6. TRISTEMENTE MAGIAR
El Danubio enfila las ciudades como perlas. Györ, que en 1956 era el centro de las reivindicaciones más radicales y daba ultimátums a la más moderada Budapest y al propio gobierno Nagy, considerado demasiado filocomunista, es bella y tranquila, las calles antiguas conducen como un paseo dominical a las orillas del río, con sus quais y el agua verde de la Raba que confluye en el curso del Danubio. En el número 5 de la Dr. Kovacs Utca, nobles y fieros mostachos magiares adornan en un medallón el rostro de Petöfi; en la iglesia de los Jesuitas las hojas verdes y doradas por el sol enmarcan las ventanas y los rostros se dibujan por un instante contra la luz, con una belleza más desgarradora que la de las vidrieras góticas. En la Alkotmany Utca vivió Napoleón; los balconcitos lucen un tranquilo y mesurado señorío, cariátides y leones que sostienen sables.
Komárom-Komárno (o Komorn), que se encuentra en gran parte sobre la otra orilla del Danubio, en Checoslovaquia, es una pequeña concentración de los símbolos de la magiaridad. La estatua de Klapka, el general de 1848, resume el espíritu rebelde magiar; la placa que recuerda el nacimiento de Mór Jókai alude a ese ilusionismo nacional, tan cultivado especialmente después del Compromiso, con el que la clase dirigente húngara se dotaba de una máscara de vitalidad y esplendor, transformando la magiaridad en el cliché de la misma. Criado en la atmósfera optimista del liberalismo, Jókai traza un brillante retrato de esa aristocracia húngara que el barón József Eötvös, también él novelista y autor en 1868 de una inspirada ley sobre las nacionalidades que ha sido incumplida con frecuencia, describe, por el contrario, como opresiva y parásita.
La gran literatura húngara no es la que exalta el esplendor de una Hungría heroica, sino la que denuncia la miseria y la oscuridad del destino húngaro. Hasta Petöfi, el cantor de la patria y del Dios de los magiares, critica el inerte egoísmo de los nobles y la nación perezosa. Endre Ady canta a la «tétrica tierra magiar», se define como «tristemente magiar» y proclama que «los Mesías magiares son mil veces Mesías», porque en su país las lágrimas son más saladas y se consumen sin haber redimido nada. Quien nace en Hungría paga un tributo a la muerte, porque —dice otro poema— es un fétido lago de muerte; los exhaustos húngaros son «los bufones del mundo» y el poeta lleva en su interior, dolorido, la melancólica llanura.
La literatura magiar es una densa antología de estas heridas, de esta sensación de abandono y de soledad que lleva a los húngaros a sentirse, como dice un poema de Attila József, «sentados en el borde del universo». László Németh, el jefe de fila de los escritores populistas, ha hablado de una condición de «permanente agonía» de la literatura húngara. Una pregunta se plantea, como un estribillo, en Hungría, desde la batalla de Mohács a la revolución de 1956: ¿De modo que seremos siempre derrotados? ¿Cuándo vencerán por fin los húngaros? Es una pregunta que los estudiantes plantean al profesor de historia cuando les cuenta la revuelta de Rakóczi aplastada por los Habsburgo y que se discute en el diario oficial del partido, una pregunta retórica planteada también por Tibor Déry e incluso por Kádár, según el cual, sin embargo, este sentido de perdedores pertenece al pasado y ya no concierne al presente.
Al ilusionismo nacional, cultivado por Jókai y por tantos otros autores, se contrapone así una exacerbada desilusión, voces que hablan desde la oscuridad. No se puede decir que la autoacusación y la autoconmiseración sean más veraces que la autoexaltación; comprimida entre el mundo alemán, eslavo y latino, Hungría ha sido amenazada, pero no esclavizada por sus vecinos. Pese a la dominación turca y al fracaso de tantas revoluciones, Hungría ha sido también una nación de dominadores que se ha impuesto a sus eslavos o sus rumanos. No ha sido una provincia olvidada por la historia universal, sino una nación que ha hecho historia.
No resulta ilegítima, por tanto, una parcial rehabilitación del coloreado optimismo de Jókai. Por otra parte, en su novela Un hombre de oro, de 1872, también Jókai ostenta una tristeza diferente de la estereotipada y folklórica melancolía de la puszta: la pequeña isla del Danubio, oculta e ignorada, se convierte en el no lugar en el cual Mihály Timár, el batelero enriquecido y desilusionado de su equívoco ascenso burgués, encuentra refugio y felicidad. Con esta novela Jókai ha escrito una pequeña robinsonada danubiana, la historia de un hombre que rehace de la nada su existencia triturada por la sociedad y que, a diferencia de Robinson, no quiere regresar al mundo. Su isla se convierte en un paraíso, el Edén, Otaheiti, el atolón de los mares del Sur, aunque lo que proteja esta inocencia melancólicamente recuperada no sea el océano, sino únicamente un tramo del Danubio.
En Komorn otra placa, bilingüe, informa de que en esa casa nació Franz Lehár, maestro de un ilusionismo elevado al cuadrado y de una música de consumo en la que la nostalgia de los valses de Strauss se corrompe, pese a su placentera maestría, en una desenvuelta vulgaridad. El ilusionismo de opereta, que resuelve la vida en la frase «¡Camarero, champán!», no oculta, sin embargo, que es una brillante ficción, la máscara y la simulación del brío. Su industria del cinismo galante y sentimental es un cartón piedra que, sin darse aires de importancia, distrae de la seriedad de la vida.