Carta a Jerusalén

Querida madre:

Deseo que al recibir ésta gocéis de buena salud y que Adonai continúe extendiendo su manto protector sobre las gentes de vuestra casa.

En cartas sucesivas os he ido relatando, durante este año, los avatares que han ido jalonando mi vida, desde mi huida de Sevilla. Os imagino llena de zozobra al no recibir noticias mías, pero sabéis que las sacas de cartas viajan por mar y luego las caravanas se ocupan de hacerlas llegar hasta vuestras manos. Resulta todo ello un proceloso camino que hace que muchas se pierdan, de modo que procuro repetir noticias para asegurarme que alguna llegará hasta vos.

En mi última misiva os hablaba, ahora que la pena me lo permite, de las vicisitudes que corrimos en nuestra huida, pero dado que me van llegando nuevas de otras gentes amigas y de otras vidas quiero hacéroslas llegar para que seáis consciente de que es imposible, a distancia, juzgar actitudes y decisiones tomadas por otras personas, pues sin vivir lo que hemos vivido los que por estos trances hemos pasado, nadie puede juzgar con equidad.

Las turbas y el populacho, con ayudas de arietes y otros artilugios entraron en la aljama abatiendo sus puertas y nos masacraron allí mismo, sin tener en cuenta ni edad ni condición. Muchos murieron como mártires, entre ellos mi marido que, cual cordero inocente, fue inmolado. Él así lo quiso, de modo que imagino que ha rendido cuentas al juicio divino y ha hallado consuelo en la suerte que le cupo, ya que él la eligió y así se ha cumplido el sino propicio que según él le estaba reservado. Muchos se suicidaron ante la muerte infamante que sin duda iban a sufrir, lanzándose al vacío desde lo alto de las sinagogas, quedando sus cuerpos completamente destrozados al impactar contra el suelo. Otros hallaron la muerte en la calle y otros eligieron el bautismo como único medio de burlar su destino. Los menos hallaron refugio momentáneo en las ciudades de la provincia aunque un niño hubiera podido contar su escaso número. A causa de nuestros pecados no queda un alma judía en Sevilla[333].

Por si fuera poco lo ocurrido, hasta mis oídos ha llegado la suerte que corrieron muchos de los nuestros al intentar escapar, os transcribo el relato: «Pero he ahí que por todas partes encontraron aflicciones, extensas y sombrías tinieblas, graves tribulaciones, rapacidad y quebranto, hambre y peste. Otros se metieron en el mar buscando en las olas un sendero, también allí se mostró contraria a ellos la mano del Señor para confundirlos y exterminarlos, murieron entre temporales infaustos y asaltos de piratas que, ante la noticia de un sustancioso rescate, se dedicaron con ahínco a perseguir, más que nunca, a las naves que provenían de la Bética, intuyendo en ellas grandes beneficios, pues muchos de los desterrados fueron vendidos por esclavos y criados en todas las regiones de los pueblos y no pocos se sumergieron en el mar, hundiéndose como plomo[334].» En algo muy grave habrá ofendido nuestro pueblo a Yahvé que tan duramente castiga a sus siervos.

Lo que fue una probabilidad se ha hecho real. Sé por alguien que estuvo muy cerca en los últimos momentos, que el que fue mi esposo murió defendiendo a su comunidad de las iras del populacho y que aunque se le ofreció a última hora la oportunidad de ser bautizado renunció a ello negándose a ser un falso Converso y entregó su vida en aras del empeño de morir, siendo un ejemplo para tantas gentes al hacer de la religión el motivo de su vida.

Debo confesaros que no es el mío precisamente, que no tengo vocación de mártir y que un dios que deja en este trance a los suyos no me interesa. Mi religión son mis hijos que van creciendo como dos tiernos arbolitos y que en breve tendrán un hermano con quien compartir juegos y afanes.

Vos sabéis, madre mía, cuánto amé a mi padre pero os quiero significar algo importante. Mis hijos, cuando llegue el momento, elegirán a la persona con la que quieran compartir su vida. La elección de mi padre, a pesar que os reconozco que Rubén fue un ser bondadoso y lleno de cualidades, no fue la acertada. Él no era el elegido de mi corazón y los hechos y el destino han venido a darme la razón. Él antepuso su religión y su carrera a su familia y el que ha hecho posible que ahora os esté escribiendo esta carta, y que si Yahvé así lo dispone en la próxima Pascua nos veamos en Jerusalén, ha sido Simón al que conocisteis en Toledo y que —pese a vuestros buenos oficios y a vuestra comprensión— no halló mi padre digno de ser mi esposo. Lo amo apasionadamente y además siento hacia él una gratitud ilimitada.

Las cosas económicas se han ido arreglando poco a poco, la influencia de dom Sólomon se ha rebelado tan importante que hasta los banqueros genoveses, me dice Simón, cambian sus pagarés sin poner la menor traba, eso teniendo en cuenta que su casa de cambio de Córdoba ya no existe y que ahora negocia sus asuntos desde Amsterdam.

Los tiempos son duros pero la laboriosidad de nuestro pueblo se cotiza mucho más por estos lares que en la península Ibérica, hasta el punto de que el conde de Ferrara ha dicho públicamente al embajador de la Serenísima República de Venecia que «mal se puede tildar de buenos gobernantes a aquellos que arruinan a su pueblo para enriquecer al de otro»[335].

Ahora os voy a dar una triste nueva. La fiel Sara, que tan unida a mí estuvo durante su vida y que me fue fiel hasta el último aliento, ha entregado su alma al Sumo Hacedor. Murió el mes de sivá. Una noche se despidió como lo hacía siempre y al día siguiente la hallamos yerta en su cama. Una sonrisa beatífica adornaba su rostro como alguien que durante toda su vida cumplió con su deber. He sentido su muerte creo que tanto como sentí la de mi padre, que Jehová haya acogido en su seno. Si alguien mereció el premio de la otra vida por su fidelidad, honradez y bondad, ésta fue Sara. Es tal el volumen de su ausencia que todavía la llamo a voces reclamando su presencia sin acabar de creer que ya jamás estará a mi lado. Benjamín la añora hasta límites insospechados y la pequeña Raquel la busca por los rincones de la casa. Al teneros lejos, aunque me consta que fue por deseo de mi padre, ella me hizo de madre y aunque le costó mucho aceptar mi divorcio, en los últimos tiempos aceptó y amó a Simón hasta la extenuación y fue consciente de su calidad humana, de su generosidad y valor ilimitados, que consagró al principio de su vida a mi recuerdo sin la más remota esperanza de encontrarme, y cuando lo consiguió luchó con todas su fuerzas para que yo y los míos salváramos la vida aun a costa de perder la suya.

Deciros así mismo que Domingo y Myriam han unido sus vidas en cuanto llegó la noticia hace ya dos meses de que el que fue su marido murió de unas fiebres en el camino de regreso a Sevilla. Adonai en su clemencia, que ejercita a su capricho, le ahorró una muerte terrible que si duda hubiera padecido caso de llegar a tiempo a Samarcanda[336]. Ella es consciente de que es varios años mayor que él pero creo que su amor está entreverado de gratitud y también tiene un componente de amor materno. Simón y yo hemos sido sus padrinos y se han establecido al lado de nuestra casa ya que Seis —ya os expliqué el motivo de su nombre— siempre quiere permanecer cerca de mi marido. Es ésta una vieja historia que os contaré algún día.

Las cosas aquí transcurren de una manera muy diferente a Sevilla, pero sobre nuestro pueblo pesa una terrible maldición que opina Simón le sigue desde hace siglos y le seguirá siempre. Como las gentes temen nuestra laboriosidad y competencia, los monarcas promulgan leyes a fin de cercenar nuestras libertades y sobre todo se nos prohíbe tener tierras y bienes raíces. Eso estimula nuestro ingenio y hace que estudiemos ciencias y letras de modo que, nuestras gentes se convierten en médicos, filósofos y administradores superando su intelecto en mucho al de las gentes que se han dedicado a los oficios y al cultivo de la tierra. ¿Qué es lo que ocurre? Pues que andando el tiempo la elite intelectual del país somos los judíos y entonces los monarcas, para mejor recaudar sus impuestos, recaban de nuestra colaboración y buscan entre los nuestros a sus médicos, ministros y administradores fomentando con ello la malquerencia de sus súbditos y la envidia y entonces sucede lo que ha sucedido en Sevilla y vuelta a empezar. Amén que el fuego se extiende rápidamente y han llegado nuevas de lo ocurrido en las aljamas de Córdoba, Lora, Écija, Guadalajara, Toledo, Madrid, Barcelona, Gerona y otras muchas.

He tomado una decisión, madre, que creo debo a mi pueblo y desde luego a los míos. Sé y me consta que plumas más documentadas que la mía relatarán nuestra historia para que la posteridad no incida en los mismos errores en los que cayeron nuestros coetáneos. Pero tal vez desde un punto de vista menos documentado y más prosaico, pero desde los ojos de una pobre mujer que vivió por dos veces los horrores que los desmanes, la envidia, la incomprensión y el odio hacia otros pueblos producen en el ser humano, quiero comenzar un diario que pasaré a mis hijos para que éstos a su vez lo pasen a los suyos y éstos a los hijos de sus hijos, relatando todos los acaecimientos que vivimos y todas las torturas que la rabia, la ceguera y la ambición de un hombre despertó entre sus contemporáneos. Si ésta mi decisión ayuda a que alguna vez alguien, aunque sea una sola persona, levante su voz ante las injusticia y grite ¡Ya basta!, me daré por satisfecha.

Otra cosa debo deciros, ya que creo que como cronista de hechos pasados he cumplido en exceso con mi cometido. Dado que los vientos de todo el Mediterráneo no nos son propicios, Simón ha recibido noticias de su amigo David Caballería, ¿lo recordáis? Casó en Amsterdam y es feliz allí, pues bien, parece ser que le aconseja partir hacia el interior de Europa, donde somos considerados y podemos ejercer libremente el comercio sin ninguna traba ni restricción y parece ser que la ciudad elegida es la capital de Polonia.

En fin, caso de no veros por Pascua, os tendré al corriente de nuestra decisión, ya que si cambio de país y marchamos para Varsovia, bueno será que la primera en saberlo seáis vos.

Bueno, madre, saludad a todos los de casa, recibid el amor de mis hijos, el saludo respetuoso de mi marido y mis más amorosos besos con la certeza que desde la distancia os sigue amando en el recuerdo vuestra hija Esther.