10. EL MUNDO CREADO POR SATANAEL
En el muro de una iglesia de Eskus —hoy Gigen, cerca del Danubio— una inscripción, probablemente anterior al siglo XI, exhorta a maldecir a los herejes. La maldición se dirige sin duda a los bogomilos, a los que el sínodo del zar Boril, celebrado en 1211, dirigía una serie articulada de anatemas. Los bogomilos, que se presentaron en Bulgaria en el siglo X y se esparcieron por toda la península balcánica hasta el XIV, padres y hermanos de los cátaros y de los albigenses y ferozmente masacrados y llevados a la hoguera como estos últimos, afirmaban que Dios había creado el mundo espiritual y celestial, pero Satanael, el diablo, el terreno, las apariencias sensibles y efímeras. Herederos del dualismo maniqueo y gnóstico, que había llegado a ser la religión oficial en el imperio asiático de los uigures, y confundidos frecuentemente con herejes afines, paulicianos y messalianos, los bogomilos explicaban el incesante triunfo del mal y del dolor imaginando únicamente que quien había creado el mundo había sido un dios perverso. Satanael —el ángel caído, según algunos incluso el hijo de Dios, hermano mayor y malvado de Cristo— era el Cosmocreador, el señor de la creación cruel e injusto, el «administradon» del universo, antagonista del buen Dios hasta el final de los tiempos o, según los dualistas más radicales, por toda la eternidad. Toda la realidad obedecía a Satanael, generar y perpetuar la vida significaba obedecer sus órdenes, como habían hecho Noé, cómplice de la supervivencia del mal, Moisés y los profetas del Antiguo Testamento, libro de gloria y de violencia. Todos los príncipes y poderosos del mundo eran servidores del abismo, Jerusalén era demoníaca, hasta San Juan Bautista —al cual los iconos, en la cripta de la iglesia Aleksandar Nevski, muestran con los pelos tiesos, vibrantes de maligna electricidad, y la expresión airada de quien disfruta anunciando calamidades— era un enviado de las tinieblas.
El sufrimiento y la muerte de las criaturas impiden pasar a las crónicas de la historia las preguntas que se planteaban los bogomilos, buscando a quién deben imputar el ultraje infligido a los vivos. La revuelta contra el mal era también protesta contra la injusticia; los bogomilos daban voz a las plebes campesinas oprimidas y predicaban contra las jerarquías sociales, contra todos los señores de la tierra. En dos incisivas novelas, La leyenda de Sibin príncipe de Preslav, de 1968, y El Anticristo, aparecida dos años después, Stanev ha retratado la tumultuosa Bulgaria de los bogomilos, trazando un fresco histórico que es también una parábola de las preguntas y los desórdenes que la exigencia radical de verdad desencadena en los hombres. El príncipe Sibin vive no solo las tempestades políticas provocadas por la herejía y por su persecución, sino también las contradicciones de un ánimo lacerado por la mezcla del bien y del mal, por fuerzas creadoras y destructivas y por la imposibilidad de discernirlas.
El esplendor de la naturaleza eleva la mente a un sentido religioso de lo eterno, pero es posible que sea Satanael quien susurra en esos árboles y respira en esas fuerzas vitales; el principio destructor niega la más alta creación divina, pero también la negación es necesaria para el proceso de creación y para la misma vida moral y puede ser, por tanto, buena y divina, aunque esta misma intuición pueda ser a su vez una tentación de Satanael, que eleva a los hombres a las alturas y les muestra desde arriba la rueda del mundo, de modo que el bien y el mal se les presentan como palancas del movimiento y todo parece necesario, el martirio de los herejes y el encarnizamiento de quien los martiriza.
Stanev representa la turbación del hombre que descubre dicha mezcolanza de lo verdadero y lo falso en todas las cosas, en los ojos del ciervo herido de muerte, en la sensualidad, en la ascesis, en el mismo intento de comprender y aceptar la ambigüedad. El desorden inflama los corazones y las masas de los herejes, fomenta revueltas sociales y produce otras y antitéticas herejías, induciendo a buscar a Dios tanto en la pureza como en la libidinosidad. La búsqueda de la Verdad absoluta abrasa cualquier verdad y se aproxima, paradójicamente, a la equivalencia y a la indiferencia de todas las cosas, la sed de pureza y la exigencia de liberarse del pecado acaban en el aturdimiento de la orgía; la vida perseguida en su esencia niega y sumerge continuamente cada una de sus caras en la contraria.
Stanev se aproxima al drama de los bogomilos con una sensibilidad nietzscheana, que le ha permitido escribir también espléndidos relatos sobre los animales. La conciencia cristiana quiere descifrar, en el fondo de la mirada del ciervo moribundo, el misterio del dolor y de la culpa, lacerando el alma en esta búsqueda sin respuesta; arrastrado por este remolino de preguntas, Sibin siente en ocasiones nostalgia de Tangra, la austera e indiferente divinidad de los protobúlgaros, el cielo que se curva sobre la estepa y sobre las cosas tal como son, sin atormentar el alma y la mente.
Las «madrigueras de herejía» se difundieron por todas partes, crecían y eran extirpadas también en Serbia, en Bosnia, en Rusia y en Occidente, pero Bulgaria era el país de los herejes por antonomasia, de los «malditos búlgaros». Kitanka se siente halagada y al mismo tiempo contrariada; este gran papel histórico de Bulgaria, que irradia por toda Europa movimientos religiosos de tanto relieve, concuerda con su patriotismo, pero no combina con la otra tesis, según la cual «nosotros, los búlgaros, siempre hemos sido ateos».