20. UNA SAGA DE BELGRADO
Stanislav Jerzy Lec, el humorista polaco, al contemplar una vez desde Pančevo la orilla derecha del Danubio, en dirección a Belgrado y a la fortaleza del Kalemegdan, dijo que en el lugar donde se hallaba, en la orilla izquierda, seguía sintiéndose en casa, dentro de las fronteras de su vieja monarquía de los Habsburgo y que en la otra parte del río comenzaba para él el extranjero, la tierra extranjera. En efecto, el Danubio era la frontera entre el imperio austrohúngaro y el reino de Serbia; en 1903, un tío de la abuela Anka, soldado de la guardia del rey Alejandro Obrenović, que, pocas horas antes del atentado contra el soberano, del que había oído rumores, no se atrevía a oponerse a él ni a apoyarlo, se despojó del uniforme, se arrojó al Danubio, fue recogido un poco más abajo por los aduaneros húngaros y vivió el resto de su vida, desertor serbio condenado a muerte, en Bela Crkva, bajo la protección del águila bicéfala.
Andrzej Kuśniewicz, el narrador polaco que en sus novelas ha evocado con cómplice y espectral poesía el hundimiento de la doble monarquía, refiere estas palabras identificándose con la perspectiva sentimental y fantástica de su colega y compatriota; también él se asoma a esta frontera perdida, que para él es, además, la frontera de su mundo: Belgrado, para Lec y para Kuśniewicz, está al otro lado.
Es difícil decir de qué lado está Belgrado, aferrar la identidad proteiforme y la extraordinaria vitalidad de esta increíble ciudad que ha sido tantas veces destruida y que tantas veces ha resurgido, borrando las huellas de su pasado. Belgrado ha sido grande en muchas épocas, pero cada estación de su grandeza, escribe Pedia Milosavljević en una declaración de amor a la capital camaleónica, «a disparu avec une rapidité stupéfiante». La historia y el pasado de Belgrado viven menos en los escasos monumentos supervivientes, que en su sustrato invisible, épocas y civilizaciones caídas como hojas esparcidas en el suelo, humus múltiple, estratificado y fecundo en el que hunde sus raíces esta ciudad plural, que se renueva incesantemente y cuya literatura la ha representado con frecuencia como taller de metamorfosis.
En Belgrado un nieto del imperio danubiano tendría que sentirse dentro de las propias fronteras del alma, en casa. Si Eslovenia es actualmente el más auténtico paisaje habsbúrguico, Yugoslavia —y por tanto su capital, que mantiene en vilo su difícil y centrífugo equilibrio— es la heredera del águila bicéfala, de su Estado supranacional y complejo, de su función intermedia y mediadora entre Este y Oeste, entre mundos y bloques políticos diferentes o contrapuestos. Yugoslavia es un Estado realmente plurinacional, o sea constituido por una plurinacionalidad irreductible a una dimensión unívoca o predominante; al igual que el término «austríaco», quizás también el «yugoslavo» sea musilianamente imaginario, indique la fuerza abstracta de una idea en lugar de la accidental concreción de una realidad y sea el resultado de una abstracción, el elemento que permanece una vez eliminadas las nacionalidades concretas, común a todas ellas e idéntico a ninguna.
El mariscal Tito ha acabado por parecerse cada vez más a Francisco José, y está claro que no por haber militado bajo sus banderas en la Primera Guerra Mundial, sino por la conciencia o el deseo de recoger su herencia —y su leadership— supranacional danubiana. Pero también, o mejor dicho sobre todo, Djilas, el gran hereje del régimen titista, se ha convertido en un representante casi oficial de la vieja Mitteleuropa, una de las voces más autorizadas y casi míticas de su redescubrimiento, de su reproposición político-cultural y tal vez también de su conciliadora idealización. A semejanza del habsbúrguico, el mosaico yugoslavo es hoy a un tiempo imponente y precario, desempeña un papel muy relevante en la política internacional y tiende a frenar y suprimir sus propios impulsos disolventes interiores; su solidez es necesaria para el equilibrio europeo y su eventual disgregación sería ruinosa para este, como la de la doble monarquía lo fue para el mundo de ayer.
Belgrado se resiste a ser retratada, sus metamorfosis permiten ser vividas o evocadas más que descritas. Momo Kapor, escritor yugoslavo de cincuenta años, narró en su novela Los Foliranti, en 1974, la saga de la calle Knez-Mihailova, la calle más hermosa y más épica de la capital, y de la generación perdida que, entre los años cincuenta y sesenta, malgastó su juventud y su vida en el vértigo de la vieja Belgrado que desaparece y de la nueva, o mejor dicho de las nuevas y efímeras Belgrados que nacen, fascinan y desaparecen a su vez en los ritmos cada vez más veloces de la historia y de la sociedad. Sus «foliranti» —o sea simuladores— son absorbidos por las promesas que la vida hace centellear en el teatro del mundo de la calle Knez-Mihailova, entre residuales rigideces ideológicas y lentejuelas del bienestar occidental, desgarradoras verdades y postizas seducciones del sentimiento, soterrada crisis del socialismo y mitos de celuloide. Con su libro, Kapor ha escrito una mínima Educación sentimental de las esperanzas y de los sueños de la posguerra, en un país que es una patrulla avanzada y a veces perdida del Tercer Mundo: Belgrado es el escenario de este carrusel de las desilusiones, pero también de la vida que se renueva a través de ellas y del estupor que al empalidecer —como el paso de Mima Laševski, la modelo de la calle Knez-Mihailova— deja tras de sí.