24. LA GRAN RUEDA

En el cementerio de Sankt Peter, en la periferia de Straubing, las lápidas, esparcidas en torno a la iglesia como un jardín, hablan de vidas tranquilas que reposan en el orgullo de su estamento: aquí yace Adam Mohr, fabricante de cerveza, consejero municipal y teniente de la Guardia Nacional bávara, † 1826. El orgullo de estamento sella una piadosa armonía entre el individuo y la comunidad, pero se convierte automáticamente en ferocidad cuando otras leyes u otras voces del corazón sitúan al individuo en contraste con el orden social y le inducen a turbar, incluso sin querer, este último. En una de las tres capillas está el monumento fúnebre de Agnes Bernauer, la bellísima hija del barbero de Augsburg a la que el 12 de octubre de 1435 el duque Ernesto de Baviera hizo ahogar en el Danubio, bajo la acusación de brujería, porque se había casado con su hijo Alberto y amenazaba, con esta mésalliance, la política dinástica y el mismo orden del Estado.

El monumento fúnebre, que muestra a Agnes Bernauer con un rosario en la mano y dos cachorros a sus pies, símbolo de la fidelidad conyugal que unía a la muchacha del pueblo y a su principesco esposo, fue mandado construir por el duque Ernesto, su propio verdugo. La tradición, recogida por el drama de Hebbel, es una fábula de la razón de Estado: el duque Ernesto habría admirado profundamente la virtud y la personalidad de Agnes, el purísimo amor que la unía a su hijo, y se habría decidido, con firmeza pero de mala gana, a eliminarla brutalmente en vista de las consecuencias políticas provocadas por el matrimonio y por las sucesivas complicaciones: desórdenes, guerras, revueltas, división y colapso del Estado, luchas fraticidas y miseria. Una vez realizado este sacrificio o delito de Estado, el duque rindió homenaje a la firmeza moral y a la inocencia de la víctima, erigiéndole —ahora que ya no constituía un peligro— un sepulcro que la recordara a lo largo de los siglos y retirándose él mismo a un convento; su hijo Alberto, que había tomado las armas contra él para defender y después para vengar a su mujer, no tardó en asumir de nuevo los rangos políticos y dinásticos y, reconciliado en nombre de la razón de Estado con el padre que le había hecho enviudar, asumió el cetro ducal y contrajo luego nuevas nupcias más acordes con su posición.

Agnes fue ahogada en el Danubio y hasta el último momento se negó a salvar la vida renegando de su marido. Para acabar con ella, puesto que flotaba sobre las olas, los esbirros del duque tuvieron que atar su legendaria cabellera a una pértiga y mantener largo rato su cabeza bajo el agua, hasta que murió. La acusación formal era de brujería. Al recordar el episodio, el Antiquarius, que escribe al final del Siglo de las Luces, ya no puede considerarla bruja, pero como buen burgués seculariza la superstición y dice, con desprecio, que había seducido «vergonzosamente» al duque Alberto, el cual, por cierto, no era un niño sino un caballero en la flor de la edad y la había conocido y cortejado durante un torneo en Augsburg. Un hilo rojo une a Emmeram Rusperger, el jurista que formula contra Agnes la acusación de brujería, con el Antiquarius, que la considera una descarada, y con la opinión generalizada, todavía hoy vigente, según la cual si un padre de familia abandona mujer e hijos para irse con una veinteañera, solo esta última es culpable y él una pobre víctima.

Lástima que Marieluise Fleisser no escribiera el drama sobre Agnes Bernauer, porque lo habría escrito desde el punto de vista de Agnes Bernauer. La tragedia la escribió en cambio, hay que decir que con notable fuerza poética, Friedrich Hebbel, en 1851. Hebbel se siente lleno de admiración por la mujer pura y bellísima, que conoce los artículos de la fe cristiana como la Margarita del Fausto y en cuya garganta, cuando bebe, se ve transparentar el vino como a través de un cristal. Agnes debe morir «solo porque es bella y honesta» y porque, cuando es turbado el orden del mundo y el Señor interviene no con el rastrillo sino con la hoz, que golpea indistintamente a justos y malvados, «ya no es un asunto de culpa o inocencia sino solo de causa y efecto», o sea que se trata únicamente de eliminar la causa de la turbación. Hebbel se embriaga con este pathos de la razón de Estado; la nobleza y la pureza del individuo solo sirven para incrementar la solemne sacralidad de quien se sitúa, como el duque Ernesto y el propio poeta, del lado de la totalidad, que siempre está en lo justo y parece estarlo tanto más cuanto más subjetivamente inocente y admirable sea el individuo que es sacrificado.

La poesía está destinada a exaltar este sacrificio, que también es autosacrificio, porque es la represión de la amorosa simpatía que la poesía, por su naturaleza, siente por el individuo, por la víctima, por Agnes Bernauer. «La gran rueda ha pasado por encima de ella —dice el duque Ernesto, después de hacerla matar—. Ahora está junto al que la hace girar.» Como cualquier pathos del objeto, que se exalta con la anulación y la autoanulación del sujeto, también esto resulta sospechoso; cualquier grandilocuencia de la totalidad es también sublime disfraz de la vulgaridad filistea del Antiquarius. Existe una retórica de la objetividad que parece, en su estentórea brutalidad, una parodia de la relación entre las exigencias colectivas de una sociedad y las personales de sus miembros. El tono exultante con el que tantos espontáneos abogados del Todo repiten la frase de Hegel «cuando se cepilla caen virutas» es una caricatura del pensamiento hegeliano y de cualquier pensamiento que tenga en cuenta, de manera responsable pero no enfática, la realidad político-social.

Hebbel está seguro de que esa «violencia» es «violencia del derecho». En efecto, el abogado de la totalidad siempre está convencido de algo que, por el contrario, está por demostrar, y por lo tanto de representar la historia, los intereses generales. En cambio y por ejemplo, podría ser cierto lo contrario: las nupcias de Alberto y Agnes amenazan, se dice en la tragedia, con resquebrajar el ducado bávaro y de este resquebrajamiento, se añade, podría aprovecharse el emperador para reafirmar sobre los príncipes su autoridad central, como el águila que se apodera de la presa mientras los osos se la disputan. Pero la historia, la totalidad, podrían querer esta victoria del imperio sobre el particularismo de los príncipes y entonces el duque Ernesto sería el representante de una ambición subjetiva y el matrimonio de Agnes Bernauer no sería infracción sino expresión de la totalidad. Podría ser Agnes la que encarnara en ese momento el Weltgeist, el espíritu del mundo.

No existe un colegio de procuradores legales de este último, y el alboroto entre los que se arrogan el título es indecorosamente interminable. El deseo de avanzar con los tiempos, y de fundirse en su cortejo, es la regresiva y fascinante nostalgia por liberarse de cualquier tipo de opción y conflicto, o sea de la libertad, y de encontrar la inocencia en la convicción de que es imposible ser culpables porque es imposible elegir y actuar de forma autónoma. La poesía, en el drama de Hebbel, es la sirena de esta ilusión, de esta abdicación; inocente, en la tragedia, no solo lo es Agnes, sino también y sobre todo su asesino. «Hay cosas —dice el duque Ernesto al hablar del delito— que hay que hacer como en sueños: esta, por ejemplo.»

También Grillparzer ha escrito un drama sobre la razón de Estado, la Judía de Toledo, en el que los Grandes de España deciden matar a Rahel, la hermosa y diabólica amante del rey de Castilla que mantiene a este en una especie de inerte esclavitud amorosa, paralizando el reino que se halla así expuesto a la agresión de los enemigos, a la guerra, a las plagas y a la ruina. Pero Grillparzer contrapone, diría Max Weber, las éticas de la convicción y de la responsabilidad, mostrando las razones de ambas y no sacrificando la una a la otra sino evitando toda reconciliación de su conflicto, que parece irresoluble y por tanto trágico. Los Grandes de España que matan a Rahel persiguen «el bien, pero no la justicia»; piensan que han cumplido su deber con respecto al Estado, pero no piensan que ese objetivo haga menos delictivo su gesto y justifique su violación de un mandamiento universal. Admiten ser culpables y asesinos, y se limitan a pedir perdón a un Dios lejano y misterioso.

La necesidad del acaecer —así es como consideran su acto— no significa su justificación ni su inocencia; la historia universal, para el austríaco Grillparzer, no es el juicio universal, como para el alemán Hebbel. El juicio moral sobre el mundo no se identifica con el mero acaecer del mundo, los hechos no coinciden con los valores ni el ser con el deber ser. A la identidad hegeliana de realidad y racionalidad, la civilización austríaca contrapone una distancia entre ambas, las cosas que podrían siempre suceder también de otra manera, la historia en subjuntivo, una irónica ausencia; el soberano, en los dramas de Grillparzer, está ausente o es inadecuado, para ser exactos ni siquiera existe y solo puede ser representado, pero de forma imperfecta.

Esta es una lección austríaca. En Straubing nació Schikaneder, el libretista de La flauta mágica, el poeta de la fabulosa comedia popular vienesa, que deshace a su capricho cualquier realidad para inventar siempre otra posible posteriormente, para oponer al pathos del objeto, a la gran rueda que pasa por encima de Agnes Bernauer, los trinos y los aleteos de Papageno y Papagena, a los cuales ni Sarastro podría pedir que renunciaran a sí mismos, a su amor y a sus cabriolas.

El Danubio
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