve de seis puntas y al exponer las diferentes hipótesis, valoradas cuidadosamente y descartadas, realiza una serie de sustracciones y negaciones, se desliza por mínimos intersticios y dimensiones imperceptibles, hasta el punto de que el regalo que ofrece a su amigo corre el peligro de dispersarse como el agua del Coaspes, que los persas ofrecían a su rey llevándola en la palma de la mano.

El tono jocoso reduce a nugella, a nonada, el tratado, pero más allá del velo del humor habla el científico que cree en la verdad y en la exactitud, que descubre en la geometría la divina proporción de lo creado y la estudia con rigurosa precisión, sabiendo que el conocimiento enriquece el sentido del misterio y que el misterio auténtico no es aquel al que la mente se rinde con complacida superstición, sino aquel que la razón no cesa de indagar con sus instrumentos. El geómetra es quien se aproxima al proyecto divino. Sir Henry Wotton escribía en 1620 a Bacon que en Linz había visto, en el estudio de Kepler, un cuadro de este, un paisaje, y añade que Kepler le había dicho: «Yo pinto los paisajes como un matemático».

Los colores, las luces, las sombras, los árboles, los matorrales, la variedad de la naturaleza que parece verborreica y desordenada obedecen a leyes, proporciones, relaciones, son un juego de ángulos y de líneas y el matemático es quien capta su auténtico rostro. Pero un matemático, escribe Kepler a su noble protector, no tiene nada y nada recibe; tal vez porque su bolsillo está vacío y su lápiz juega con la abstracción, introduce una nada en el rotundo signo del cero, conoce únicamente los signos y no las cosas. Por eso le complace ocuparse de la nieve, que se disuelve en una nada y que en latín —nix, nivis— suena tan parecido al Nichts, la nada.

Kepler se sentía apegado a la idea de que el sistema solar estaba de algún modo en el centro del universo, detestaba el infinito que para él era el caos y devolvió el ánimo al Señor ayudado por el párroco evangélico de Regensburg, Sigismund Christoph Donauer, que le reconfortó «virilmente, como conviene a un siervo de Dios». Pero en su ágil tratado sobre esa nada de la nieve descarta, elimina, niega, avanza mediante exclusiones, imitando casi la disolución de un copo de nieve. El «Mathematicus, Philosophus et Historicus», como él mismo se consideraba, vivía felizmente en un cosmos creado por Dios, pero nuestra exactitud se ha hecho menos recomendable y tal vez no nos convenga pintar como matemáticos el paisaje de nuestra vida. La operación podría acabar en una sustracción inexorable y sencillísima, cuyo resultado —un cero redondo y blanco— sería semejante a esa nieve, a una informe desaparición de todo el paisaje y de su habitante.

El Danubio
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