Córdoba

El viaje de los Ben Amía tocaba a su fin. Había durado nueve días con sus correspondientes noches y había transcurrido por muy diversos parajes siguiendo la ruta alternativa de Al Idris[155]. Siempre precedidos por la escolta que el rey había tenido a bien concederles para cumplir la promesa hecha al gran rabino en su lecho de muerte, y cuya sola presencia disuadía de acercarse a ellos, a aquellos cuyo único oficio radicaba en el expolio y la rapiña de viajeros. De Toledo habían dirigido sus pasos a Yébenes para, pasando por Malagón, descender hasta Calatrava y de allí en dos etapas hasta Caracuel, para descansar una jornada completa en la Venta de Alcudia. Luego, bien protegidos por la escolta que anduvo ojo avizor y mano presta al pomo de la espada, a causa de las partidas de bandoleros, indistintamente moros o cristianos, que anidaban en aquellos riscos, pasaron Sierra Morena por los abruptos puertos de Yabal al Harir —Monte de la Seda— y Calatroveño, para, dejando atrás el castillo de Pedroche, dirigirse a Montoro para finalmente desde allí descender hasta Córdoba.

Esther, que partió de Toledo absolutamente desolada, a medida que el viaje transcurría y los días iban mitigando su dolor fue captando las indiscutibles calidades que adornaban el espíritu de su esposo no sólo a través de las conversaciones mantenidas con su ama sino también por el trato exquisito que éste tenía para con ella; todo ello coadyuvó a que poco a poco Rubén fuera ganando su voluntad, y lo que más influyó en tal logro fue la actitud de respeto que el muchacho mostró hacia su persona, pues no hizo insinuación alguna en lo referente a consumar el matrimonio, permitiendo que cada noche y en las paradas que fueran haciendo, ya fuera en una población donde se hallara acomodo en un posada, venta o albergue, o en campo abierto en donde a veces las circunstancias les obligaban a detenerse y entonces se pernoctaba en las galeras, la muchacha compartiera acomodo con Sara, que no comprendía la manera de comportarse del recién casado. Cierto día, habiendo ya sobrepasado Puertollano, Rubén la invitó a montar la mansa acanea que a veces cabalgaba Gedeón, ya que el día era hermoso e invitaba a viajar al aire libre y a respirar fuera de la carroza. El viejo criado se encaramó en el carricoche junto a Sara, y Esther agradeció la oportunidad que se le brindaba, ya que su juventud le pedía ejercicio y los días pasados bajo el acharolado tejadillo del carruaje se le hacían eternos. De hacer el camino, como sin duda lo hubiera hecho, con su amado Simón, caso que sus planes referidos a aquel maldito Viernes Santo de los cristianos hubieran salido tal como había planeado y no hubiera caído sobre sus cabezas el cúmulo de desventuras que habían acaecido en aquella infausta noche.

Cabalgaba Esther, instalada en sus pensamientos, acomodada de costado en la alta montura de dama que, al desmontar Gedeón, habían ajustado los postillones[156], rumiando lo increíble de toda aquella circunstancia, cuando percibió que su esposo había adecuado el paso de su cabalgadura al de la de ella; tiempo después todavía recordaba perfectamente el diálogo:

—Tenemos pocas ocasiones de hablar, esposa mía, ya que durante el día debo andar vigilante junto a la escolta para que nada perturbe la seguridad de vuestro viaje; y de noche, roto por el cansancio y por el respeto que tengo a vuestro reposo, me parece improcedente turbaros con exigencias de marido que, en estas circunstancias, me parecen inadecuadas.

Recordaba que, azorada, respondió algo parecido a:

—Estoy aquí, acatando la póstuma voluntad de mi padre el gran rabino y dispuesta a ser una obediente y buena esposa.

—Cosa que os agradezco, Esther, pero mi deseo más íntimo es que algún día consiga ganarme, no vuestro respeto sino vuestro amor que por otra parte intuyo, pertenece a otro.

Ella no esperaba aquella respuesta y su momentáneo silencio corroboró a Rubén que su conjetura estaba justificada.

—Considero, Rubén, que malo es fundamentar cualquier relación, sea de amigos o de marido y mujer, en la mentira y no va con mi carácter ni jamás ha sido ésta mi manera de proceder; realmente tenéis razón pero os habéis equivocado en el tiempo del verbo, no es pertenece, es pertenecía. El hombre al que yo había entregado mi corazón ofreció su vida por nuestro pueblo y eso hizo posible que me desposarais; sois un buen hombre y si esta unión ha sido el último acto que pude hacer por complacer a mi padre, ésta fue mi ofrenda porque ya todo daba igual.

—Aquélla, en verdad, fue una terrible noche, y, ¿puedo saber quién era el elegido de vuestro corazón?

—Qué más da, dejemos a los muertos con los muertos, seré vuestra esposa de hecho y consumaré nuestros esponsales cuando vos lo deseéis y os agradezco que hayáis respetado mi duelo y aplazado nuestro primer encuentro como marido y mujer para mejor ocasión, pero sabed que estoy dispuesta.

—¿Añadiréis, tal vez, que al sacrificio?

—No es preciso el amor para cumplir la obligación que me he impuesto, entendedlo, Rubén, el día que dispongáis me hallaréis preparada.

—Difícil me lo ponéis, señora. Si ignorar quién es mi rival es asaz complicado, más lo es tener que disputar vuestro amor a un fantasma cuya muerte lo ha adornado, ante vuestros ojos, de las más excelsas virtudes.

Tras este razonamiento, Rubén permaneció en silencio un buen rato en tanto que la mente de Esther evocaba momentos y frases que formaban el acervo de recuerdos que los cortos instantes vividos junto a su amor habían depositado en su corazón cual rescoldo de hoguera inextinguible.

Súbitamente sintió que el pecho de Rubén exhalaba un profundo suspiro y oyó de nuevo su voz.

—Os agradezco infinito vuestra actitud que por otra parte os ennoblece y descubro en vos cualidades más propias de hombres, como son la sinceridad y la conciencia del deber, que no de mujer. Si no una amante esposa, cierto estoy que en vos hay un excelente y fiel camarada que velará por nuestros comunes intereses; creo que merecéis la confianza que voy a depositar en vos relativa a todas aquellas cosas que conciernan a nuestra familia y que he arreglado.

Esther lo miró interrogante.

—Me honráis y no lo dudéis: si no amor, hallaréis en mí una firme compañera; vuestra empresa será la mía y míos vuestros intereses.

Rubén, sin solución de continuidad, comenzó a hacerla partícipe de sus planes y a ampliar todas las confidencias que anteriormente le había hecho en Toledo.

—Antes de partir, me puse en contacto con el rabinato de Sevilla a través de mi padre, pero sin decir que soy su hijo, y he obtenido plaza de maestro en la jeder de la aljama para dar clases a los jóvenes, así mismo ejerceré de chazán[157] en la sinagoga que está junto a la Puerta de las Perlas[158] en la plaza de Azueyca, que tiene su entrada por la calle de Archeros, y además también practicaré de mohel[159], tarea para la que así mismo creo estar dotado. Sin contar con la herencia de vuestro padre podremos vivir con dignidad del fruto de mi trabajo. Sevilla es una gran ciudad y, al igual que a Toledo el Tajo, baña sus aledaños el Guadalquivir, un río caudaloso y navegable, a cuya orilla viviremos en una quinta preciosa que he adquirido a través de apoderados que lo fueron de vuestro padre, que Elohim haya acogido en su seno, ya que el adelantado del rey, don Alvar Pérez de Guzmán, conde de Niebla, nos ha autorizado, como a alguna otra familia, a morar fuera de la aljama. Gozaremos de la protección real; y ahora debo deciros lo más importante.

Esther lo miró expectante.

—Cuando lleguemos a Sevilla desaparecerán los apellidos de Ben Amía y de Abranavel. El rey nos ha autorizado a cambiarlos por los segundos de mi familia: Labrat Ben Batalla, a fin y efecto de que se desvanezcan los vestigios de nuestra historia, para lo cual ya me he proveído de los correspondientes salvoconductos y acreditaciones selladas por el mismísimo Juan I. De esta manera espero que nuestros días transcurran en paz con nuestros vecinos y que nuestros hijos no tengan que sufrir otra calamidad como la que asoló la aljama de las Tiendas. En llegando a Córdoba despediré la escolta y continuaremos hacia Écija sin ella, prefiero arriesgarme a un encuentro embarazoso antes que, a través de alguna indiscreción, se sepa en Toledo adónde hemos encaminado nuestros pasos y cuál es el destino final de nuestro viaje.

—Agradezco infinitamente vuestra confianza y no dudéis que de mi boca nada ha de salir sin vuestra autorización, aunque no os niego que me va a resultar dificultoso recordar que a partir de este momento ya no me llamo Abranavel. Pero decidme, ¿qué es lo que vais a hacer con los criados?

—Los únicos que seguirán con nosotros serán el viejo Gedeón y Sara, vuestra ama; a los demás se les abonará la mitad de sus emolumentos en Córdoba y la otra mitad en Toledo a su regreso. Nadie sabrá nada al respecto de nuestra nueva identidad.

Tras esta larga charla Esther regresó a la carreta.

Córdoba la Sultana, arrebatada al islam por Fernando III, apareció en una revuelta del camino ante sus asombrados ojos, hermosa y engalanada como una novia. La riqueza de su vega y su desbordante arquitectura árabe contrastaba fuertemente con la sobria construcción de la ciudad castellana dejada atrás junto a sus recuerdos más queridos. Pronto ante su vista apareció Medina Azahara, el palacio que Abderramán III enamorado edificó en el 936 en un risco a dos leguas de Córdoba, sembrando las laderas del monte de flores de azahar a fin de que su amante cristiana, la bella Al-Zahara —La Flor— viera en la amanecida la blancura de la nieve a la que estaba acostumbrada en el frío reino del norte del que procedía. El palacio fue en tiempos estandarte y orgullo de la dinastía omeya, y fue allí donde Rubén despidió a la escolta agradeciendo los servicios prestados y entregando al capitán una fuerte suma a repartir con sus soldados, diciéndole que habían llegado al final de su viaje. El destacamento volvió grupas tras desearles los mejores augurios y, a las dos horas, las galeras acompañadas de las cabalgaduras de los criados se adentraron en la ciudad a fin de descansar unos días y reponer fuerzas, antes de completar la última etapa de su viaje, que pretendía Rubén fuera en compañía de algunas de las caravanas de comerciantes que se dirigían a mercar a Sevilla. Luego de intentar hallar una fórmula que asegurase el transporte de los tesoros que iban ocultos en el interior de las carretas, para lo cual, en Córdoba, debía acudir a la Casa de la Banca, antigua ceca mora, y ponerse en contacto con el dayanim que amén de serlo ejercía de banquero, antiguo amigo de su padre al que por cierto, éste, debía algunos favores.

Fueron entrando en la ciudad y aunque su momento de esplendor ya había pasado, a través de la visión de calles, plazas y edificios, Esther, que observaba el exterior por la rendija que mediaba entre la persianilla que cubría la ventana y el marco de la misma, quedó prendada del espectáculo que se ofrecía ante sus ojos. Las gentes eran muy diferentes a las de Toledo y el contraste entre la seriedad de los castellanos forjada por las inclemencias del tiempo y la dureza del agro de Castilla, y la alegría que, por todos los poros, respiraba aquella ciudad, la sorprendió y cautivó su espíritu.

—Ama, ¡¿ven vuestros ojos lo que ven los míos?!

Sara replicó adusta:

—No es conveniente que os distingan desde el exterior, niña, tiempo habrá, si vuestro esposo nos da permiso, de acudir a las plazas y visitar lo que haya que ver.

—¡Qué rancia sois, ama! ¡Harta estoy de consejas[160] de vieja, por mi vida que no pienso ser una sumisa esposa hasta el punto de no mover un dedo sin la autorización de mi marido! Cuando era soltera porque era soltera y estaba sometida a la autoridad de mi padre, ¡que Adonai haya acogido en su seno!, y ahora que me he casado, porque debo respeto y obediencia absoluta a mi marido, ¿me queréis decir cuándo, una mujer judía, puede disponer de su tiempo a su libre antojo?

—Nunca, niña, el libro así lo dice: «La mujer deberá ser como la candela encendida que aguarda, alumbrando la noche, el regreso del esposo.»

—Pues ese libro no me interesa.

—¡A fe mía que, además de atrevida, sois olvidadiza! ¿A mí me queréis decir que siempre guardasteis obediencia a vuestro señor padre? Si tal hubierais hecho y si mi amor por vos no me hubiera empujado a intentar aliviar vuestras cuitas, nos habríamos ahorrado un sinfín de desazones y quebrantos.

El recuerdo de Simón volvió a la mente de Esther y sin pretender lastimarla arremetió contra Sara.

—¡Ama, tenéis el don de la oportunidad, no sé cómo lo hacéis, pero siempre que algo me place y me ayuda a olvidar, conseguís que la tristeza y la añoranza se instalen de nuevo en mi espíritu!

En aquel momento el caballo de Rubén llegó a la altura del carricoche y oyendo voces en el interior, alzó la cortinilla, interrogando:

—¿Ocurre algo, señoras?

—Nada, esposo mío, comentaba con mi ama cuán diferente parece ser esta ciudad respecto a Toledo.

—Los climas son los que condicionan el carácter de las gentes, señora, el invierno en Toledo es crudo e invita a resguardarse en el interior de las casas y arrimarse al amor de la lumbre; en cambio aquí es templado y durante medio año las gentes hacen vida en las calles.

La llegada de Rubén había propiciado la oportunidad de dejar alzada la cortinilla de la galera, circunstancia que Esther aprovechó.

—¿Os importa, esposo mío, que alce la cortinilla a fin de que Sara y yo podamos ver desde aquí la animación de Córdoba en tanto llegamos a nuestro destino?

—No tenéis por qué ocultaros, esposa mía; nosotros somos judíos, nuestra religión no obliga a las mujeres a ocultar el rostro tras un velo y menos aún un perfil como el vuestro, al que sin duda envidian los ángeles. El recato no está reñido con la mesura.

Esther lanzó sobre Sara una mirada triunfal que ésta acusó.

—No me refería a ningún precepto de nuestra religión, aludía únicamente a la obediencia que debéis a vuestro esposo y al recato y decoro que deben presidir los actos de una esposa judía.

En el ínterin, Rubén había espoleado al noble bruto, y sus oídos, habiéndose adelantado cuatro o cinco varas, no pudieron captar el último párrafo de la conversación que mantenían las dos mujeres.

—Como comprenderéis, no voy a pasar toda mi vida pidiendo autorización para nimiedades. Os repito por última vez: soy una mujer casada y creo tener criterio para distinguir entre las cosas que conciernen a mi marido y las que dependen de mí; pediré permiso cuando crea que debo hacerlo procurando no importunar a mi esposo con pequeñeces y espero que, a la vez, vos hagáis lo propio conmigo y que, por cierto, dejéis de considerarme como una chiquilla y me tratéis con el respeto y consideración que corresponde a mi nuevo estado; para que os hagáis un barrunto, lo mismo que tratabais a mi madre.

En esto andaban cuando, a los gritos y silbos del auriga y con los pertinentes chasquidos del restallar del rebenque y el crujir de los ejes, el carricoche se detuvo en la puerta de una posada y tras él lo hicieron las otras carretas.

Rubén, que había desmontado, se acercó a la portezuela del carruaje y en tanto el postillón sujetaba a los caballos, asomándose a la ventanilla se dirigió a su joven esposa:

—Aquí descansaremos un par de días a fin de que pueda llevar a cabo las diligencias que he venido a hacer; los criados bajarán vuestros baúles y las caballerías recibirán el trato pertinente. Cuando ya estéis instalada, y en tanto regrese, creo que os agradará visitar el zoco, su mercado es famoso desde tiempos inmemoriales y en él encontraréis telas, abalorios, perfumes, marfiles, jades y otras mil mercancías valiosísimas que vienen de lejanos países y que no habéis visto jamás; no olvidéis que, en tiempos de Abderramán, esta ciudad fue faro del mundo y pese a que, desde que es cristiana, ya no es lo que era, todavía conserva vestigios de su antigua grandeza.

Descendieron las mujeres de la galera y recogiendo el revoloteo bullanguero de sus sayas para evitar el polvo, atravesaron la cancela de la posada y se introdujeron en un umbrío patio empedrado con grandes e irregulares losas cuya sombra procuraba un tupido limonero, y su frescor, el regate de una fuente cantarina que manaba de un historiado bitoque en forma de basilisco.

Apenas llegadas, un servicial posadero salió al encuentro de aquel grupo que parecía adinerado a fin de ofrecerle los servicios de su afamada hostería. Vestía el hombre un jubón cerrado en su escote con una fina guindaleza y que le llegaba hasta los muslos; cubrían sus piernas unos calzones de ruda sarga que ajustaba bajo sus rodillas mediante una cintas que a su vez sujetaban unas medias de vasta urdimbre que se embutían en unos zuecos de cuero y madera y cubría todo el conjunto un mandil que en tiempos debía de haber sido blanco pero que en la actualidad ofrecía un tono amarillento y que mostraba algún que otro lamparón.

—¡Bienvenidos, señores, al Mirlo Blanco, la mejor hospedería de Córdoba! Aquí hallaréis reposo para vuestros cansados huesos, condumio excelente para reponer el desgaste del camino amén de cualquier cosa que pueda hacer más placentera vuestra estancia. Todo aquello que no tengamos a mano y que os plazca, industriaremos, sin duda, los medios necesarios para que lo podáis hallar y quien os lo pueda ofrecer sin cobraros por la información y por mediar en el trato, una maldita dobla castellana o un maldito dirham, que todavía circula por aquí moneda árabe. Lo primero para nosotros es el bienestar de nuestros parroquianos, quien prueba la hospitalidad del Mirlo Blanco sin duda repite. Deseo que vuestra estancia entre nosotros sea inolvidable.

Y tras este verborreico discurso, el hombre enderezó su espinazo que desde el principio de la ditirámbica perorata había doblado en servil reverencia, se volvió hacia el interior de la casa y dando voces y palmadas urgió a los domésticos que acudieran al patio a atender a los huéspedes y a recoger los bultos de mano que éstos portaban, en tanto los mozos del camino trajinaban los baúles y los enseres grandes. Esther quedó anonadada y, acercando sus labios discretamente al oído de su aya, comentó:

—¿Os habéis fijado en el acento de este prójimo? No solamente el aspecto exterior de la ciudad sino también las gentes son distintas, ¿habéis visto, ama, la cantidad de palabras que ha gastado el buen hombre para darnos la bienvenida? En Toledo tal verborrea no se estila ni entre los voceadores de mercancías que intentan, los días de mercado, atrapar a los posibles blancos[161] invitándoles a comprar.

En éstas andaban cuando Rubén atravesó la cancela del patio precediendo a los criados que venían cargando los grandes bultos. El posadero avanzó hacia él obsequioso y antes que lo importunara con su incontenible y fecunda labia, intervino Esther:

—Yo me ocuparé de todo, esposo mío, no vayáis a llegar tarde a vuestra encomienda tras tantas leguas recorridas.

Rubén captó el mensaje.

—Queda todo en vuestras manos, señora, deshaced el equipaje, que los sirvientes coman y descansen, y decidles que nadie abandone la posada hasta mi regreso, yo voy al asunto que ya conocéis. Visitad, tal como os he dicho y si os place, el zoco con el ama y descansad, hace días que no gozáis del deleite de un buen lecho.

Partió Rubén a sus afanes y quedó Esther en medio del patio con un sinfín de bultos a su alrededor y la mirada expectante de los criados clavada en ella entonces. Por vez primera en toda su vida fue consciente de que le habían dado su sitio y que ella era la única dueña de su destino.

Apenas salido de la posada y seguido por dos criados armados y de su absoluta confianza, encaminó Rubén sus pasos hacia la aljama cordobesa y se dirigió, evitando la calle del Potro, donde anidaban los malasines[162], a la calle del Santo Espíritu, entre la puerta de Almodóvar y lo que había sido la mezquita, donde se ubicaban los establecimientos judíos dedicados a los negocios de la banca, a los que los cristianos no podían acceder ya que su religión se lo prohibía, y también las cecas moriscas que así mismo trajinaban los dineros de los mudéjares. El bullicio era notorio y al punto distinguió el joven cuáles eran los establecimientos importantes y quiénes instalaban sus negocios en pequeños bancos, a los que se acercaban así mismo gentes de humildes pelajes que pretendían conseguir préstamos de poca monta para aliviar sus cosechas o comprar algún animal de tiro o de crianza. Las discusiones eran inacabables y las simulaciones de «ahora me voy pero regreso» eran continuas.

Un cartel fijado en un hierro a modo de banderola anunciaba en medio de la calle la firma que andaba buscando. Sobre una madera pintada de verde que ocupaba de lado a lado el frontispicio de la entrada, y en pomposas letras negras, se leía el oficio y el patronímico del propietario, «CASA DE BANCA DE SÓLOMON LEVI». Rubén se abrió paso entre la muchedumbre que atestaba el lugar y, llegado que hubo a la puerta, indicó a los domésticos que le aguardaran sin alejarse del sitio en tanto que él llevaba a cabo las diligencias que había venido a realizar.

El recinto era solemne. A la sensación de seguridad que respiraba todo el inmueble se unía el recogimiento que inspiraba la elevada bóveda de ladrillo cocido al estilo mudéjar que, unido al grosor de las paredes que lo envolvían, hacía que las conversaciones que allí se desarrollaban fueran contenidas, ya que el eco derivado de las condiciones acústicas del lugar inspiraba a los asistentes una prudencia reverencial, pues parecía que cualquier cosa que allí se dijera podía ser oída por persona que estuviera instalada en el otro extremo del establecimiento. Apenas entrado, abordó a Rubén un amable joven que vestido al uso y costumbre de los hombres dedicados a los temas de los dineros, hopalanda hasta los pies de color azul oscuro, amplias mangas y silenciosos mocasines de piel negra, se interesó por su presencia en la banca.

—Vengo desde muy lejos y necesito ver a dom Sólomon.

—¿A quién debo anunciar?

—Decidle que soy el hijo de Samuel Ben Amía y yerno del difunto rabino mayor de Toledo dom Isaac Abranavel.

El joven, que al punto supo captar la importancia del posible cliente, indicó a Rubén, con un amable gesto, que aguardara en uno de los bancos de madera noble que ocupaban, junto a las paredes, el perímetro del establecimiento.

—Tened la bondad, voy a anunciar vuestra presencia.

Partió diligente, el muchacho, hacia el interior del edificio, desapareciendo por una puerta ubicada al fondo entre dos de los mostradores que, atendidos por sendos amanuenses, se dedicaban a atender las demandas de los parroquianos que en ordenado turno aguardaban en la pertinente cola.

Rubén, en tanto, tuvo tiempo de observar el funcionamiento del negocio. Sus hermanos, desde tiempo inmemorial, habían dedicado sus afanes a las profesiones a las que las diversas leyes promulgadas sucesivamente los habían avocado. Las restricciones en cuanto a ser terratenientes y a poseer bienes raíces, sumado a severas prohibiciones al respecto de desarrollar actividades que pudieran entrar en conflicto con los cristianos, habían dado a su pueblo la posibilidad de desarrollarse en campos muy diversos. Los pobres habían dedicado sus afanes a labores más bien ciudadanas como tintoreros, guarnicioneros, sastres, zapateros, alarifes[163], y los ricos a la banca, la filosofía, la medicina, y a profesiones tan diversas como la de «medieros»[164], joyeros y, sobre todas ellas, la más promocionada por los monarcas de todas las épocas, la de almojarife[165], ya que los reyes debían delegar en otros tal actividad, al no poderla ejercer directamente pues su religión se lo impedía. Y ¿quién mejor y más capacitado para tal empeño que «sus astutos judíos»? Esta labor les había proporcionado pingües beneficios y a la vez no pocos quebraderos de cabeza, aparte del natural encono que inspiraba aquel que directamente se llevaba las rentas de los campesinos mediante un por ciento que en ocasiones, le constaba, era abusivo y que obligó en cierta ocasión al canciller don Pedro López de Ayala a calificar a su raza como «cuervos carroñeros que chupan la sangre del pueblo»[166].

En éstas andaba su discurso mental cuando la puerta se abrió de nuevo y apareció en ella un hombre de media edad lujosamente vestido que tras recorrer con la mirada el establecimiento y a una leve indicación del ordenanza que había aparecido tras él, se dirigió sonriente a su encuentro con las manos tendidas y el paso franco.

—¿Cómo por esta ciudad el hijo de mi dilecto amigo Samuel?

Rubén se alzó respetuoso del banco donde se hallaba y se adelantó al encuentro del ilustre personaje sintiendo la curiosa mirada del acompañante fija sobre su persona.

—Mis más respetuosos saludos en el nombre de mi señor padre y en el mío propio.

—¡A mis brazos, muchacho, el hijo de mi amigo es algo hijo mío!

El director y propietario de la afamada banca judía cordobesa acercó su barbado rostro al de Rubén y depositó en sus mejillas tres cálidos ósculos, como era costumbre entre gentes de pareja calidad, ante el asombro de los presentes que no acostumbraban a observar tales demostraciones de afecto en tan encumbrado personaje y que a la vez propalaban la estirpe del recién llegado al tratarlo como a un igual.

Sólomon Levi pasó su brazo por los hombros de Rubén y mientras se interesaba por su familia y por el motivo de su viaje lo condujo afectuosamente hacia su despacho.

—Allí estaremos mejor y podremos hablar más privadamente, allá afuera hay demasiados oídos interesándose por las cosas ajenas.

Rubén se dejó conducir a través de salas y pasillos hasta la soberbia pieza y en llegando a ella no pudo dejar de admirar tanto la amplitud de la estancia como la riqueza de la ornamentación. Era ésta una sala de regias proporciones con amplios ventanales a dos calles que, cubiertos por traslúcidos cristales, proporcionaban al aposento una matizada luz. Al fondo y bajo el abovedado techo se veía una imponente mesa de trabajo de roble, de torneadas patas, taraceada en finas maderas de palo de rosa y cubierta de documentos. A su derecha, una mesa auxiliar de menor tamaño ocupada por un escribano que en aquellos instantes pasaba a limpio un historiado documento y tras ellas, y en la pared, un fastuoso esmalte que en policromados colores representaba un negocio de banca en el que dos hombres depositaban ante otro individuo una cantidad de monedas de diferentes pesos y países para que este último las guardara en un cofrecillo abierto entre ellos; las vestimentas y abalorios de las tres figuras correspondían a la forma de vestir de un comerciante veneciano, un almojarife genovés y un banquero judío; la indumentaria de este último correspondía a la moda mudéjar. Bajo las ventanas lobuladas, sendos armarios venecianos y frente a la mesa principal, dos sillones del mismo estilo destinados a los visitantes.

—Podéis retiraros, Matías, acabad lo que estabais haciendo, poned al día las cuentas de don Fidel Santángel y preparad la letra cambiable que vendrá a recoger don Jusarte Orabuena. Ambos comparecerán a retirar sus respectivos documentos antes de que acabe el día.

La voz del banquero resonó bajo el abovedado techo indicando al amanuense lo que debía hacer; éste se retiró al punto, no sin antes recoger sus trebejos y listas de números, cerrando la puerta tras él.

—Acomodaos, Rubén, que debemos de hablar de muchas cosas.

El joven tomó asiento ante la imponente mesa y esperó a que se acomodara el banquero en su no menos soberbio sillón. Ya ambos solos y relajados procedieron a darse noticia de todo aquello que interesara al otro.

—Y decidme, amigo mío, ¿a qué debo el honor de vuestra inesperada visita?

Rubén rebuscó en su bolsa de viaje y de ella extrajo una carta que a través de la atestada mesa entregó a su anfitrión. Éste, haciéndose con un abrecartas de mango de ámbar gris, se dispuso a rasgar el sello de lacre y, tras tomar una lupa proveída de una piedra tallada y colocándosela sobre el ojo derecho, recostándose en el respaldo de su sillón, se dispuso a leer. A medida que sus ojos recorrían las apretadas letras un tono ceniciento invadía su cara en tanto que su mirada adquiría una expresión henchida por un igual de horror y de angustia. Cuando llegó al final de la misiva depositó sobre la mesa el pergamino junto a la lupa y, luego de un silencio preñado de nefastos augurios, se dirigió a Rubén.

—Pero esto es tremebundo, mucho más terrible que las noticias que hasta mí habían llegado.

—Mi padre me leyó la carta antes de sellarla, creo que se ha quedado corto en sus apreciaciones, los hechos desbordaron en mucho al relato, los sucesos fueron aún más terribles, la aljama de las Tiendas ha sido arrasada por completo. Nada volverá en Toledo a ser como antes.

—¡Pero, por Adonai! ¿Cómo es posible tanta vesania y tanto odio contra nuestro pueblo? ¿Qué culpa tenemos nosotros que un preso judío fuera crucificado hace más de mil años por Roma? ¿Qué precio debemos pagar por ello?

Rubén procedió, por indicación del banquero, a relatar con pelos y señales los sucesos ocurridos en Toledo el último Viernes Santo, así como también los avatares de su boda, del entierro del rabino y de su partida. Al concluir tenía la boca seca y el ánimo acongojado, tal era el cúmulo de recuerdos que asaltaban su mente. Dom Solomón, al verlo tan afectado, le ofreció una copa de vino especiado que en una frasca reposaba en una mesilla auxiliar y el joven bebió con avidez.

—Tengo mucho miedo de que llegue el día que debamos de lamentar aquí en Al Andalus algo semejante.… Hace unos años algo así era impensable, esta tierra fue durante muchos siglos tierra de acogida para nuestros hermanos, los tiempos del Califato y luego los de los Taifas fueron buenos para nuestra raza, Meir Aiguadés y Abiatar Ben Grescas llegaron a ocupar el alto honor de ser médicos de los califas y Yehuda Shenofer fue su astrónomo predilecto, inclusive se instauró aquí la Academia Rabínica, famosa en toda Europa; pero ahora sopla el viento del otro lado y los cristianos realmente no son los islámicos. Fijaos bien que cuando los visigodos eran arríanos no teníamos problemas, éstos llegaron cuando sus reyes se convirtieron al cristianismo, estas gentes no perdonan que su Dios fuera judío y muriera en la cruz.

—¿Por qué decís que hasta aquí puede llegar otra hecatombe?

—Hace ya tiempo que alguien está azuzando a los perros.

—Y ¿quién es ese alguien?

—Ferrán Martínez es su nombre y su cargo es el de arcediano de Écija.

—Y ¿qué es lo que está haciendo?

—En cuanto tiene ocasión y desde todos los púlpitos lanza furibundas diatribas y arremete contra nuestro pueblo; y no va a parar hasta que el fuego prenda y arrase todas las aljamas de Al Andalus.

—Y ¿qué hace el rey?

—Lo mismo que hizo en Toledo, quiere y duele, le venimos muy bien para muchas cosas pero no osa enfrentarse abiertamente al papa de Roma; pero no seamos aves de mal augurio. Decidme, ¿qué puedo hacer por vos?

Rubén se llevó la copa a los labios y tras una pausa habló de nuevo:

—Quiero instalarme en Sevilla, donde me esperan; y hasta aquí he tenido la protección de la escolta que brindó el rey; no a mí sino a la hija del gran rabino a la que el canciller don Pedro López de Ayala prometió salvaguardar en su lecho de muerte, y que es mi esposa; pero ahora deseo garantizar la seguridad de los bienes que hasta aquí he traído ya que no dispongo de protección hasta Sevilla.

—Y ¿por qué no os hicisteis acompañar hasta Hispalis?

—No deseaba que persona alguna que regresara a Toledo supiera mi destino final. La inquina y malevolencia que todavía despierta el apellido Abranavel es inaudita al punto que el rey me ha autorizado a cambiarlo y a usar, en llegando a Sevilla, mi segundo apellido a fin de desorientar a cualquiera que nos busque para nuestro mal.

—Y ¿a nombre de quién he de redactar los documentos que haya lugar para llevar a cabo los negocios que os interesen?

—Labrat Ben Batalla son los apellidos adoptados y así se conocerá a los miembros de mi familia a partir de ahora y a mis descendientes el día de mañana. Quiero tener la certeza de que quien busque a un Ben Amía o a un Abranavel, hallará el vacío más absoluto.

—Os comprendo y alabo vuestra prudencia, pero entonces decidme, ¿qué puedo hacer por vos?

—Desearía proteger mis bienes durante el viaje y hasta Sevilla. Mas, si me decís que ese Arcediano tiene su centro en Écija, por donde inevitablemente debo transitar, ¿existe alguna fórmula para ello?

—Sin duda, amigo mío, es parte de los riesgos que acostumbramos a asumir.

—Y ¿cómo se lleva a cabo este negocio?

—Los dineros no tienen problema, vos me los traéis al banco y yo os libraré unos pagarés que en cualquier banca de cualquier país os cambiarán, el crédito de mi negocio alcanza todos los rincones del orbe conocido. —Esto último lo dijo el banquero con un adarme especial de orgullo—. En cuanto al ajuar y a vuestros bienes físicos, empleamos habitualmente otra fórmula.

—Y ¿cuál es ella?

—Enviaré dos tasadores de mi confianza a donde me indiquéis y allí peritarán y consignarán toda aquella mercancía que tengáis a bien mostrarles, ése será el precio de compra. Mi banca se ocupará de trasportarla a Sevilla por los medios más seguros y, custodiada por mis hombres, una vez llegada a su destino final, vos me la recompraréis por un precio superior que acordaremos antes de vuestra partida. De esta manera, si algo acontece durante el camino, mía será la responsabilidad y por tanto la pérdida. Y si nuestro negocio llega a buen fin, la diferencia del precio entre la compra y la venta, ése será el beneficio de la banca. ¿Habéis captado el quid de la cuestión?

—Perfectamente, dom, pero si os robaran.…

—Ya me ocuparé yo que tal no ocurra, por la cuenta que me trae. Mi beneficio radica en que vuestros bienes lleguen a Sevilla sanos y salvos, de esta manera el riesgo es de mi banca y justo es que el beneficio, si lo hay, también sea de ella.

A Rubén aquella fórmula para asegurar sus bienes le pareció óptima, ya que le libraba de los peligros del camino y reducía en mucho el número de carros y por tanto de gastos que eran necesarios para tan complejo transporte[167], máxime teniendo en cuenta que en Córdoba iba a licenciar a sus criados.

—Bien, dom Sólomon, no os robaré más tiempo, estoy en la posada del Mirlo Blanco y mañana mismo podéis enviar a vuestros hombres a tasar las mercancías, a partir de la diez les estaré esperando.

Ambos hombres se pusieron en pie.

—Mi tiempo es de mis amigos y vuestro padre y yo lo hemos compartido en los años felices de nuestra juventud, ¿qué menos puedo hacer en su honor que atender a su hijo igual que hubiera hecho él con el mío caso de que esta situación fuera a la inversa? Cuando ya mis hombres hayan cumplido con la tarea os espero aquí para entregaros los pagarés. Y creedme, obráis con mesura y prudencia, no es bueno en los tiempos que corremos ponerse en camino sin las debidas precauciones.

—Entonces, dom Sólomon, hasta mañana.

—Que Adonai guíe vuestros pasos y lamento que no os quedéis más días en Córdoba, hubiera sido un honor para mí y para mi familia compartir, con la vuestra, mesa y mantel.

—En otra ocasión sin duda; tras tantos días, tengo ya ganas de llegar a mi destino.

Ambos hombres salieron hacia la puerta de la banca y al llegar a ella dom Sólomon tomó al joven entre sus brazos y tras los ósculos de rigor vio cómo éste, seguido por sus criados, se perdía entre la multitud.