El viaje de Simón

Mucha agua había pasado bajo el puente de las Barcas desde los infaustos sucesos acaecidos y que habían ocasionado tanto dolor a los habitantes de la aljama de las Tiendas. Juan I, «bravo en la guerra, humano con sus enemigos y dispuesto siempre a perdonar, era la luz de la esperanza de aquellas gentes de sus pueblos que estaban cansadas de respirar una atmósfera turbulenta»[223], regía los reinos de Castilla y de León. Para hacer las paces con los portugueses, tras la aciaga jornada de Aljubarrota, había desposado a Beatriz de Portugal[224] luego de haber enviudado de Leonor de Aragón, fallecida a consecuencia de un mal parto el 13 de septiembre de 1381[225]; y se podía decir que excepto el reino nazarí de Granada, la península Ibérica era el predio particular de los monarcas cristianos. En cambio las relaciones del rey de Castilla con los nobles eran muy diferentes de las que había mantenido su padre. Enrique II había debido la corona a una serie de familias a las que tuvo que agradecer la ayuda que le habían prestado en la lucha fratricida que sostuvo con su medio hermano Pedro I, y los colmó de privilegios, en cambio su hijo tuvo que frenar las excesivas ambiciones de una nobleza acostumbrada a pedir sin freno y lo que era peor a lograr todo aquello que ambicionaran.

Una madrugada de mayo del año de gracia de 1389, dos jinetes en sendas cabalgaduras, un alazán árabe de nueve años el más disminuido y un garañón normando, poderoso y de gran alzada el segundo, atravesaban la puerta de Cambrón.

En el corazón de Simón se entremezclaban dos sentimientos antagónicos. Por un lado el hecho incuestionable de que abandonaba la casa de sus padres, y quizá para siempre, le entristecía, pero la ilusión de que, tras aquellos desesperanzados años, cabía la posibilidad de hallar de nuevo a su amada, aun a sabiendas que lo más probable fuera que si tal ocurría quizá lo único que cupiera fuera poner los ojos en ella sin poder siquiera cruzar una palabra, le llenaba el corazón de gozo. La despedida de su madre, pese a que arguyeron una añagaza para hacerla creer que su partida estaba motivada por asuntos de negocios y que no era definitiva, fue dura, ya que es difícil engañar el corazón de una madre y Simón supo, al mirarla a los ojos, que, únicamente por respeto a Zabulón, la mujer simulaba que creía el engaño. La verdad es que, tras abrazar a ambos, partió sin volver la vista atrás.

El día iba saliendo y la primavera estallaba, igual que su alma, renovando el paisaje castellano. Las ardillas brincaban gozosas encaramándose a los árboles y saltando de rama en rama al paso de las cabalgaduras, y algún que otro conejo asomaba sus orejas tras un bancal oteando el horizonte y queriendo curiosear quiénes eran aquellos inmensos seres que perturbaban sus alegres correrías; los vencejos rasaban sus peculiares vuelos dibujando en el aire curiosos giros y el rumor de la floresta le parecía el más hermoso de los conciertos.

¡Cuántas cosas habían acaecido durante aquellos años y cuántos cambios se habían producido en su vida! Por el momento en Toledo, ya fuere porque era la capital del reino y el monarca gobernara a sus heterogéneos súbditos con mano firme, o fuere porque los rabinos habían vuelto a recuperar la hegemonía perdida, la calma era total aunque tensa, ya que si se auscultaba con atención se podía percibir que un oscuro y espeso latido palpitaba en su trasfondo, pues los vientos que desde el sur subían por la península, lo hacían preñados de amenazas y de odio y nada bueno auguraban para su probado pueblo; y lo hacían siempre azuzados por aquel mismo y porfiado enemigo de su raza, el arcediano de Écija, que irritaba a tal punto a los reyes de la península que Juan I de Aragón dio la orden de que «si asomara las narices por Zaragoza fuera arrojado al Ebro»[226].

En la alforja de su caballo llevaba Simón una carta, llegada justamente unas horas antes de su partida, y que desde la lejana Amberes le traía nuevas de su amigo David, que desde donde se hallare había procurado, durante aquellos turbulentos años y siempre que tuviere el mensajero idóneo, enviarle nuevas referentes a su vida. En aquella ocasión lo había hecho a través de un franco, comerciante en especias, que aprovechando la ruta jacobea se había desplazado hasta la capital del reino para establecer nuevas rutas comerciales.

Habían llegado a un lugar en donde un pequeño afluente del Tajo trazaba una curva que al hacer un meandro formaba un vado apto para que las cabalgaduras atravesaran al otro lado, y Simón indicó con un gesto a su amigo que se detendrían allí a fin de abrevar a sus caballos.

Seisdedos se había convertido, a raíz del durísimo ejercicio de arrancar piedras de la cantera durante aquellos años, en un cíclope de descomunal fortaleza. Su carácter, de por sí taciturno, se había tornado sumamente huraño al regreso de un viaje que, con el permiso de Simón, había realizado guiado por una extraña premonición. Al llegar a la cabaña donde había pasado toda su niñez halló en uno de los catres el cadáver de su abuela que sin duda había fallecido poco tiempo antes. Domingo cavó una zanja y tras amortajarla depositó en ella el cuerpo de Inés Hercilla y lo cubrió de tierra. Después, tomó un trozo de madera y haciendo una tosca cruz con su navaja, la puso en la cabecera de la rústica tumba. Luego de enterrarla, rezó la oración que de pequeño le había enseñado la buena mujer y montando en su cabalgadura regresó a Toledo. A su llegada buscó a Simón para explicarle lo ocurrido; éste le interrogó al respecto de por qué súbitamente había querido volver. «Algo en mi interior me avisó de que la abuela había muerto.» Ante el estupor de Simón añadió: «A veces me ocurren cosas así, cuando os encontré medio muerto, aquella mañana salí en busca de alguien que estaba en apuros.» Y no hubo forma de sacarle nada más.

Seisdedos, en cuanto vio el gesto de su amo, se apresuró a desmontar y sujetando la brida de su caballo se aproximó al de Simón para hacer lo propio. Puso éste pie a tierra y en tanto Seis se acercaba a la rivera para que las bestias abrevaran, se acomodó en un tronco abatido, y extrayendo la carta de David de su faltriquera, se dispuso a releerla por enésima vez.

Amberes, a 6 de marzo de 1389

Querido amigo:

Ha muchas lunas que me tenía que haber puesto a escribiros, pero lo ajetreado de las jornadas y el hecho de que no se me ofrecía la coyuntura de un buen mensajero han hecho que haya ido postergando mi respuesta hasta el día de hoy que como podéis ver por la fecha ya anda entrado nisam[227].

Mucho ha llovido desde la última vez que tuve oportunidad de enviaros una misiva, ya que si no es por un correo seguro y amigo, no me atrevo a hacerlo pues al quereros comunicar sin recelo ni censura todo lo que pienso y me acontece podría, caso de caer mi carta en manos inconvenientes, poner en peligro la integridad de vuestra persona.

Espero que al recibir ésta, vos y vuestra familia gocéis de las bendiciones de Elohim y de la protección de su clemencia infinita, cosa que me consta muy necesaria, por propia experiencia, en los pagos en los que moráis.

No podéis imaginaros lo diferente que es la vida allende los Pirineos y el distinto trato del que gozamos los hebreos. No os hablo por boca de ganso ya que lo que os relato he tenido ocasión de vivirlo en mis carnes y de primera mano. Los judíos, en las ciudades que he visitado y que voy visitando, viven en barrios apartados, pero no porque alguien los obligue a ello sino porque éste es su gusto y porque los da yanim consideran que es más favorable el hacerlo de esta manera para mejor preservar nuestras costumbres y negocios. La última localidad visitada ha sido Amsterdam, y los barrios judíos de Houtgratch, Vloyenburg y Breedstraat constituyen lo más granado y selecto de la ciudad.

Por cierto, hablando de ello debo deciros que una importante novedad ha influido en mi futuro. Luego de pasar dos años en París, dirigí mis pasos, a través de Germania, tal como creo os relaté en mi última carta, hacia Amberes —vía Amsterdam—, ciudad hermosa ubicada en la desembocadura del Escalda y que está bajo la protección del duque de Borgoña. Su puerto es de los más importantes de Europa y por tanto su comercio es floreciente, las mercancías se trasiegan por los canales, por lo que la gente va y viene a sus asuntos, muchas veces por vía fluvial. Allí, una mañana, dirigiendo la vista hacia la galería de mujeres de la sinagoga[228], vi a un ángel del señor, hermoso y blondo, que me miraba sonriente, su nombre es Verónica Goldanski y al verla comprendí los sentimientos de los que me hablabais al respecto de Esther. El caso fue que la esperé a la salida y, contrariamente a lo que ocurre en Toledo, iba sin aya que la acompañara y nadie la miró especialmente cuando se dirigió a mí interesándose por mi persona, ya que vio al punto que yo no era uno de los habituales de la sinagoga. Me permitió acompañarla en el camino hacia su casa y aproveché el trayecto para explicarle quién era y de dónde procedía, y quedamos citados para el día siguiente. A este primer encuentro siguieron otros y supe de esta manera un sinfín de cosas y costumbres que os asombrarán como a mí me ocurrió al principio. A los judíos provenientes de España nos conocen en Europa como sefardíes, ya que Sefard es Hispalis, «Tierra de conejos»; y en cambio los que proceden de donde ella y su familia son oriundos, son conocidos como asquenazíes. Todos, para adecuarse a su nueva patria, cambian sus apellidos y los trasforman de manera que tenga algo que ver con el oficio o tarea que desempeñan, tomando la raíz de la profesión del padre y la terminación del país originario; en su caso, de Polonia. Su padre trata en metales preciosos, de ahí que tomaran la cepa de su nombre, gold, que en castellano es oro, y le añadieran la terminación anski, que es polaca y que procede de la patria de sus abuelos. Goldanski es su apellido.

Tras estas divagaciones, que ya veréis dónde me conducen, os daré la gran nueva, ¡me voy a casar con ella! Es hija única y al principio sus padres me acogieron con el natural recelo y la prevención consiguiente, pero al enterarse, a través de sus contactos comerciales, de cuál es mi familia y sobre todo al conocer que mi tío Ismael es el rabino de la sinagoga de Benzizá, consintieron de inmediato nuestro noviazgo. Una recomendación y un ruego me hizo mi futuro suegro. Lo primero, que sería conveniente que cambiara mi apellido, como todos hacen, para adecuarlo al país en el que voy a morar, para lo cual me acompañó al registro judío de nombres en donde, siguiendo las directrices del rabino que está al frente del archivo, ya he comenzado los trámites, y lo segundo, que me olvidara de los carros y de los caballos y me dedicara a su oficio, ya que al no tener hijo varón que perpetúe su estirpe, si yo no accediera a ello todo su esfuerzo por acreditar su firma se perdería. De tal manera que ya me veis rumiando cómo debo llamarme y buscando un término que aquí en los Países Bajos tenga algo que ver con Caballería; hay varios. Ni que deciros tengo que en cuanto sepa cómo me llamo os enviaré la referencia de mi nuevo nombre para que podáis escribirme con la propiedad que convenga, entre otras cosas, para que el correo pueda hallarme, pero por el momento podéis poner el nombre y la dirección de mi futura que os consigno al final de ésta. Como podéis ver, suplo con largueza mi falta de noticias y aprovecho ésta para poneros al corriente de mi vida como espero hagáis vos en vuestra próxima. Sigo con lo segundo. O sea que ya me imaginaréis aprendiendo los rudimentos de este oficio que nada tiene que ver con mi anterior profesión. De todas maneras os debo confesar que es menos cansado y mucho más pulcro, ya que no hay color posible entre tratar con carros y caballos o hacerlo con oro, plata y hasta con gemas de gran valor.

Bien, creo que no me he dejado nada en el tintero y que os he puesto al corriente de los avatares de mi vida.

El correo por el que os envío ésta es de toda confianza, si os da tiempo podéis contestarme a través de él y si no, sé que industriaréis los medios oportunos para hacerlo en próximas fechas.

Os deseo lo mejor del mundo tanto para vos como para vuestros padres, a los que desde aquí envío mis más cordiales saludos que extiendo a Domingo, vuestro criado, que tanto me impresionó, y a todas aquellas personas que veáis en Toledo y que creáis oportuno darles nuevas de mí. No os digo que vayáis a ver a mi tío ya que he aprovechado el mismo conducto para enviarle una misiva.

Sin otro particular, recibid el testimonio de mi más rendido afecto.

Vuestro compañero de aventura,

David Caballería (por el momento)

El nombre y la dirección a la que debéis escribirme son: Doña Verónica Goldanski. Calle del Canal de Van Sea, n.° 8, Amberes.

Los caballos habían bebido y pastaban tranquilos la hierba del borde del río, sujetas sus bridas por Seis que, prudente, se había retirado un tanto, para que su amo pudiera leer con tranquilidad aquella epístola que al parecer tanto le había impresionado, ya que aquélla era la quinta o sexta vez que lo hacía. Simón volvió la misiva a su faltriquera e indicó al muchacho que acercara las cabalgaduras pues iban a partir. Este dejó suelta la brida de la suya y entregó la del corcel a su amo y, en tanto Simón la tomaba, sujetó el estribo para facilitarle la monta. De un ágil brinco, Simón se instaló en la silla y aguardó que el otro hiciera lo propio, pero tuvo que esperar un instante ya que Domingo se entretuvo en recinchar su cabalgadura, pues entre el calor, que empezaba apretar, el largo camino y su peso, la tira de cuero y lona que pasaba bajo el vientre del caballo se había aflojado. Partieron al fin los dos hombres y se prepararon para hacer un largo camino.

Simón había dispuesto recorrer, una vez llegados a Andalucía, todos aquellos lugares que en su trayecto recorriera el cauce del Guadalquivir, comenzando por las poblaciones menores, donde era imposible que una pareja notable se hubiera instalado sin ser apercibida por el vecindario, y siguiendo por las dos grandes capitales donde parecía iba a ser mucho más dificultoso dar con Esther. Pensó que ambas posibilidades cabían en la cabeza de un hombre que se quisiera ocultar para pasar lo más desapercibido posible y él intentaba imaginar cómo debía de funcionar la mente de Rubén. La primera posibilidad tenía la ventaja de que, instalándose en cualquier almunia privada alejada del centro del pueblo, tan común en aquellos pagos, difícilmente sería molestado por extraños inoportunos que vinieran a indagar sobre la vida de gentes que vivían discretas y retiradas; sin embargo al ser menor el número de habitantes, más notoria sería la presencia de un nuevo foráneo, más aún si éste era notable e indudablemente rico. La otra posibilidad la fundamentaba Simón en que, a lo mejor, el marido de Esther no se resignaba a morar en un lugar donde la cultura no fuere cultivo de nadie y también, por qué no, pensar que a veces donde mejor se disimula uno es entre muchas personas y en una populosa urbe. Un árbol solitario destaca en la llanura, en cambio se enmascara bien en medio de un bosque. Y de esta guisa y con la mente ocupada por la carta de David y en el corazón el recuerdo de su amada, Simón se dispuso a bajar hasta Andalucía y a indagar por toda la cuenca del Guadalquivir sin orillar el menor indicio que pudiera conducirle hasta ella y dispuesto a buscar hasta debajo de las piedras si hiciera falta.

Durante ocho meses vagabundeó la extraña pareja por la campiña andaluza, indagando entre los lugareños y visitando pueblos y villorrios donde cupiera la menor posibilidad de que los Ben Amía Abranavel hubieran sentado sus reales. Todo fue inútil, tal parecía que se los hubiera tragado la tierra. Baeza, Montoro, Lora, Villa del Río, Sanlúcar y un sinfín de aldeas y lugares fueron inspeccionados a la hartura hasta que finalmente, el 15 de eluP[229], Simón consideró que había llegado el momento de regresar a Córdoba, ciudad que, al igual que Sevilla, ya habían visitado dos veces sin ningún resultado, y a ella dirigieron sus pasos.

Antes de su partida, Zabulón había entregado a su hijo un tercio de la herencia que le correspondía, cifra por cierto nada despreciable, en la esperanza de que, como buen judío, algún día regresara por mor de percibir el resto, y de eso vivieron aquellos largos meses en los que la tarea que se había impuesto le impedía realizar trabajo fijo alguno; pero el montante dinerario se había ido agostando y había llegado el momento de realizar un cambiable bancario que portaba bien guardado en el bolsillo interior de su zamarra.

Llegaron a Córdoba, la Sultana, al mediodía y lo hizo Simón con el ánimo encogido y la desesperanza aferrada a su corazón como el remo a la mano del galeote. Una mezcla de desaliento e impotencia le asaltaba el espíritu y su cabeza iba forjando nuevos planes que pasaban desde regresar a Toledo a cuidar a sus padres o tomar la ruta de Santiago y marchar al encuentro de su amigo David.

Fuéronse adentrando en la ciudad y encaminaron sus pasos a la antigua alhóndiga[230] en la que se habían hospedado la última vez, conocida como la del Caballo Rojo; allí descabalgaron y tras hacer Simón los tratos pertinentes con la mujer del posadero, dejó que Seisdedos alojara las cabalgaduras en una cuadra adyacente y, luego de tomar posesión de su piltrofa[231] y dejar en ella sus pertenencias, se dirigieron al zoco, pues era día de mercado y Simón no cejaba jamás en el empeño que era el motivo y fin de su viaje, que no era otro que el de encontrar algún rastro de la huella que pudiera haber dejado la familia de los Ben Amía. El día había salido hermoso y soleado y el batiburrillo y animación de la plaza del mercado era la que siempre percibía Simón entre aquellas gentes del sur, mucho más proclives a la fiesta y a la chirinola que los sobrios castellanos. Los puestos se alineaban unos a continuación de otros, protegidos por unos ligeros toldillos de lona y, según costumbre muy apegada a la raíz de su pueblo e imitada por los demás comerciantes, agrupados por gremios según la peculiaridad de los productos que en ellos se expusieran. Los especieros, tejedores, carniceros, curtidores, abaceros, perfumistas, guarnicioneros, etcétera, habían preparado las paradas en las que exhibían sus artículos con dedicación y esmero. Y subidos, muchos de ellos, en unos altos taburetes pregonaban a voz en grito su mercancía intentando atraer al público deambulante. Los comerciantes se mezclaban, e indistintamente se podía ver a moriscos junto a cristianos y a éstos junto a orientales y beréberes. Sin embargo, todos aquellos que en sus vestiduras portaban el denigrante e inicuo estigma del círculo amarillo mercadeaban apartados. La mente de Simón le jugaba malas pasadas y no era la primera vez que ante la aparición de una estilizada silueta o una hermosa trenza en la lejanía se precipitaba hacia ella creyendo que había divisado a la dueña de sus pensamientos, apartando a diestro y siniestro gentes a manotazos; actitud que, más de una vez, le había originado algún que otro incidente. Domingo iba tras él apenas a dos pasos con la mirada alerta y la mano en el pomo de la daga, que siempre llevaba presta al cinto, por si algún insensato se acercaba a su amo con aviesas intenciones, cosa harto improbable si observaba, el imprudente que tal osara, la musculatura de los brazos que asomaban por las escotaduras del jubón y que pertenecían al «angelito» que seguía a aquel joven y que sin duda era su criado. Carretas de mano, gritos, empellones, zagales jugando a la guerra persiguiéndose entre los puestos armados con rústicas espadas de madera, charcos de orines, mugidos de animales encerrados en pequeñas corraleras valladas, mesillas de tahúres con el socio presto a engañar al menguado prójimo, vigilando a la vez la posible aparición del almotacén[232] o, lo que era peor, del sahib al-suq[233], que podía dar al traste con el negocio o suministrar a ambos compadres una buena tunda de bastonazos. Había también grupos de volantineros, relatores de cuentos, vendedores de mágicos ungüentos, sacamuelas y echadoras de cartas ante cuyas mesas guardaban cola un sinfín de mujeres, entre las que abundaban las mozas casaderas y, en fin, todas aquellas gentes que intentando mercar lo que elaboraban se disputaban fieramente la atención de los posibles compradores; y envolviéndolo todo el continuo griterío que siempre acompaña, cual telón de fondo, a toda multitud variopinta que se reúne ansiosa de hacer negocios. Luego de recorrido el recinto varias veces decidió Simón, a fin de levantar su alicaído ánimo, entrar en un figón de la calle de la Cebada, donde según le dijeron se expendía un vino de la mejor calidad. El tabuco estaba junto a una antigua casa de baños caída en desuso, pues indiscutiblemente los cristianos eran mucho menos proclives al agua que los mahometanos. Simón y Domingo se introdujeron en el lugar, que a aquella hora estaba atiborrado de una parroquia de comerciantes y tratantes de mulas que aspiraban a ajustar los precios de sus mercancías o bien celebrar los acuerdos obtenidos momentos antes en el zoco, e intentaron llegarse hasta donde una mesonera de buen ver escanciaba, mediante una abombada jarra, en los vasos de latón de los afortunados parroquianos que habían podido alcanzar un lugar junto a los tablones que hacían las veces de mostrador ubicados al fondo del garito, el dorado u oscuro líquido, según fuera el gusto del solicitante, que manaba de las primitivas espitas de madera de unos viejísimos toneles de roble. Seis abría la marcha y Simón iba pegado a su espalda; de vez en cuando alguien se revolvía molesto al ser interrumpido en sus tratos o en su celebrada charla, pero al ver el tamaño del motivador de su quebranto volvía el rostro hacia otro lado y se acomodaba como si tal cosa, no fuere a ser que se ganara la malquerencia de «aquella montaña de carne» y que el gigante reparara en él. De esta manera fueron ganando terreno hasta llegar a la conjunción de los tablones con la pared y allí se acodaron. Apenas la garrida moza colocó ante ellos sus respectivos cuartillos cuando repararon en un joven que parecía tener problemas con tres coimas[234] que discutían con él la propiedad de unos maravedíes que había depositado sobre el mostrador en pago de su consumición. Hubo insultos, retos, agravios y las consiguientes maldiciones, nadie daba testimonio de la razón de uno o de otros y ante el juramento de uno de ellos de que aquel dinero pertenecía a su compadre, el joven dio fin a la discusión mostrando su repleta bolsa y, extrayendo de ella una dobla, pagó de nuevo, no sin hacer desprecio de aquellos malandrines que ya cuando se marchaba lo insultaron por lo bajo llamándole perro judío. Simón observó el incidente sin intervenir ya que la experiencia le dictaba que malo era meterse en camisas de once varas cuando nada le iba en el envite. Al cabo de muy poco tiempo, los malasines[235] abandonaron rápidamente el tugurio, cosa que no pasó desapercibida a Simón, que sin saber bien el porqué, dejó sobre el mostrador dineros sobrados y, ante el guiño cómplice de la desenvuelta moza que se insinuó complaciente ante la gallarda presencia del muchacho, se fue abriendo paso hasta la salida. Ganaron la calle y cogieron camino hacia el albergue; no habrían caminado unas docenas de pasos cuando al pasar por delante de los cerrados baños pudieron oír gritos demandando auxilio. Detuvieron su caminar y Simón sintió la mirada de Seis clavada en su rostro. Por un momento imaginó que era él el que estaba en peligro y la gratitud que hubiera sentido si ante su demanda de auxilio alguien hubiera acudido en su socorro. No lo pensó dos veces y se precipitó hacia el interior de la abandonada construcción. Al principio la penumbra le impidió ver algo, pero en cuanto sus ojos se hicieron a la oscuridad, vislumbró al final de la sala, junto a lo que podía haber sido el gran aljibe, un bulto arrebujado que, intentando cubrir su cabeza con los antebrazos, se retorcía en el suelo en tanto tres sombras con sendos garrotes le estaban suministrando una monumental paliza. Simón sin saberlo supo que el bulto era el hombre que había provocado el incidente en la taberna y que los atacantes eran sus antagonistas. Se fue hacia ellos y suministró al más próximo un empellón que lo apartó al punto de su presa y que hizo que el otro se revolviera como un áspid para repeler el ataque, en tanto que sus compadres, desconcertados, suspendían el terrible reparto de estopa que estaban suministrando al infeliz y se revolvían furiosos, garrote en mano, hacia aquel osado que se atrevía a intervenir a mano limpia en negocio que no era de su incumbencia. Simón comenzó a recular buscando la protección de la pared y entonces todo ocurrió muy deprisa. Desde detrás surgió la inmensa mole de Domingo que se interpuso entre Simón y sus atacantes; éstos, al ver la catadura del coloso, vacilaron un instante, pero eran tres y no iban a soltar tan fácilmente su presa, de modo que tras cruzar una mirada de inteligencia se separaron algo para poder atacar cada uno de ellos por un flanco. Fue visto y no visto. Seis pegó un brinco e impulsado por los flejes de sus poderosas pantorrillas se abalanzó sobre el más cercano y, tomándolo por la cintura, lo levantó por encima de su cabeza y con un movimiento de balanceo lo estrelló de cabeza, cual si fuera la piedra de una catapulta, contra la base de la piscina; el individuo allí quedó con el cuello torcido cual si fuera una de las marionetas que en las ferias se golpeaban, manejados sus hilos por el titiritero ante el regocijo de una nutrida concurrencia de chiquillos. Simón había reaccionado y ya extraía de su cintura una daga para hacer frente a su agresor. El tercero en discordia, sin alcanzar el tamaño de Domingo, no era precisamente desmedrado y se dispuso, garrote en ristre, a atacarlo. El hombre midió malamente la fuerza del coloso y cuando descargaba sobre él el peso de su cachaba, vio aterrorizado cómo éste paraba con su antebrazo el vuelo de la tranca y tirando de ella lo desarmaba a la vez que tomando la gruesa madera con las dos manos la partía cual si fuera un mondadientes. El que enfrentaba a Simón vio la escena por el rabillo del ojo y tuvo bastante, dio media vuelta y, pies para que os quiero, salió como alma que lleva el diablo, renegando maldiciones, en busca de aventura más propicia. El otro se engalló y tirando de puñal se abalanzó sobre Seis; no era su día de suerte, éste lo sujetó por la muñeca y dio un violento tirón, la daga no se despegó de su mano, el que sí lo hizo fue su brazo del hombro, a causa de la tremebunda sacudida que le proporcionó el coloso. El hombre se miró el brazo inerte colgando a su lado, y lanzando al aire un chillido de bestia herida, se sujetó el brazo con la mano zurda y salió a la calle cojeando en franca retirada. Simón, que casi no había tenido tiempo de intervenir, miró a su amigo y pese a que conocía de sobras sus capacidades, le espetó tuteándolo:

—Eres increíble, Domingo, no dejas de sorprenderme cada día.

—Mi abuela dijo que me ocupara siempre de vos.

—De quien debemos ocuparnos es de este pobre —dijo Simón, señalando al bulto apaleado—. Y larguémonos pronto de aquí, no sea que vuelvan éstos con tropas de refresco o comparezca el sahib al-suq al frente de los guardias del zoco y nos vayamos a meter en complicaciones.

Se inclinó Simón, luego de envainar su daga toledana, y descubrió el sangrante rostro del caído que en aquel mismo instante recobraba el conocimiento. Pese a la paliza recibida estaba lúcido y al instante intentó ponerse en pie sin conseguirlo. Luego miró al caído que yacía a un costado, completamente desballestado, y volvió el rostro hacia sus salvadores.

Habló con un hilo de voz apenas audible.

—No sé quiénes sois pero os debo la vida, de no haber acudido a mis llamadas, a estas horas estaría atravesando los siete círculos de la laguna Estigia en la barca de Caronte[236].

—No es momento de cumplidos ni de presentaciones, si podéis caminar, mi amigo y yo os ayudaremos a poneros en pie. Si no podéis, él os tomará en brazos, pero sería mejor lo primero, no vaya a ser que llamemos innecesariamente la atención de los viandantes.

El hombre, renqueante, «apuntalado» entre Domingo y Simón, se dispuso a partir intentando pasar desapercibido, algo así como cuando alguien bebe en demasía y se apoya en sus amigos para poder regresar a su morada sin que su etílico estado sea asaz notorio. De esta guisa ganaron la calle y se perdieron entre la torrentera de gentes que, tras realizar en el zoco sus transacciones, regresaban a sus comunes avíos. El hombre vivía en el segundo piso de una casa ubicada en una travesía de la calle del Aceite y hasta ella condujo a sus providenciales salvadores. El portal era angosto y el aspecto exterior del edificio, modesto. A la llegada y a pesar de la ayuda recibida, el hombre sudaba copiosamente, estaba pálido como la muerte y respiraba con dificultad. Ante la pendiente de la escalera que se abría ante ellos Simón adelantó:

—Sin duda si no os ayudamos no vais a poder subir.

El individuo se resistía.

—Por hoy, ya os he agobiado en demasía, dejadme agarrar el pasamanos y lo intentaré yo solo.

—Permitid que ya que la hemos comenzado terminemos la buena obra iniciada.

El individuo no se hizo de rogar.

—Pues si no es abuso, vivo en el primero.

Los tres no pasaban por el hueco y Seis se adelantó.

—Si me permitís.…

Tomó al otro en brazos sin el menor esfuerzo y, cual si fuera un infante, lo subió hasta la primera planta del edificio. Simón iba detrás llevando la capa y el morral del herido. Llegado que hubieron al descansillo, Domingo se hizo a un lado para permitir a Simón tirar del cordón de la campanilla. Un sonido lejano y cristalino llegó hasta sus oídos y al abrirse la puerta apareció en su quicio una mujer de más que mediana edad; el herido perdió de nuevo la conciencia. La matrona —que vestía una saya negra cubierta por una almejía[237] de amplias mangas y cubría su cabeza con una toca de vasta tela sujeta bajo su barbilla por una banda de tela más fina—, al ver el cuadro de los tres hombres en el rellano de su escalera, se llevó la mano a los labios y exhaló un ahogado grito al reconocer al herido que desmadejado iba en los brazos de Seis.

—¡Elohim sea alabado! ¿Qué es lo que ha sucedido?

—No es tiempo ahora, señora, ¿nos dejáis pasar?

La mujer se hizo a un lado rápidamente a la vez que se excusaba consternada.

—Pasad, por favor, pasad, ¿qué es lo que han hecho a mi hijo?

Fueron hasta el final de un pasillo y entraron en una amplia estancia que, intuyó Simón, era la principal de la casa. La mujer los seguía atribulada; Domingo depositó su carga en un sofá que se veía al lado de un escabel y de una rueca en donde sin duda la mujer estaba ovillando una madeja. La luz entraba por una ventana que se abría en el muro del fondo y por la que entraban los ruidos y olores de la calle. El hombre yacía desmayado. La mujer salió hacia el pasillo espiritada mientras, desde la estancia, Simón la oyó nombrar a alguien.

—¡Constanza, Constanza! Deja lo que estés haciendo, trae al comedor una jofaina con agua caliente y trapos y bájate a buscar al doctor Pedro Frías y dile que unos hombres han traído a Matías muy malherido.

Simón oyó en el interior de la vivienda voces jóvenes, ruidos inconcretos de diversas actividades y a la vez sonido de refajos y vuelos de sayas que regresaban por el pasillo. Entonces, en el comedor, entró una joven mucama portando una gran palangana rebosante de agua recién sacada del fuego y sujetándola, a fin de no abrasarse, con los bordes del delantal que cubría sus sayas. La mujer iba tras ella demudada la color de su rostro. Simón y Seis, uno desde cada lado del diván, sin nada decir, habían comenzado a desnudar al herido; éste gemía inconsciente en cada ocasión que se le forzaba a una postura a fin de irle sacando la ropa. Cuando Simón intentó porfiar con la manga izquierda del jubón, un grito agudo de dolor se escapó de los labios del herido. La mujer intervino.

—Mejor que vuesas mercedes esperen a que venga el galeno, Constanza no ha de tardar, vive aquí al lado y es amigo de la familia.

—Lo que digáis, señora.

Replicó Simón indicando a Domingo que recostara al herido en el improvisado lecho. A la vista del lado del cuerpo que habían desnudado aparecieron las huellas de la terrible paliza recibida y al verlas la mujer indagó horrorizada el cómo, cuándo y dónde había sido el incidente. Simón pasó a relatarle lo poco que sabían y no supo responder a la pregunta de quiénes habían sido los asaltantes y mucho menos si su ataque se había debido a la inquina o a la malquerencia que éstos pudieran profesar al agredido.

—Nosotros oímos los gritos y nos limitamos a acudir en su ayuda como creo hubieran hecho, «cualesquiera que fueran sus credos», hombres de buena fe.

Ante la frase anterior añadida, la mujer afirmó más que indagó:

—Vuesas mercedes son hebreos.

—Yo sí, mi compañero no, pero tales minucias a él ni le importan ni le influyen, creo que es de gentes bien nacidas auxiliar a un ser humano en apuros y eso es lo que hemos hecho.

El herido había comenzado a temblar y a murmurar cosas inconexas e ininteligibles; y cuando la anciana lo iba a cubrir se escucharon los pasos acompañados de la criada que regresaba con el galeno.

Apareció en la entrada de la estancia un hombre de elevada estatura y noble porte vestido a la moda de los médicos judíos. Hopalanda oscura de amplias mangas, ceñida su cintura por una faja, sandalias árabes y cubierta su cabeza con un picudo sombrero, envuelto en su base por una amplia banda a modo de turbante que dejó sobre la mesa junto a un maletín que portaba en su mano diestra. Saludó brevemente a la mujer, y luego, en tanto examinaba al herido preguntó lo que había ocurrido, y a la vez que Simón le iba dando respuestas, palpaba con tiento el maltrecho cuerpo. El examen fue metódico y prolijo y en cuanto se hizo cargo de la diversidad y gravedad de las lesiones abrió su maletín y, extrayendo de él varias clases de instrumentos, tablillas, y frascos, comenzó a curar las heridas en orden de su importancia. Un silencio crispado se había abatido sobre los presentes en tanto el médico iba cumpliendo con su delicada tarea. La mucama iba y venía desde la cocina trayendo en cada viaje una jofaina de agua caliente y llevándose otra ocupada por un líquido sanguinolento y trapos usados. Lo más complejo de la operación fue el entablillado del maltrecho brazo izquierdo, tarea que realizó el galeno ayudado por Simón y por Seis, que colaboró inmovilizando al inquieto y gimiente paciente que desvanecido no dejaba de agitarse.

Cuando todo terminó y luego de suministrar un fuerte somnífero al herido, el doctor procedió a impartir órdenes al respecto de lo que se debía hacer para mejor proveer al cuidado del enfermo, y entonces sí que Simón tuvo que explicar de punta a cabo la cronología y la gravedad de los hechos. El médico apostilló:

—Imprudencias de juventud, aunque nada hay ordenado al respecto de que los judíos no podamos acudir a las ferias siempre que cumplamos con las ordenanzas establecidas por orden del rey, y vigiladas por el almotacén, es una ligereza frecuentar a la salida del zoco los figones y posadas a las que acuden los rumies, más aún portando el amarillo círculo infamante en el hombro derecho que nos distingue y humilla.

Simón interrumpió.

—La imprudencia es mostrar ante una pandilla de malasines una bolsa repleta de doblas.

—Eso también influye, la envidia, hermana de la malquerencia y del rencor, es la reina y señora en estos tiempos, y el ser envidiados es el sino que acompaña a nuestro pueblo. —Luego, en tanto recogía sus cosas, se dirigió a la mujer que, sentada al costado del enfermo, le acariciaba la frente con ternura—. Cuidad, Isabel, de que no le suba la fiebre; si le notáis muy caliente suministradle la pócima que os he indicado y si al cabo de un buen rato persiste, enviadme a buscar.

La mujer se alzó.

—Siempre estaré en deuda con vos.

—Me limito a hacer mi trabajo.

—Decidme qué os debo.

—Nada por el momento, aún debo proseguir, cuando todo acabe tiempo habrá para que arreglemos cuentas. —Entonces, volviéndose hacia ambos hombres, indagó—: ¿A quién tengo el honor?

—Mi nombre es Simón y a mi criado lo llaman Seis, aunque su nombre es Domingo.

—Mote extraño a fe mía y, ¿se puede saber a qué se debe?

—Muéstrale tu mano al doctor —ordenó Simón a Seis.

Éste extendió su anómala mano ante la atenta mirada del médico.

—He visto manchas color vino, peculiaridades en la morfología de muchos recién nacidos, pero jamás vi algo parecido, mejor que no la mostréis a menudo en según qué círculos, los cristianos tienen raras teorías al respecto.

—Su abuela lo sabía bien, es por ello que me lo encomendó cuando era apenas un adolescente.

—Bien, tengo que irme, espero volver a veros.

—Será difícil, estamos a punto de partir de nuevo.

En aquel instante la mujer se asomó por la puerta del pasillo.

—No será sin que me deis la oportunidad de intentar retribuir lo que habéis hecho por mi hijo; en cuanto mejore tendré mucho gusto en compartir con vuesas mercedes el pan y la sal.

El galeno interrumpió:

—Lo siento, Isabel, pero debo partir, no temáis por Matías, se pondrá bien.

—¡Constanza! —llamó—. Acompaña al doctor.

—No hace falta, Isabel, conozco el camino.

Partió el galeno hacia la escalera que conducía al portal y quedaron junto al herido la mujer y sus huéspedes.

—Os espero sin falta el martes, nuestra comida es humilde pero será un honor compartirla con tan generosos samaritanos.

—El honor nos lo hacéis a nosotros, el martes al mediodía estaremos aquí.

Simón dirigió una rápida mirada al herido que descansaba plácidamente a efectos del hipnótico y, brindando una gentil reverencia a la mujer, abandonó la estancia seguido a poca distancia por Seis.