8. LAS VÍAS DEL TIEMPO

El Museo de los Relojes alemán, gloria de Furtwangen, es una selva de instrumentos de muchos tipos y formas —valiosos, caseros, automáticos, musicales— que miden el tiempo. Predominan, naturalmente, los relojes de cuco de la Selva Negra, cuya paternidad es atribuida a un artesano bohemio o bien, según otros, a un tal Franz Anton Ketterer, hacia 1730, o a su padre Franz. Hay péndulos, relojes astronómicos, planetarios, de cuarzo. Resulta algo instintivo preguntarse si el tiempo transcurre independientemente de esos instrumentos, que lo miden con movimientos diversos, o si no es más que ese conjunto de medidas y observaciones.

Entre estos innumerables péndulos uno no piensa en las preguntas de Aristóteles y de San Agustín, en los interrogantes metafísicos sobre el tiempo, sino en incongruencias y deformidades cronológicas más modestas. Hace pocos meses, por ejemplo, unos anuncios del Movimento Sociale Italiano celebraban los cuarenta años de la República de Saló. Esas imágenes de manos alzadas en el saludo fascista y prolongadas por puñales eran también una alegoría de la medida elástica y flexible que asume el tiempo, individual e histórico. En 1948, durante la famosa campaña electoral, el año 1918, con el final de la Primera Guerra Mundial y la unión de Trieste a Italia, pertenecía a un pasado ya lejano y aplacado, incapaz ya de encender pasiones feroces; los treinta años transcurridos entre 1918 y 1948 habían situado esos acontecimientos más allá de la muerte, donde ya no alcanza la ira enemiga. Los cuarenta años transcurridos entre la República de Saló y su reciente celebración son un tiempo breve, que no ha archivado ninguna pasión; el mitin anunciado habría podido provocar desórdenes, peleas y heridas.

Se viven como contemporáneos acontecimientos sucedidos hace bastantes años, incluso décadas, y parecen muy lejanos, definitivamente borrados, hechos y sentimientos que tienen un mes de vida. El tiempo se adelgaza, se alarga, se contrae, forma grumos que parecen poder tocarse con la mano o se disuelve como bancos de niebla que se disipan y desvanecen en la nada; es como si tuviera muchas vías, que se cruzan y separan, sobre las cuales transcurre en direcciones diferentes y contrarias. Desde hace algunos años el año 1918 parece de nuevo más cercano; el fin del imperio de los Habsburgo, ya desvanecido en el pasado, ha regresado al presente y es objeto de apasionados debates.

No existe un único tren del tiempo, que lleva en una única dirección a una velocidad constante; de vez en cuando se encuentra con otro tren, que procede del lado opuesto, del pasado, y durante un cierto trecho ese pasado corre junto a nosotros, está a nuestro lado, en nuestro presente. Las unidades de tiempo —las que los manuales de historia clasifican, por ejemplo, como el período cuaternario o la era augusta y las crónicas de nuestra existencia como los años del bachillerato o la era del amor por una persona— son misteriosas, difícilmente mensurables. Los cuarenta años de la República de Saló parecen breves, los cuarenta y tres de la belle époque, por el contrario, larguísimos; el imperio napoleónico parece mucho más largo que el democristiano, que se ha prolongado durante mucho más tiempo.

Los grandes historiadores, como Braudel, se han basado sobre todo en este aspecto hermético de la duración, en la ambigüedad y la polivalencia de lo que se denomina «contemporáneo». Esta palabra asume significados diferentes, como en los relatos de ciencia ficción, según los movimientos en el espacio: Francisco José es un contemporáneo para quien vive en Gorizia y se tropieza con las huellas de su presencia en el mundo que le rodea, mientras que, para quien vive en Vignale Monferrato, pertenece a una era lejana. Para Hamsun, que nació en la época de la batalla de Sedan y seguía vivo al comienzo de la guerra de Corea, los dos acontecimientos quedan en cierto modo incluidos en un único horizonte, mientras que para Weininger, muerto muy joven en el año 1903, pertenecen respectivamente a un pasado prenatal y a un futuro lejanísimo, a un mundo que él no habría podido ni siquiera imaginar.

La «Ungleichzeitigkeit», la no contemporaneidad que separa sentimientos y hábitos de personas y de clases sociales, como ha escrito Bloch, es una de las claves de la historia y de la política. Nos parece imposible que para nuestros hijos sea ya irrevocable y desconocido pasado lo que para nosotros sigue siendo arduo presente. Todos, en este sentido, somos víctimas y culpables de incomprensión; quien tenga diez o quince años menos que yo no puede entender que el éxodo istriano después de la Segunda Guerra Mundial forma para mí parte del presente, de la misma manera que yo no acabo de entender del todo que para él los años comprendidos entre 1968, 1977 y 1981 se dividan en épocas distintas y diferenciadas, cuando para mí se superponen y se extienden, pese a sus sobresaltos y sus grandes diferencias, como las hierbas ondulantes de una llanura.

La historia adquiere su realidad un poco más tarde, cuando ya ha pasado, y las conexiones generales, instituidas y escritas años después en los anales, confieren a un acontecimiento su alcance y su papel. Al recordar la derrota búlgara, acontecimiento decisivo para el desenlace de la Primera Guerra Mundial y por tanto para el fin de una civilización, el conde Károlyi escribe que, mientras la vivió, no supo darse cuenta de su importancia, porque, «en aquel momento», «aquel momento» todavía no había llegado a ser «aquel momento». Tampoco para Fabrizio del Dongo existe todavía la batalla de Waterloo mientras él está combatiendo. En el puro presente, la única dimensión en la que, por otra parte, se vive, no existe la historia; en ningún instante existe el fascismo o la Revolución de Octubre, porque en aquella mínima fracción solo existe la boca que engulle saliva, un gesto de la mano, una mirada que se posa en la ventana. De la misma manera que Zenón negaba el movimiento de una flecha disparada por el arco, porque en cada instante estaba inmóvil en un punto del espacio y la sucesión de instantes inmóviles no podía ser movimiento, también podría decirse que la sucesión de estos instantes sin historia no crea historia, sino las correlaciones y los añadidos aportados por la historiografía. La vida, decía Kierkegaard, solo puede ser entendida mirando hacia atrás, aunque deba ser vivida mirando hacia adelante: o sea, hacia algo que no existe.

El Danubio
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