Las fosas Ardeatinas

La furia de Hitler, cuando le notificaron que la compañía Bozen había sufrido un atentado en la Via Rasella en el que habían muerto treinta y tres hombres, sobrepasó los límites de lo humano.

Las voces y los improperios que lanzó sobre el mensajero que le trajo la ingrata nueva pudieron oírse en el último rincón de la Cancillería. La reacción fue inmediata. Las casas del barrio debían ser dinamitadas y por cada alemán muerto deberían ser fusilados diez italianos.

Muchas cosas sucedieron en Roma al conocer, el alto mando, la decisión del Führer. La primera providencia fue maniobrar en el más absoluto secreto por temor a que los partisanos calentaran al pueblo de Roma incitándole a que se levantara en armas contra el ejército invasor y que asaltaran la cárcel de Regina Coeli.

El general Kesselring, comandante en jefe de los ejércitos del sur y desde su refugio del monte Soratte, se inhibió del problema juzgando, no sin razón, que éste atañía a las autoridades de la ciudad, ya que el atentado había sido efectuado contra miembros que se podían considerar de la policía.

Maeltzer, el gobernador militar, hombre de mediana edad, más conocido como Tiberio por su afición al buen vino y a las mujeres, y que residía en el hotel Excelsior, intentó desviar su responsabilidad al coronel Kappler, jefe de la Gestapo cuyo superior era el general Wolf.

Y cuando éste intentó devolver la pelota al tejado del mando de la compañía Bozen, aduciendo que eran ellos los que debían llevar a cabo la orden de fusilamiento ya que eran en definitiva los que habían sido atacados, se le argumentó que sus componentes eran hombres mayores y que jamás habían disparado un tiro y menos a corta distancia. La lista con nombres de condenados a muerte por otros motivos y que aguardaban su ejecución en la cárcel de Regina Coeli fue entregada a Kappler para su estudio en tanto que las gestiones oficiales entre el Vaticano y Ernst Von Weizsäcker, embajador del Tercer Reich en la Santa Sede, se multiplicaban.

La radio iba lanzando continuamente soflamas instando a la población romana a denunciar a los culpables bajo la amenaza de que, en caso de que no se diera con los responsables del atentado, pagarían justos por pecadores.

A las órdenes directas del Obergruppenführer de las SS Karl Wolf se hallaba un oficial eficiente y muy culto, Eugene Dollman. Había sido intérprete de confianza del mismísimo Führer en sus entrevistas con el Duce y conocía perfectamente el italiano ya que en el período de la anteguerra había acudido a Roma para realizar un estudio sobre la figura del cardenal Alejandro de Farnesio. En aquellos momentos había sido designado por el Reichsführer Heinrich Himmler como oficial de enlace entre Berlín y el general en jefe del ejército del sur, mariscal Albert Kesselring. Sus dotes para la diplomacia eran de sobra conocidas y, al enterarse el Santo Padre de la disparatada pretensión de Hitler, habiendo agotado las vías oficiales, ante la inminente ejecución de la misma, fue convocado por el secretario de Estado, cardenal Maglione para que, en compañía del padre Pfeiffer, acudiera de inmediato al Vaticano para intentar mediar en aras de que no fuera consumida aquella aberrante venganza.

El coche de Dollman aguardaba en la plaza de San Pedro, frente al intercolumnio, a que el padre Pfeiffer llegara. Éste se retrasó un poco, el tráfico rodado de la ciudad había empeorado si cabe y, desde el suceso de Via Rassella, las medidas de seguridad adoptadas eran totales. Pelotones de soldados de las SS custodiaban los edificios oficiales y agentes de la Gestapo y de la policía fascista detenían, pidiendo documentaciones, a cualquiera que les pareciera sospechoso. En cuanto Dollman divisó al sacerdote, descendió de su vehículo y fue a su encuentro. Tras los saludos de rigor, se dirigieron a la gran puerta de bronce a cuya entrada se hallaba un retén de la Guardia Suiza.

Impecable, atildado casi hasta la afectación, culto y mundano, Eugene Dollman siempre había pensado que, de no mediar las terribles circunstancias que los rodeaban, aquel sacerdote habría podido entenderse con él perfectamente e, inclusive, habrían podido llegar a ser amigos. Les unían más cosas de las que les separaban. Pfeiffer y Dollman hablaban el mismo lenguaje.

Luego de traspasar la cancela, giraron a la derecha y ascendieron por la escalinata de mármol que conducía al patio de San Dámaso. Llegados a éste, otra escalera los condujo al primer piso donde uno de los guardias suizos, vestido con su peculiar uniforme abombachado, azul y amarillo y con su no menos original casco, armado con la simbólica adarga, guardaba la puerta de las dependencias cardenalicias, bajo las mismísimas habitaciones papales. Allí los aguardaba el padre Leiber para conducirlos ante su superior. Ambos eclesiásticos se saludaron afectuosamente. Luego les indicó que le siguieran. Primeramente una galería, luego una ancha y espaciosa sala, en ella una mesa dorada y sobre la misma, un crucifijo y un birrete rojo que les daba a entender que se hallaban en las habitaciones de un príncipe de la Iglesia. De allí pasaron a otra estancia tapizada de damasco escarlata y amueblada con una sillería dorada. Bajo un baldaquino, un cuadro monumental con el retrato del pontífice y bajo éste un estrado con un trono donde se sentaba el Santo Padre cuando tenía que despachar con el secretario de Estado y, conforme a una antigua rúbrica, siempre vuelto hacia la pared ya que solamente al papa le era dado el usarla[338].

Llegados allí, el jesuita que los acompañaba, tras indicarles que el cardenal los recibiría de inmediato, se retiró. Ambos hombres aguardaron de pie la entrada del secretario. El roce de una sotana de seda y el apresurado y amortiguado paso de unos escarpines sobre una alfombra les anunció la entrada del prelado. La hizo éste por una puerta lateral y su presencia les confirmó la idea que corría por Roma de que Maglione era el álter ego del pontífice. Traje talar ribeteado de encarnado, esclavina color escarlata, ceñida la cintura con ancha faja del mismo color, pectoral adornado con un crucifijo de oro y gafas con los cristales montados al aire.

Llegado a su altura, saludó a Pfeiffer, llamándolo hermano, y extendió su mano hacia Dollman. Éste, como buen católico, se la besó.

—Gracias, Eugene —lo llamó por su nombre de pila—, por atender a mis súplicas con tanta diligencia, y espero sepa perdonar la falta de tacto en la premura de la convocatoria pero las circunstancias me han obligado a ello. ¡Pero siéntense, por Dios!

El alemán y Pfeiffer ocuparon los dos sillones ubicados frente a la mesa y el secretario lo hizo tras ella. Por romper el fuego, Dollman comentó:

—La última vez que estuve en este despacho acompañando al general Wolf, creo que no estaba este tapiz.

Tras el sillón de Maglione destacaba un hermoso tapiz representando a Juana de Arco sobre el fondo de un paisaje de su aldea de Domrémy, presidiendo el marco la cruz de Lorena.

—Es un regalo del Santo Padre. Soy muy devoto de la santa. En mi elección puede ver cuánto simpatizo con los hombres de armas que saben esgrimir la prudencia antes que la espada. Santa Juana de Arco fue una guerrera de la paz y créame, si en este siglo existieran órdenes de caballería como en tiempo de las Cruzadas, no dude que mi máxima ambición hubiera sido pertenecer a una de ellas, templarios, Santo Sepulcro, hospitalarios de San Juan, da lo mismo, pero los monjes soldados siempre han despertado en mí una singular simpatía.

—Imagino, reverencia, que no se hubiera conformado con ser un simple monje, por lo menos, gran maestre —apuntó, socarrón Dollman.

—Se sirve a Dios en cualquier escalafón de la Iglesia, el caso es poner a su servicio todas las capacidades que han sido dadas a todos los hombres, a cada uno en su esfera. No dude que envidio la paz y el silencio de los claustros más que cualquier otra cosa en el mundo.

—Lo comprendo porque a mí me sucede lo mismo sin que intervenga en ello la vocación religiosa que no tengo; pero la tranquilidad del estudioso, ya sea investigando la historia, haciendo catedrales, como mi abuelo que fue el arquitecto de la corte de Luis II de Baviera, o desempeñando tareas científicas. Crea que cuando termine este conflicto no descarto dedicarme a alguna de ellas.

—Para ello tendrá que tener la conciencia en paz. De no ser así no se puede desempeñar labor alguna.

—Ciertamente, lo que hay que hacer es cumplir puntualmente las obligaciones que la vida nos impone en cada momento. Ahora, reverencia, soy únicamente un soldado.

—Pero un soldado con influencia y muy cercano a los lugares donde se toman las grandes decisiones.

Pfeiffer seguía el diálogo de los dos personajes sabiendo que aquella esgrima previa amagaba el auténtico motivo de la visita.

Como si hubiera adivinado su pensamiento, Maglione comenzó a descubrir sus cartas.

—Quiero recalcar que hasta el día de hoy la política del Vaticano ha sido impecable y hemos cuidado sobremanera de no intervenir en asuntos entre potencias que pudieran perjudicar los intereses de nuestros fieles, particularmente en Alemania. Imagino que estará de acuerdo.

—Yo soy un pobre peón y no pinto nada en este envite, pero debo reconocer que el afán de no entrometerse en cuestiones que atañen únicamente a los beligerantes por parte del pontífice ha sido y es notorio. Amén que, si me pregunta, le diré que, al no ser una potencia terrenal, al Vaticano no le cabía otra actitud.

—Cierto, pero no olvide que un poder al que siguen quinientos millones de personas, si se decanta a un lado o a otro, puede muy bien inclinar la balanza.

—Su deducción es correcta, reverencia, pero el Vaticano debe considerar los costes que su decisión reportaría. Roma es respetada por Alemania como Ciudad Abierta y si se inclinara por el enemigo podría perder esta cualidad.

—El Santo Padre simpatiza con el pueblo alemán. No olvide que desde su nunciatura apoyó a Hitler. Pero esta condición no es óbice para que se oponga a ciertas cosas que, a todas luces, son injustas.

—Se está refiriendo sin duda a la decisión de tomar represalias contra los autores del atentado de la Via Rasella.

—Exactamente, pero no contra otras personas inocentes.

—Permítame, excelencia. Lo primero que debe saber es que el general Maeltzer está dispuesto a que nadie pague por otro, caso de que los terroristas se entreguen pero, como comprenderá, ni el gobierno ni el ejército alemán están dispuestos a permitir que una panda de asesinos maten a sus soldados a traición y en la retaguardia sin tomar las correspondientes medidas.

Ahora intervino Pfeiffer:

—La policía de cualquier país civilizado debe encontrar a los responsables de cualquier acción punible y ponerlos ante el juez. Lo que no puede hacer es entrar en un barrio donde se ha cometido un asesinato y arremeter contra los vecinos del mismo porque no encuentra a los culpables.

—Eso, padre, puede estar muy bien en tiempos de paz, pero estamos en guerra y rige el código militar. Si no castigamos la comisión de delito tan incalificable con un escarmiento ejemplar que desanime a todos aquellos que quieran transitar estos procedimientos, de aquí a dos días perecerán más soldados alemanes en la retaguardia que en el frente.

—Comprendo, y el Vaticano ya se ha pronunciado sobre tal punto en su emisora de radio, pero la policía debe buscar con diligencia a los responsables de esta incalificable carnicería antes que adoptar métodos que repugnan a los seres humanos y que pondrán al ejército alemán a la altura de estos asesinos.

—La inmediatez es parte de la ejemplaridad. No hay tiempo para consideraciones morales.

—No me hará creer que viene de dos días la ejemplaridad a la que alude y tampoco creo que, con la cantidad de amigos y confidentes que tiene la policía, aún no se tenga ninguna pista —apuntó Pfeiffer.

—Ciertamente. Voy a hacer una confidencia por ser ustedes quienes son. La Gestapo, a través de uno de los porteros de la Via delle Quatro Fontane, tiene una pista. Un triciclo con el escudo y las siglas de Cáritas parece ser que ha estado aparcado, varios días seguidos antes del atentado, en la misma esquina y que un hombre se apeó del mismo para preguntar al individuo donde había un quiosco de bebidas. Se busca el triciclo y, repasando las listas de los colaboradores de Cáritas, se ha encontrado la documentación con la foto de carné de un individuo que ha sido reconocido por el portero como el hombre que le pidió la dirección del quiosco. Su nombre es Ferdinand Cossaert Van Engelen, y hace poco llegó de Alemania. Vivía en la pensión Chanti cercana a la Stazione Termini y desde antes del atentado no ha comparecido por allí. Se van a hacer ampliaciones y se va a empapelar Roma. En circunstancias normales, por ese hilo se sacaría el ovillo, pero no hay tiempo. El Führer ha ordenado un escarmiento inmediato.

—He hablado con el embajador Moellhausen[339] y se siente impotente para detener la debacle que se avecina y es por ello que lo he llamado, pero me gustaría que me confirmara, porque corren muchos bulos, en qué va a consistir dicho escarmiento.

—Se han pedido diez vidas por cada una de las víctimas —contestó.

Maglione cruzó una mirada con Pfeiffer, de cuyo rostro había desaparecido el color.

—Ya le he adelantado lo que había, padre.

Pfeiffer saltó.

—¡Pero esto es una barbaridad! ¡Su país no puede caer en esta clase de barbarie!

—Nos han obligado a ello. Bastante se ha conseguido. La primera orden era demoler las casas del barrio. Si se entregan los culpables, no habrá víctimas inocentes. Lo que debe hacer el Santo Padre, si me permiten el consejo, es incitar al pueblo de Roma, como pastor suyo que es, a denunciar a los miserables que han cometido tamaña fechoría.

Maglione no cejaba.

—El papa ya lo ha hecho, pero ya sabe usted que las fuerzas partisanas están dominadas por los comunistas y sus acólitos no colaboran con el Vaticano.

—Entonces lamento informarle de que la represalia se llevará a cabo mañana a las tres de la tarde.

—Eugene —el cardenal lo llamó por su nombre de pila—, sé que tiene usted un gran ascendente sobre el general Wolf, la vía diplomática está agotada, debe ayudar al Santo Padre a que esa horripilante venganza no se lleve a cabo.

—Lo lamento, reverencia. Lo que me pide escapa completamente a mis posibilidades. Si el general no cumple las órdenes directas que han llegado de Berlín, según mi opinión, lo único que puede hacer es pegarse un tiro.

Luego de una larga pausa, Pfeiffer preguntó:

—Y ¿quiénes serán los escogidos para el sacrificio?

—No se preocupe por esto. Kappler ha ordenado que los trescientos treinta y cinco rehenes se escojan de entre los condenados a muerte que aguardan su momento en la cárcel de Regina Coeli, de tal forma que únicamente se adelantará su ejecución, puesto que de todas formas eran hombres muertos.

Maglione intervino nuevamente.

—Entonces le suplico en nombre de Su Santidad que mire si en esta lista está Giuliano Vassalli[340], no es un delincuente ni ha atentado contra nadie, está condenado por sus ideas políticas, su familia es muy allegada al Pontífice, ¡sálvelo!

Dollman extrajo un libretita de tapas de cuero del bolsillo superior de su guerrera y anotó el nombre.

—No me comprometo a nada. Veré lo que puedo hacer.

—De cualquier manera y en nombre de Su Santidad le doy las gracias.

—Y ¿cuándo y dónde se llevará a cabo? —interrogó Pfeiffer.

—Mañana 24 en las canteras de arena que hay a un kilómetro de Roma, entre las catacumbas de Domitila y de San Calixto en la Via Ardeatina. No hace falta que les diga que este punto es totalmente confidencial ya que hay órdenes de que si existe el menor alboroto entre los presos de Regina Coeli, a los que se va a engañar obligándoles a coger sus enseres para hacerles creer que se trata de un simple traslado, entonces el resultado será mucho peor.

Pfeiffer intervino de nuevo.

—Entonces, ¿qué es lo que nos queda por hacer?

—Rezar.

A las siete de la noche sonó el teléfono. Esther descolgó el auricular. Era el padre Pfeiffer.

—Hola Angela. Conviene que vengas a mi despacho. He estado en el Vaticano. Hay noticias pavorosas, he de verte.

—¿He de venir yo sola?

—Tú sola. Que Ferdinand no pise la calle bajo ninguna excusa, la situación es muy grave, ya te contaré.

—Voy para allá.

Luego de ayudar a escapar a Bentivegna y a Capponi, Manfred y Esther se refugiaron en el pisito de esta última, dejando el triciclo abandonado en una calle lejana. La radio oficial comenzó a dar noticias. A las cinco de la tarde decidieron que Manfred se quedaría en la casa en tanto no se aclarara la situación aunque estaba seguro de que no habían dejado rastros. Habían recorrido la red del alcantarillado y habían hecho salir a los dos conjurados en dos lugares diferentes y muy apartados entre sí antes de dirigirse a la salida que tenían estudiada para ellos y que estaba en una travesía apartada de la Via Aulestina en la falda de la colina del Viminal.

Cuando Esther colgó el auricular y ante la mirada inquisidora de Manfred, aclaró, en tanto tomaba un abrigo y un pañuelo para cubrirse la cabeza:

—Es Pfeiffer. Que vaya enseguida.

—Voy contigo.

—Ha dicho que vaya sola.

—¿Porqué?

—Imagino que debes de correr peligro.

—Y ¿tú no?

—Manfred, he estado aquí contigo desde que hemos llegado, sé tanto como tú. Pfeiffer ha recalcado que vaya sola.

Sin decir nada más, la muchacha tomó las llaves y, luego de colocarse el pañuelo, salió de la estancia. Lo último que oyó antes de cerrar la puerta del rellano fue:

—¡Anda con ojo, falta menos de hora y media para que den el toque de queda!

La Casa de los Salvatorianos estaba a dos cuadras de la suya. Con paso apresurado se dirigió hacia ella y llegó al tiempo que las devotas salían del rosario de las siete.

Como la sabía de memoria, hizo la ruta habitual y luego de saludar al hermano Policarpo, que era el celador de la portería y que la conocía de otras ocasiones, subió la escalera a la que se accedía desde la entrada y también desde detrás de la sacristía, y se plantó delante de la puerta del sacerdote.

Unos golpes ligeros y ésta se abrió. Nada más ver al padre, supo que le iba a comunicar algo grave.

—Pasa, hija.

La muchacha entró en el austero cuarto y al punto se vio frente a la atribulada mirada del fraile. Éste se sentó en el silloncito de detrás de la mesa y la interrogó.

—¿Qué ha pasado Angela?, ¿qué es lo que habéis hecho? ¿Estáis implicados Manfred y tú en el atentado de esta mañana?

La muchacha permaneció muda.

—No hace falta que digas nada. Han muerto treinta y tres hombres y la represalia va a ser terrible.

Esther se defendió.

—Usted sabe, padre, que estoy con los partisanos y todavía más desde que se llevaron a Settimia. Estamos en guerra y, si no lo tengo mal entendido, se trata de hacer el máximo daño al enemigo.

Pfeiffer, quitándose las gafas, se restregó los ojos.

—Todo esto es terrible. La acción de esta mañana costará la vida a trescientos treinta y cinco hombres, escogidos de entre los presos de Regina Coeli.

La muchacha quedó sobrecogida. Luego reaccionó:

—¡Son unos canallas! Nosotros hemos atacado a un batallón de soldados. Ellos se vengan en civiles.

—¡¿Pues qué esperabais, hija?! ¿No conoces cómo las gastan estas bestias?

—Obedecemos órdenes.

—Pues quien las da debe sopesar sus consecuencias. Dime, ¿habéis intervenido directamente?

—No, padre. Manfred y yo únicamente hemos cubierto la retirada.

—Pues la única referencia que tienen es una foto de Manfred, mañana habrán carteles pegados en todas las paredes de Roma. Han encontrado el triciclo y saben que trabajaba en Cáritas. Han registrado la pensión en la que vivía. No dudes que es cuestión de honor para la Gestapo el coger a un culpable, y a través de él a todos los demás, aunque esta circunstancia no es óbice para que lleven a cabo la tropelía que pretenden hacer.

Por la expresión de la muchacha entendió el sacerdote que la noticia le había calado hondo y que la había afectado en grado sumo.

El fraile prosiguió.

—Tengo un escucha en el Vaticano y cada movimiento que planifiquen me será comunicado. ¿Me has dicho que Manfred está en tu casa?

Esther asintió con un gesto.

—Por el momento, y hasta que yo os avise, que no se mueva ni pise la calle bajo ningún concepto. Voy a preparar un escondrijo aquí en el convento. No conviene que te veas involucrada. De ti no saben nada. Si cae, la red estará perdida. Ahora márchate y habla con él. No mováis ni un dedo hasta tener noticias mías.

—De acuerdo, padre. Esperaremos su llamada.

—Que Dios os perdone, hija mía.

—Dios nos perdonará padre. Es amigo de Jehová y ninguno de los dos es nazi.

Cuando Esther regresó y puso al corriente a Manfred de todo lo hablado con Pfeiffer y de las intenciones de los mandos alemanes, el desespero del muchacho fue inmenso. El conocer que le perseguían, aunque ignoraba cómo habían logrado localizarlo precisamente a él, le afectó mucho menos que saber que, por la acción de la mañana, iban a morir trescientos treinta y cinco inocentes. No lo pudo impedir, se sentó en el sofá y, escondiendo el rostro entre las manos, lloró amargas lágrimas.

Cuando pudo dominar el llanto, se enjugó los ojos con un pañuelo y habló:

—Me voy a pegar un tiro.

Ella se sentó a su lado y le acarició el rostro.

—No vas a hacer nada. Vas a vivir y a luchar para que esto se acabe lo antes posible. Ellos no entienden de guerras limpias o sucias, tú lo sabes bien. Su lema es acabar con todos aquellos que no comulgan con sus credos y ya está, recuerda a los tuyos como yo me acuerdo de los míos y de Settimia. ¿Vas a pretender jugar limpio a estas alturas del partido?, ¡no seas ingenuo!

—Pero Esther, ¡van a morir trescientos treinta y cinco hombres y yo habré colaborado en su asesinato!

—¡Tú solo obedeces órdenes! Los que están más arriba planifican la estrategia.

—¡Pero no los han cogido a ellos! Tal vez si me presento y les entrego una cabeza de turco confesando que he puesto la bomba, salve la vida de estos infelices.

—A veces creo que eres un crío, Manfred. ¿Quieres que te diga lo que ocurrirá si te entregas? Pues que antes de colgarte como a un perro te sacarán los hígados y te harán confesar todo lo que sabes y además mañana fusilarán igualmente a los rehenes.

—¡He de hacer algo!

—No vas a hacer nada más que lo que ha dicho Pfeiffer.

—Si me quedo te comprometo y esta empanada ya me la tragué una vez.

—No quiero que te vayas Manfred. ¡Si te pasara algo me moriría!

Él la miró a los ojos, ella se levantó y lo tomó de la mano.

—¿Qué vas a hacer?

—Estás cansado. Vas a descansar y mañana verás las cosas de otra manera.

—De acuerdo, pero mañana me iré. No quiero involucrarte en toda esta mierda.

—No me has involucrado tú, en todo caso te he implicado yo a ti. Recuerda que ya estaba en ello antes de que llegaras a mi vida. Ven.

La muchacha le condujo hasta el pequeño dormitorio.

—¿Qué haces?

—Todavía nada. Voy a hacer.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a hacer el amor contigo.

—No, Esther, ya me ocurrió una vez, no quiero hipotecar tu mañana por un momento en el que la compasión te impele a actos de los que te puedes arrepentir. El mañana no nos pertenece.

—Pero el hoy sí. Ven, y ten claro que lo que voy a hacer no me lo inspira la compasión.

Los latidos alocados de sus corazones apagaron el ruido de las bombas que se oían en la lejanía.