La Olimpiada

En la terraza del Youngfrau, uno de los cafés más cosmopolitas de Breguenstrasse, Hanna, Sigfrid y Eric charlaban animadamente. El día era hermoso y la ciudad rebosaba de visitantes. Banderas de las cuarenta y nueve naciones que participaban en los Juegos de 1936 ondeaban al viento, intercaladas con la blanca de los cinco aros multicolores que simbolizaba el ideal olímpico, a lo largo de toda la avenida de los Tilos. El público llenaba las calles y los berlineses estaban orgullosos de su ciudad. Todo el mundo andaba con horarios y programas en la mano para poder informarse de los diferentes medios de transporte —tranvías, autobuses y metros— que los llevaran a los diversos lugares donde se iban a desarrollar las pruebas de sus eventos favoritos: palacios de deportes, pabellones acondicionados, etc. Pero sin duda, la estrella del anillo olímpico era el estadio de forma oval y con capacidad para cien mil espectadores, inaugurado al efecto para tan señalada ocasión y al que se accedía a través del Maifeld, la plaza que lo acogía y que tenía una capacidad para un numero de personas cinco veces mayor. La obra vedette de los undécimos Juegos había sido planificada y realizada por el arquitecto Werner Mach y el día de la inauguración fue la admiración de propios y extraños. En el desfile inaugural participaron 4.066 deportistas y al aparecer por la puerta de Marte el equipo alemán con Fritz Schilgen, su abanderado al frente. El mismo atleta que había recibido la antorcha olímpica, que había partido de Grecia el 20 de julio anterior, de manos de Kyril Kondylis, y que lo hizo precedido por las Juventudes Hitlerianas que abrían el desfile a los acordes de la Marcha de Tannhauser, y por el himno del partido nazi, el Horst Wessel lied que luego habría de sonar 480 veces durante los juegos. La multitud estalló en una ovación absolutamente delirante, únicamente comparable a la que momentos antes había prodigado a Adolf Hitler cuando junto a sus invitados, el rey de Bulgaria, el príncipe del Piamonte y la princesa María de Saboya, los herederos de las coronas de Suecia y de Grecia y Edda, la hija de Benito Mussolini, ocupaba el palco de honor y saludaba a la muchedumbre enardecida brazo en alto con la palma abierta, en el típico ademán nazi.

En este acto, además de por la plana mayor de su gobierno, el canciller estaba acompañado por los miembros del Comité Olímpico, al frente del cual figuraba su presidente el barón Henri Baillet Latour, con quien tuvo grandes problemas ya que, antes del inicio de los Juegos, hizo lo imposible por eliminar a uno de los miembros del Comité Olímpico Alemán, Theodore Lewald, por su condición de judío, y pretendió sustituirlo por Hans von Taschmer und Osten, fiel hitleriano.

Sigfrid pasaba unos días en los que la alegría de poder presenciar una Olimpiada en su país se mezclaba con la tristeza de no haber podido participar en ella a causa de su invalidez. De cualquier manera el primer sentimiento dominaba al segundo y más aún aquella tarde en la que tenían dos planes sucesivos y apasionantes, en primer lugar llegarse al palacete Brosemberg donde se iban a celebrar las finales de florete masculino y femenino, disciplina que apasionaba a Eric, para a continuación acudir el estadio olímpico y asistir, entre otras pruebas, a la final de los cien metros donde un negro norteamericano, Jesse Owens, partía como claro favorito ante Lutz Long, la emergente estrella alemana, ya que desde el año anterior tenía un registro de 10,2 obtenido representando a la Universidad de Ohio durante la trigesimoquinta Conferencia del Oeste celebrada en Anne Harbour (Michigan).

—No me diréis que todo esto no es maravilloso —comentó Eric señalando la animación que se veía por todas partes.

—Es una lástima que no sea siempre así. —Sigfrid fue el que respondió.

—No seas cenizo, ¿qué quieres decir con lo de «siempre»?

—Que hemos de mostrar al mundo nuestra cara amable, estaría feo que comprobaran lo que aquí está pasando los días de cada día.

Hanna intervino.

—Déjalo hermano y tengamos la fiesta en paz, disfrutemos de este tiempo maravilloso, somos jóvenes, el día es magnífico y cada año no son los Juegos en Alemania.

Ahora el que estaba encorajinado era Eric.

—Lo siento Hanna pero es que me cabrea la negatividad de tu hermano, por cuatro incidentes de cuatro detenciones que cualquier país que se precie llevaría a cabo ante una ocasión tan importante, resulta que meter en la cárcel a unos indeseables es delito de leso exterminio étnico.

Sigfrid tenía el día irónico.

—Pero ¿a que entre estos cuatro delincuentes no hay ninguno rubio y con ojos azules como tú?

—¡Eres un imbécil, Sigfrid, y ya me voy hartando que con la excusa de tu cojera tengamos que aguantar todos los días tus impertinencias!

—¿¡Me dirás que no pasa nada!? ¡No te lo crees ni tú! ¡Pasen, señores, pasen, vengan y conozcan Nazilandia, el paraíso de los gitanos y de los judíos!

—¿Quieres bajar la voz?

—¿Por qué? ¡No pasa nada Eric, a tus amigos no les importa lo que sea cada quien!

—¡Mira si les importa que esta tarde vas a ver a Helen Mayer!, una tiradora de esgrima judía compitiendo por la medalla de oro y, ¿sabes por qué?

—Porque es la imagen externa que quieren dar, ¡idiota! Su bandera de libertad ante todos los que han venido a la Olimpiada, para que, al llegar a sus países, digan: «Si no pasa nada, fíjate que la campeona de Alemania de florete y finalista olímpica es judía.» ¿No han autorizado durante estos días la música de jazz?, pues lo mismo[55].

—Estás muy equivocado Sigfrid, lo que ocurre es que la Mayer es una buena alemana y al régimen no le importa si es judía o si es musulmana, lo que le importa es que es una buena deportista y ama a su país.

Sigfrid estaba encendido.

—¡Lo que pasa es que es una judía educada en Norteamérica y para impedirle participar hacen falta mucho bemoles! ¿¡Qué ha ocurrido con Frantz Orgler, Werner Schattmann, Max Seligam, o Gretel Bergamann!?[56]

—Que ¿qué ha ocurrido? Pues que no hicieron las mínimas en la previas.

—¡Ya, ya te entiendo! Pero ¿es posible que seas tan ciego que no te des cuenta de que hasta han retirado de las calles, durante estos días, los carteles antisemitas y que Der Sturmer[57], el libelo de ese indeseable de Julius Streicher, no está en los quioscos?

—¿Queréis dejarlo, chicos? ¿Por qué no discutís la semana que viene que yo estaré haciendo turismo en Viena?

—No me lo digas que me pongo de mal humor. —A Eric se le hacía muy cuesta arriba el que su novia se fuera de viaje.

—Tonto, sólo serán quince días. —Hanna lo despeinó juguetona, halagada porque, al muchacho, su ausencia le pareciera una eternidad.

Sigfrid intervino:

—Si no queréis llegar tarde hemos de empezar a movernos.

Llamaron al camarero y tras pagar las consumiciones partieron hacia el palacete donde se desarrollaban las competiciones de esgrima. La Mayer ganó la plata detrás de la húngara Ilona Schacherer que fue oro y por delante de la austriaca Preis que fue bronce. Cuando sonó el himno alemán la deportista no pudo contener las lágrimas.

—¿Te das cuenta Sigfrid cómo se puede ser judío y buen alemán?

Hanna intervino:

—No, otra vez no, no empecemos otra vez, Eric, ¡por favor!

Luego, haciendo dos transbordos, fueron por Rominter hasta Hanns Braun llegando finalmente al estadio olímpico y accediendo a unas magníficas localidades regalo del padre de Eric.

El ambiente era indescriptible, tras varias especialidades llegó la prueba reina de la olimpiada, los cien metros lisos. Los atletas se colocaron en sus puestos aguardando las voces correspondientes, por el pasillo tres corría el alemán y por el ocho el norteamericano. A la orden conveniente colocaron un pie en el cajón y agachándose apoyaron únicamente el pulgar y el índice de ambas manos en el límite de la marca. El silencio se podía cortar, de nuevo otra orden y los ocho se alzaron sobre el apoyo, sonó el disparo y partieron como una exhalación multicolor, acompañados por el rugido de un mar de gargantas, al principio el alemán y el inglés cobraron una ligerísima ventaja pero cuando iban por la mitad de la carrera, apareció una sombra negra que, como el viento, los sobrepasó sin que nadie pudiera seguirlo. ¡Owens había ganado! La gente no daba crédito a lo que estaba viendo, entonces sucedió algo impensable, el atleta alemán Lutz Long se dirigió hacia el atleta de color y tomándolo de la cintura, dio la vuelta al estadio[58]. Luego, en el podio, se repartieron las medallas y las coronas de laurel. Finalmente, Owens se dirigió al palco de presidencia para estrechar la mano del Führer.

No solamente el estadio sino Berlín entero pudo verlo a través de la televisión[59]: Hitler, antes que el negro consiguiera subir la estrecha escalera y llegar hasta él, ante la mirada atónita de las delegaciones extranjeras y acompañado de sus ilustres invitados, dio la espalda al atleta y abandonó el palco.

Sigfrid, sonriente, se volvió hacia su amigo.

—Debe de haberse constipado, Eric, o tal vez tenga que hacer la cena para sus invitados.