8. LOS TURCOS ANTE VIENA
En la plaza Carlos,[c] a escasa distancia de la Ópera vienesa, se alza imponente la falsa puerta de una tienda gigantesca, que cubre la fachada del Künstlerhaus, en el que se ha dispuesto la principal de las numerosas exposiciones dedicadas, en el tricentenario del asedio y de la batalla de 1683, a los «Turcos ante Viena», uno de los grandes monumentos del choque frontal entre Oriente y Occidente. El visitante que va a ver la exposición tiene la impresión, por un instante, de entrar en el enorme pabellón de un condottiero otomano, en aquella tienda que Kara Mustafá, el comandante del ejército turco, había hecho levantar, con gran derroche y magnificencia, a la altura de la actual iglesia de San Ulrico, en lo que hoy es el distrito séptimo de la ciudad.
Las desmesuradas dimensiones de la tienda imaginaria evocan por otra parte la figura del Gran Visir, que había encarnado la vocación otomana por lo grandioso y lo desorbitado; entre las veinticinco mil tiendas del ejército turco que, desde los primeros días de julio de 1683, rodeaba Viena, Kara Mustafá había alojado también a sus mil quinientas concubinas custodiadas por setecientos eunucos negros, entre fuentes con surtidores, baños y lujosos cuarteles, construidos con prisas pero con opulencia.
Ahora la cabeza del Visir se conserva en el mismo museo histórico de la ciudad de Viena, que —al lado del Künstlerhaus— alberga también otra de las exposiciones: derrotado el 12 de septiembre por las tropas imperiales, bajo el mando de Carlos de Lorena, y unidas a las polacas guiadas por su rey, Juan Sobieski, Kara Mustafá fue perseguido y nuevamente derrotado en Gran. En Belgrado fue alcanzado por el emisario del sultán, que le entregó el lazo de seda con el que los grandes de la Media Luna caídos en desgracia ante su soberano, «sombra de Dios sobre la tierra», eran estrangulados. El Gran Visir ofreció su garganta a los verdugos, no sin antes haber desplegado la alfombra de las preces, aceptando su destino en nombre de Alá. Cuando los imperiales, décadas después, conquistaron Belgrado, alguien desenterró su cuerpo y llevó su cabeza como trofeo a Viena.
El visitante que entra en el simulado pabellón, convirtiéndose él mismo en una figura de la exposición, no sabe si imaginar que es una presa, uno de los tantos prisioneros conducidos como esclavos a las tiendas del invasor, o más bien un cazador, uno de los caballeros de Sobieski que, durante un día entero, después de la victoria, saquearon el campamento y la misma tienda de Kara Mustafá.
La exposición no quiere enfrentar a vencedores y vencidos y mucho menos civilización y barbarie, sino sugerir el sentido de la vanidad de la victoria y de la derrota, que se prosiguen e intercambian sus papeles en todos los pueblos, al igual que la enfermedad y la salud o que la juventud y la vejez en todos los individuos.
Al moverse por las salas de esta exposición, el visitante occidental, que, sin embargo, considera una fortuna la victoria de aquel 12 de septiembre que salvó a Viena y a Europa, no se siente hijo y heredero únicamente de la espada de Carlos de Lorena y de Juan Sobieski, o de la cruz empuñada por los grandes predicadores que incitaban a defender la fe, como Abraham de Sancta Clara, según el cual el canon litúrgico debía dejar paso al cañón, o Marco d’Aviano, el capuchino friulano. Al pasear por estos trofeos de victoria que también son restos de un naufragio, el visitante se siente hijo y heredero de una historia unitaria en sus fragmentos, incluso dispersos como objetos de un campo saqueado, de una historia que está hecha de cruces y de medias lunas, de cordones de capuchinos y de turbantes.
La exposición quiere ser explícitamente diferente de las anteriores celebraciones de aquel 1683; hace cincuenta años Dollfuss, el canciller cristianosocial, exaltaba la liberación de Viena como bandera de su catolicismo corporativo y autoritario que se contraponía al nazismo y al bolchevismo; años después, en un bronce conmemorativo nacionalsocialista, la bandera de los turcos derrotados llevaba, en lugar de la media luna, la estrella de David: los turcos eran identificados con el enemigo, o sea con los judíos; fue un fraude que hoy corre el peligro de llegar a ser trágicamente verdadero con las actitudes xenófobas hacia los trabajadores temporeros extranjeros. No queremos ser los judíos de mañana, dice un cuadro de Akbar Behkalam, en la exposición albergada en el Museo del Siglo XX y dedicada por los artistas turcos a la realidad actual de su país y de sus emigrantes.
La sombra de un nuevo, aunque diferente, conflicto planea sobre las relaciones entre turcos y europeos, especialmente alemanes, y solo la clara conciencia del problema puede impedir que haga irrupción y lo eche todo a perder. Rechazados hace trescientos años, los turcos regresan ahora a Europa, no con armas sino con trabajo, con la tenacidad de los Gastarbeiter, inmigrantes, que, soportando humillaciones y miserias, echan poco a poco raíces en una tierra que conquistan con su oscuro esfuerzo. En diversas ciudades de Alemania y de otros países, las aulas escolares se despueblan de niños alemanes y se llenan de niños turcos; Occidente, que achaca su propia decadencia a la baja natalidad, reacciona con ansiosa soberbia ante los resultados del mecanismo social que él mismo ha puesto en marcha. Es posible que se aproxime el momento en que las diversidades históricas, sociales y culturales, muestren violentamente las dificultades de la convivencia; nuestro futuro dependerá también de nuestra capacidad para impedir que se encienda esta mina de odio y que nuevas batallas de Viena transformen a los hombres en extranjeros y en enemigos.
La historia muestra cuán difícil es, además de insensato y cruel, definir lo que es extranjero: en el siglo XVII, recuerda Alessio Bombaci, los propios turcos percibían el término «turco» como una ofensa y su historia es una serie de luchas seculares entre pueblos diversos, procedentes de las estepas de Asia central, que comienzan a adquirir conciencia de una identidad común propia solo cuando el imperio otomano está próximo a morir; el primer nombre unitario, dado a Turquía por los diferentes y muchas veces recíprocamente hostiles pueblos de origen turco, fue el nombre de Roma, mamālik-i-Rūm, que hacía referencia al reino seljúcida.
Pero cada historia y cada identidad están constituidas por estas deformidades, por estas pluralidades, por estos intercambios y sustracciones entre elementos étnicos y culturales diversos, que convierten a cada nación y a cada individuo en hijos de un regimiento. El águila Habsburgo, que detiene al Gran Turco, cubre con sus alas una multiplicidad de estirpes y de civilizaciones casi tan variada: durante la Primera Guerra Mundial, cuando el imperio de los Habsburgo y el otomano eran aliados, la prensa y los carteles austríacos exaltaban la fraternidad de armas con sus antiguos enemigos.
El encuentro entre Europa y el imperio otomano es el gran ejemplo de dos mundos que, agrediéndose y lacerándose, acaban por compenetrarse de forma imperceptible y por enriquecerse recíprocamente. El mayor escritor occidental que ha narrado el encuentro entre esos dos mundos, Ivo Andric, se siente fascinado, y no es casualidad, por la imagen del puente, que reaparece con insistencia en sus novelas y relatos y que simboliza una ardua y áspera vía de comunicación tendida por encima de las barreras de los ríos salvajes y de los precipicios profundos, de religiones y de estirpes; una vía sobre la cual las armas se entrechocan, pero que poco a poco acaba por unir a los enemigos en un mundo abigarrado pero unitario como un fresco épico, de la misma manera que entre las gargantas balcánicas los soldados turcos y los haiduques,[d] los guerrilleros-bandidos que los combaten, acaban por parecerse.
Una de las primeras piezas de la exposición es un espléndido mapa del primer sitio de Viena, el de 1592, por parte de Solimán el Magnífico, el gran sultán que murió en el asedio de Szigetvár y cuya muerte fue ocultada durante unos días para no desmoralizar a su ejército, hasta el punto de que los emisarios eran llevados ante su cuerpo embalsamado, sentado inmóvil sobre el trono, que les escuchaba sin darles respuesta, con la majestad de la muerte disimulada por una realeza impasible. Ese mapa de Viena está rodeado de unos cuantos trazos azules, como si se tratara del mundo entero ceñido, para los antiguos, por el océano. Para los turcos Viena era la «ciudad de la manzana de oro», casi el mítico rostro del reino que debían conquistar a cualquier precio; los nómadas de las estepas asiáticas, los «asnos silvestres» que menosprecian cualquier corruptor asentamiento urbano, parecen querer poseer, en Viena, la Ciudad por excelencia, la otra parte de sí mismos; es posible que los sultanes que avanzan hacia Viena la vean como capital de aquel imperio universalista «romano-musulmán» que ellos, según Jorga, el gran historiador rumano, querían fundar, aunque Yalal ad-Din Rumí, el poeta místico persa, decía que a los griegos les estaba reservado construir y a los turcos destruir.
Mezcla de película y de novela, la exposición introduce en el interior de la ciudad asediada, con sus heroísmos, sus crueldades y sus histerias, y en el campo de batalla, que se reproduce en una gran sala con una combinación de efectos audiovisuales. El error estratégico de Kara Mustafá, que había dejado desguarnecidas las colinas, fue fatal para el ejército otomano, que a las cinco de la tarde, gracias sobre todo a una fulminante maniobra de distracción de Carlos de Lorena, estaba derrotado. El ejército cristiano comprendía entre sesenta y cinco y ochenta mil hombres, el islámico unos ciento setenta mil; los muertos fueron respectivamente dos mil (además de cuatro mil entre los asediados) y diez mil, innumerables los heridos, los prisioneros, los que contrajeron enfermedades varias, los muertos durante la retirada y la persecución, entre episodios de atroz ferocidad y de gentileza caballeresca. Sobieski, que había ayudado a Misa en el Kahlenberg, le declaró a Carlos de Lorena —como refiere un cronista italiano— que, en lo referente a su persona, el rey se había quedado en Polonia y que al campo de batalla solo había venido el soldado polaco; el 15 de septiembre, el encuentro de Sobieski con el emperador Leopoldo, de regreso en Viena, supuso sin embargo una serie de dificultades protocolarias y de enojos.
La historia también es esta trastienda de la espectacularidad, también es la falsa leyenda que hace nacer del asedio el primer café vienés a manos de un armenio galiciano, Koltschitzky, emprendedor y estafador. También estas exposiciones vienesas dedicadas a los turcos provocan, como todas las exposiciones, una ligera sensación de irrealidad, la irrealidad de nuestra vida y de nuestra historia, que estamos viviendo y que muchas veces parecen desenrollarse como una película y parece, por tanto, que ya hayan sucedido, como si contuvieran, al igual que un film, su conclusión, que no conocemos, pero que ya está en la bobina.
Los organizadores presentan, como si también formaran parte de la exposición, el parque y el palacio del Belvedere, la famosa residencia del príncipe Eugenio de Saboya, el vencedor de los turcos que en Viena, en 1683, hizo, jovencísimo, sus primeras pruebas. En esa residencia la vida se convierte en símbolo de sí misma. La simetría de ese parque, que sube alegóricamente —con sus estatuas, sus fuentes y sus decoraciones— de la gracia de las estaciones a la apoteosis de la Gloria de las victorias sobre la Media Luna, es el triunfo de una civilización que amaba el límite sobre el ímpetu de otra que, como se ha dicho, pensaba en espacios ilimitados.
Epígonos, turistas y viajeros, paseamos ahora por esas ordenadas simetrías, entre esos límites y entre esas medidas que amamos, semejantes a comparsas de un espectáculo de categoría como en una película de Abel Gance. De los cuadros y en las fotografías grises y opacas, expuestas por los artistas turcos contemporáneos en el Museo del Siglo XX, emergen otros rostros y otros gestos, la dignidad oscura y humillada de los actuales emigrantes, de quien no forma parte —todavía o ya no forma parte— de ningún gran espectáculo. Nuestros abuelos pasaron por aquí a caballo, dice el pie de una de esas fotografías, y nosotros barremos esas calles. La culpa, añade ese honesto texto que no busca consuelos, es nuestra, no de los austríacos.