5. UN DOMINGO DANUBIANO Y PROLETARIO

Nedel’a (Domingo) es el título de uno de los libros más famosos de Novomeský, aparecido en 1927. Ladislav Novomeský se planteó desde el comienzo el problema de la identidad de su nación, desde que, siendo joven, oía negar su existencia. Poeta de vanguardia y militante comunista, aunó, en su obra y en su trabajo político, la batalla por la cultura nacional y la perspectiva internacionalista, la «melancolía del Este» que —dice uno de sus poemas— corre por su sangre, y la revolución marxista. En la lucha por esta veía la redención de todos los oprimidos y, por tanto, también de su pueblo, casi una nación proletaria; la precariedad de fronteras de Eslovaquia, que la ha convertido con tanta frecuencia en presa de dominios extranjeros, en su lírica se convierte en el símbolo de un mundo sin fronteras.

Pero la «melancólica procesión danubiana» que el crítico Stefan Kroméry descubre en Domingo no solo es la hilera de los destinos humildes y doloridos cantados por Novomeský; es la melancolía de una contradicción que abraza toda su poesía, constituyendo su grandeza y convirtiéndola en el nudo central de la cultura y de la política eslovaca. El arte de Novomeský es, al inicio, poesía rebelde, maldita, simbiosis de la poesía de la revolución y de la revolución de la poesía; es esa negación de lo existente que invade la vanguardia europea y que, en los poetas socialmente comprometidos, tiende a la destrucción de la realidad y a la creación utópica de una nueva realidad y de un hombre nuevo, libre de las cadenas de la alienación.

Pero si al principio la melancolía de la poesía reside en su inutilidad en un mundo alienado, más adelante —con el advenimiento del socialismo real— lo hace en la sensación de ser inútil en un mundo que necesita de la prosa del trabajo y no de la poesía de la espera revolucionaria, que el nuevo sistema, según cómo se lo mire, ha realizado o bien desmentido. Y sería más triste tener que repetir, una vez realizada la revolución, un verso escrito mucho antes, en un momento de malestar durante la espera de la revolución: «Esa poesía niña/el rostro del mundo no cambiaba».

Novomeský nunca fue propenso a dicha desilusión, ni siquiera cuando fue detenido en 1951 y condenado como «nacionalista burgués», permaneciendo en la cárcel hasta 1956. En la simpática mesa de la taberna Klastorna, entre toneles de los que se escancian vinos abocados y perfumados, Šmatlák me habla largo y tendido de Novomeský, que no representa únicamente su poesía, sino una parábola ejemplar de toda la historia eslovaca reciente. Aquí no es el 68, el recuerdo de la Primavera de Praga, lo que escuece, sino el 51, los procesos estalinistas de los años cincuenta, que segaron la flor y nata del comunismo. En Occidente, los comunistas comenzaron a descubrir el totalitarismo soviético en el 56; los procesos de los primeros años cincuenta, aún más graves en tanto que más perversos e inmotivados, impresionaron, entonces, a muy pocos militantes.

Rehabilitado con todos los honores de 1963, Novomeský (que murió en 1976) no se adhirió a la Primavera de Praga. Exaltarlo hoy significa también exaltar a una figura que resume una supuesta continuidad del comunismo, violada por las que son consideradas oficialmente sangrientas aberraciones estalinianas, pero no violada sino —según la rígida ideología oficial— restablecida por la intervención soviética de 1968. Así pues, Novomeský es el símbolo de una poesía arraigada en el humus eslovaco e internacionalista, antiestalinista pero ajena a los fermentos del 68; su dramático destino ofrece, paradójicamente, una coartada al conformismo y al autoritarismo del régimen.

Se tiene la impresión —nada más que una impresión, dada la reticencia con que se trata este tema— de que en Bratislava se han reconciliado más fácilmente con la restauración practicada por los soviéticos en 1968. En vísperas de esa primavera, Bratislava, escribía entonces Enzo Bettina, había desempeñado el papel de una hábil rama, uniendo un fuerte impulso hacia la democratización interna con la vecindad sentimental y espiritual con Rusia. Los cambios, formales y reales, introducidos después del 68 han incrementado la importancia de Eslovaquia en el interior del Estado y le han dado algún motivo de satisfacción y de compensación respecto al desierto creado entre los checos y la literatura checa.

Mientras que la literatura checa ha sido disuelta de oficio y sobrevive ahora entre los exiliados, y quien se ha quedado debe elegir entre hacer de larva, de parásito o de animal kafkiano que excava galerías bajo el suelo, la literatura eslovaca posee cierta organicidad efectiva incluso cuando reivindica la exigencia de una nueva épica y de una nueva positividad, una función de colaboración en vez de oposición político-social. Existe sin duda oportunismo en las críticas dirigidas a Mňačko, el escritor que se marchó a Israel y cuyos Reportajes en retraso fueron, en los años sesenta, una popularísima acusación del terror estalinista, pero el relato Fiebre, en el que Josef Kot presenta bajo luz crítica la primavera del 68, no se puede comparar con el servil encomio con que, en los años cincuenta, algún intelectual checoslovaco dio su consentimiento a la eliminación de colegas y compañeros del partido.

La epicidad positiva, ahora tantas veces afirmada por la literatura eslovaca, es inaceptable para la conciencia poética occidental, pero es posible que corresponda a una nación que, aun bajo el peso de la vejatoria élite burocrática, se siente, más que en el pasado, sujeto de su propia historia y, por tanto, en una fase inicial, no epigonal. El mundo ha sido cambiado, aunque no probablemente por los poemas de Novomeský.

El Danubio
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