Rindiendo cuentas

A la misma vez que los judíos visitaban al monarca, el bachiller Rodrigo Barroso rendía cuentas al obispo Alejandro Tenorio.

El lugar, el despacho del prelado. El obispo sentado en su imponente sillón jugando indolente con un abrecartas de mango de marfil y ante su mesa y en pie, el bachiller, con su gorro de lana en la mano, sin poder remediar el estado de nerviosismo que la solemne presencia del clérigo le causaba.

—Y bien, explicadme cómo van nuestras cosas y dadme cuenta de los planes que hayáis pergeñado para el futuro.

A Barroso le costaba el inicio pero tras un carraspeo para aclarar su garganta comenzó:

—Como ya os dije, excelencia, lo primero que hice fue rodearme de buenos y seguros colaboradores, que en los tiempos que corren no es precisamente cosa baladí.

El obispo creyó que el prólogo iba dirigido a hacer méritos a fin de sacarle más dineros y se apresuró a marcar su terreno:

—Imagino que para una causa tan justa y bien remunerada no han de faltar buenos cristianos dispuestos a cumplir con su deber.

—Además de buenas gentes han de ser competentes para tal menester amén de discretos; personalmente prefiero un tunante astuto que un buen cristiano.

—¡Por la Cruz de San Andrés, a fe que sois práctico! ¡Me agradáis Barroso! Proseguid.

El bachiller puso al corriente al prelado, en pocos instantes, de la cantidad y calidad de sus socios así como, también, tanto de la preparación de sus truhanerías como de la manera como habían sido llevadas a cabo. Al terminar su relato quedó en pie esperando ansioso el veredicto del prelado.

—En verdad que habéis trabajado astuta y diligentemente, está muy bien lo que habéis hecho, pero, decidme, ¿qué pensáis hacer ahora? El plazo se agota y quisiera llegar a tiempo para cuando mi tío, el cardenal Alonso Enríquez de Ávalos, venga a hacernos su pastoral visita.

—No se preocupe su excelencia, todo está medido y meditado.

—Me preocupa que esta ralea de herejes puedan echar la culpa ante el rey a algún cristiano viejo; me gustaría que no pudieran averiguar de dónde parten las flechas.

—No os preocupéis por ello, el plan es perfecto y ya se ha iniciado su preparación.

—Adelantadme algo.

El bachiller se regodeó en el pequeño triunfo que representaba tener al obispo pendiente del devenir de su relato.

—Su ilustrísima no ignora que las casas de madera y adobe que se apuntalan en el muro de la catedral tienen a su costado el pajar y la corralera de las bestias, ¿no es cierto?

—Eso me parece recordar.

—Bien, cuando falten un par de días para la festividad de su shabbat desaparecerán misteriosamente los corderillos sin destetar que estas gentes guardan en sus casas para celebrar su fiesta y que como es lógico querrán volver junto a sus madres si escuchan sus balidos.

—¿Y bien?

—Aprovechando que todos estarán recluidos en sus casas rezando a su Dios y que ese día no pueden dar ni un paso que represente algún trabajo, alguien de buen corazón soltará a las bestezuelas para que sin dudar regresen a sus rediles junto a sus madres.

—No veo qué puede importar que unos animales regresen a sus encierros antes o después.

—Sí importa, si sujetos a sus cuellos llevan unos montoncillos de paja encendida dentro de un saquito de vitela.

—El invento es ingenioso, pero ¿vos creéis que puede dar resultado?

—Ya lo he comprobado, excelencia. Los animales grandes no buscan protección y huyen despavoridos cuando intuyen fuego pero no así los tiernos, que tienden a ir a donde están sus madres. Amén que la paja, al estar en un saquito cerrado y al no tener aire, quema despacio y hace brasa, sin, por el momento, abrasarlos a ellos. Cuando quieran darse cuenta, los pajares y las cuadras estarán ardiendo.

—Me descubro ante vuestro ingenio, Barroso. Bien que se os nota que sois hombre de recursos.

El Tuerto prosiguió:

—De esta manera serán sus propios animales los que desencadenarán el incendio y ya nos habremos ocupado anteriormente de exacerbar los ánimos culpándolos del fuego que pueda dañar algunas de las casas de cristianos que están al otro lado.

—Si todo sale como decís, tened por seguro que vuestro obispo es hombre que sabe pagar a los buenos servidores.

—Mi placer es serviros, excelencia, pero cuando vuestras órdenes coinciden con mis deseos de eliminar a esta piara de «marranos», entonces se me juntan las ganas de comer con el hambre.

—No os preocupéis que ocasión habrá para que saciéis vuestro apetito.

En aquel instante apareció sigilosa por la entreabierta puerta la cabeza tonsurada de fray Martín del Encinar anunciando la siguiente visita concertada por el prelado. Éste se puso en pie dando por finiquitada la audiencia y Barroso se retiró a continuación entre serviles reverencias.