1. EL MANIQUÍ DEL POETA

Viena. En una mesita, entre las primeras a la izquierda según se entra en el Café Central, está sentado el maniquí de Peter Altenberg, con sus ojos melancólicos y hundidos y sus famosos bigotes de morsa. Entre las mesitas ocupadas por la gente, el maniquí de Altenberg lee el periódico. Sentado cerca de él, olvido de vez en cuando que ese bigotudo e inmóvil señor, con un traje pasado de moda y un aire vagamente familiar, es falso. Como sucede con frecuencia en los cafés, echo una mirada furtiva al periódico que sostiene en la mano; es posible que sea el de hoy, el mismo que estamos leyendo nosotros, puede que un camarero se lo coloque cada mañana entre los dedos.

En estas mesitas vienesas, a principios de siglo, Peter Altenberg —el poeta sin casa, que amaba las habitaciones anónimas de los hoteles y las postales ilustradas— escribía sus parábolas fulminantes e impalpables, sus breves esbozos dedicados a esos pequeños detalles, una sombra en la cara, la ligereza de un paso, la brutalidad o la desolación de un gesto, en los cuales la vida manifiesta su gracia o su nulidad y la historia muestra sus resquebrajaduras aún imperceptibles, los indicios de un próximo ocaso. Mi vecino artificial se disimulaba en la penumbra de aquel ocaso, se ocultaba en el anonimato y en el silencio, rechazaba —condenado, en la primera posguerra, al hambre— una oferta de trabajo, diciendo que solo podía ocuparse de llevar a término su propia vida. Aquí se sentaba también Bronstein alias Trotski, tan a menudo que un ministro austríaco, informado por los servicios secretos de los preparativos revolucionarios en Rusia, había contestado, según la famosa anécdota: «¿Y quién va a hacer esa revolución en Rusia? ¿No será ese tal señor Bronstein, que se pasa el día entero en el Café Central?».

Ese pelele no recuerda al auténtico Altenberg, porque precisamente él, mientras escribía sus apólogos en esas mesitas como sobre las tablas de un naufragio, sabía cuán confusas eran la vida verdadera y la falsa y no se le habría ocurrido ser mucho más auténtico que ese maniquí. La propia existencia era un teatro en el que también se era espectador y el propio Altenberg exhortaba a no tomársela más en serio —pero tampoco menos— que un drama de Shakespeare, a sentirse dentro y fuera de él, a salir de vez en cuando para dar cuatro pasos, de noche, para respirar un poco de aire fresco, mezclando las experiencias vividas con las no vividas.

En el Café Central se está al mismo tiempo en un sitio cerrado y al aire libre, en una ilusión de ambos estados; por las elevadas cristaleras de la cúpula, que recubre una especie de jardín interior, desciende una luz diurna que hace olvidar los cristales, pero nunca podría descender la lluvia. La gran cultura vienesa había desenmascarado la creciente abstracción e irrealidad de la vida, cada vez más absorbida en los mecanismos de la información colectiva y transformada en su propia puesta en escena. Altenberg, Musil y sus grandes contemporáneos comprendieron a fondo cuán difícil estaba siendo distinguir la existencia, incluso la propia, de su imagen reproducida y multiplicada en innumerables copias; la falsa noticia de la crisis de un banco de la crisis verdadera que esa noticia provoca, induciendo a todos los clientes a retirar sus depósitos; la historia de Mayerling del cliché que la transforma en espectáculo. Ahora se exhiben los que habían denunciado la exhibición de nuestra vida, sin hacerse ilusiones de estar inmunes; ese verosímil maniquí de Altenberg exhibe esta ficción al cuadrado y Viena es el lugar de esta representación de la representación de la existencia.

Pero los vagabundos que garrapateaban sobre estas mesitas defendían, irónicos y desengañados, un estrecho margen de su irreductible individualidad, las esquirlas de un hechizo —algo irrepetible, que no se deja achatar completamente en la serialización—. Para ellos la verdad oculta o inaccesible no era inexistente, y sobre todo no anunciaban satisfechos su muerte, como los parlanchines teóricos de la insignificancia. En Viena la realidad contemporánea idéntica al espectáculo de sí misma, como aquella descrita de forma tan genial por Altman en su película Nashville, se superpone al sentido barroco del mundo como teatro en el que se interpretan, incluso de manera inconsciente, personajes y papeles de significado universal. Nuestro discreto y ceñoso vecino sugiere, de todos modos, que no nos tomemos demasiado en serio lo que está sucediendo, que recordemos que las cosas son así, también y sobre todo por casualidad, y que también podrían ser perfectamente de otra manera.

El Danubio
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