Metamorfosis

La huida de Manfred fue una epopeya y finalmente su evasión se debió a una inesperada y afortunada coyuntura. La condesa Ballestrem[245], de soltera Lapi Solf, era hija de Wilheim Solf, ex embajador en Japón, y reunía, los sábados, en los salones de su casa o en los de su madre, según conviniera, a un grupo de intelectuales antinazis para discutir maneras de ayudar a judíos y a enemigos políticos del Régimen.

Sigfrid había conocido, en una conferencia sobre diamantes industriales a la que acudió por indicación de su amigo el Haupt sturmführer[246] Hans Brunnel, a un catedrático de física, que había sido agregado cultural en la embajada de Japón, en la época que el embajador de Alemania era el padre de Lapi, mucho antes de que Hitler alcanzara el poder, y con el que intimó rápidamente. El hombre, que renegaba de todo aquel mundo de fanáticos, cierta noche, en el bar del Adlon, ante una botella de Petit Caporal, su coñac preferido y del que, estimulado por Sigfrid, abusó en demasía, se sinceró al respecto de su trabajo, y éste, atendiendo a su estado etílico y pensando que a lo mejor allí había un filón interesante, le acompañó a su casa, ayudándole a subir la escalera del chalecito y asistido por su criado, lo metió en la cama.

Al día siguiente el caballero compareció por los salones del hotel para agradecer su gesto y para ponerse incondicionalmente a su disposición.

Una relación especial se estableció entre los dos hombres y, al cabo de unos meses, el profesor le confesó que su bisabuelo materno era judío y temía que, en una de las purgas que periódicamente se realizaban en la universidad, fuera depurado y excluido de la misma y de esta forma perder su carrera, o peor, ser internado en uno de los campos de los que sottovoce, se hablaba en Berlín. Si algo le ponía a cubierto de tal eventualidad era su condición de científico investigador integrado en el equipo de Wernher von Braun en el programa que éste dirigía y que trataba de descubrir las posibilidades del agua pesada, en Penemunde, Noruega, para la propulsión de cohetes[247], pues era difícil encontrar quien lo sustituyera en tan delicado cometido.

Sigfrid tomó buena nota de todo ello y tras las comprobaciones pertinentes, que se llevaron a cabo a instancias suyas, llegó a la conclusión de que la historia era cierta y que se podía sacar partido de la especialidad del científico.

El caso fue que pasado un tiempo, Franz Raubach, que así se llamaba el cátedro, le invitó a un té que daba una amiga suya, la condesa de Ballestrem, y al que acudían un reducido número de intelectuales que respiraban igual que él.

Al sábado siguiente, embutido en un terno impecable y luciendo en su rostro la mejor de sus sonrisas, Sigfrid fue presentado a la condesa y a sus amigos, como Herr Flagenheimer, delegado de la casa De Beer de Sudáfrica en Berlín.

En cuanto transcurrieron un par de horas, Sigfrid se hizo cargo del terreno que pisaba y pensó que había dado con un buen filón de posibles ayudas para todo judío que estuviera en la necesidad de salir de la capital de Alemania y así mismo para cualquier enemigo político del Régimen. Dado que las medidas adoptadas para la partida de su hermano no acababan de concretarse, ya fuera por la ineptitud de Bukoski, que finalmente avisado, no movía un dedo sin que se lo autorizaran desde arriba, o fuere porque el poder del Partido aquellos días estaba muy mermado, el caso era que su hermano permanecía amagado en el sótano del Goethe, cada día más desesperado y deprimido, de tal manera que Sigfrid decidió mover ficha por su cuenta. A las dos semanas insinuó a la condesa que le gustaría hablar con ella de un asunto privado que tenía para él la mayor importancia. Lapi Solf, mujer sensible a los encantos masculinos, que encontraba fascinante la sonrisa de aquel muchacho e inclusive su peculiar forma de caminar, lo condujo de inmediato y de la mano a la salita china que estaba ubicada junto al mirador del jardín. Allí lo obligó a sentarse en un «Tú y yo» y al instante, con un guiño cómplice, le invitó a explicarse.

—El caso es que no sé cómo comenzar.

—Mi querido Sigfrid, no quiera hacerme creer que una vieja dama lo aturde.

—Permítame disentir del adjetivo escogido, las damas no tienen otra edad que la de su inteligencia, ¡líbreme Dios de una jovencita inexperta atenta solamente al cuidado de su belleza y sin un atisbo de conversación inteligente!

—¡Adulador!

—Perdóneme, condesa, pero desde que he tenido la fortuna de pisar sus salones, encuentro insulsas y desleídas todas las reuniones de Berlín. En una palabra, poco interesantes.

—Eso es porque las gentes que acuden a mi casa tienen un nivel intelectual de primer orden, yo solamente soy una pobre anfitriona.

—Disiento, condesa. ¿No fue Francia quien puso de moda las tertulias? ¿Quién se acuerda ahora de los asistentes? Lo que ha quedado para la posteridad han sido los nombres de las que fueron sus almas. Madame de Sevigné, la Pompadour, madame Staël, madame de Recamier.

—Va usted a hacerme enrojecer, ¿cómo va a comparar mi humilde persona a estas mujeres que han ocupado un lugar en la historia?

—El tiempo es el que da y quita razones. Cuando todo esto haya pasado, su nombre, condesa, estará escrito en la historia de Alemania y caso de no ser así, en el corazón de muchas personas a las que ha ayudado a huir de este infierno, que al fin y a la postre es lo que cuenta.

Lapi Solf quedó un momento en silencio profundamente halagada por las palabras de aquel amable joven que la comparaba a tantas heroínas de su juventud.

—Vayamos a su problema, ¿qué es lo que me quería decir?

—Verá, Lapi, es algo complejo.

—Si hemos de ayudarle lo primero será conocer el acertijo.

—Cierto, el problema es el de siempre, alguien que ha de salir, pues peligra su vida, y por el momento parece imposible.

—Nada hay imposible si se destina a ello la voluntad y el tiempo necesarios.

—La voluntad no falla, lo que parece fallar son los medios, y el tiempo se echa encima.

—Pues, si el caso merece la pena, y una vida humana siempre la merece, hallaremos los medios necesarios y si no están a nuestro alcance buscaremos a quien los tenga al suyo. Pero no perdamos el tiempo, que siempre escasea, en disquisiciones inútiles y vayamos al grano.

Sigfrid en una hora explicó a la condesa Ballestrem todas la peripecias vividas por Manfred, el atentado del Berlin Zimmer, la muerte de Helga, y lo dificultoso que estaba resultando, por el momento, sacarlo de Berlín.

Cuando la aristócrata supo la auténtica personalidad de Sigfrid y que era su hermano el que se había jugado la vida, no precisamente pontificando en una tertulia sino actuando contra aquellas bestias, vengando la Noche de los Cristales Rotos, respondió:

—Por ahora, nuestro Círculo ha conseguido todo lo que se ha propuesto al respecto de ayudar a familias judías a escapar del terrible destino que esta gente les ha asignado, pero esta vez, con su hermano, vamos a sufrir una auténtica prueba de fuego, probando hasta dónde somos eficaces. Dígame exactamente cuáles son sus planes, no únicamente para intentar enfocar esa huida, sino también para ayudarlo una vez que haya llegado a su destino.

—Cuando recurro a usted es porque por ahora no hemos dado con la manera de hacerlo nosotros. Mi hermano pertenece al Partido Comunista y si bien al principio disputaron las calles a los nazis, desde que empezó la guerra los pocos que quedan han debido de esconderse y sus limitaciones son grandes. Lo que Manfred desea es marchar hacia Roma, allí aún son fuertes pues se han unido a los partisanos, y desde allí proseguir su guerra.

—¿Cuenta con alguien en Roma?

—El padre Robert Leiber, jesuita; su cargo oficial es profesor de Historia de la Iglesia en la pontificia Universidad Gregoriana, pero desde 1924 ha sido el íntimo colaborador en Múnich, Berlín y Roma del cardenal Eugenio Pacelli y ahora es uno de los principales consejeros de su santidad Pío XII. A excepción de sor Pascualina Lehnert, puedo decirle que nadie le es más próximo. En su juventud había montado a caballo, en Múnich, con un hermano de mi madre, tío Frederick.

—Esto está muy bien si se logra, pero personaje tan elevado me parece algo inaccesible. Desde luego la Iglesia es mucho mejor refugio, desde siempre, que un partido político y más perdurable. En el medioevo las gentes perseguidas se refugiaban en Sagrado y ni los reyes osaban entrar a buscarlos. De alguna forma, en pleno siglo XX, el invento aún funciona. A nadie le interesa enfrentarse a un club que tiene tantos socios repartidos por todo el mundo. Lo de «con la Iglesia hemos topado, Sancho» continúa vigente. Nadie quiere indisponerse con el Vaticano. Una encíclica[248] puede ser un arma terrible. Ningún gobierno quiere tener al papa en contra. Pero prosiga.

—Hemos tenido varias reuniones y estamos en un callejón sin salida. La fotografía de Manfred salió en todos los periódicos, en cuanto pise la calle puede ser reconocido por alguien. Las medidas de seguridad desde la muerte de Reinhard Heydrich son totales y la edad es un hándicap notable ya que quien no es judío está movilizado.

—¿Me permite usted que haga un par de llamadas telefónicas?

—Faltaría más, condesa.

Lapi Solf abandonó la estancia seguida del airoso vuelo de su irregular y blanca falda. En tanto, Sigfrid extrajo de su petaca un cigarrillo rubio y encendiéndolo se recostó en el respaldo del «Tú y yo» y lanzó al aire una espesa bocanada de humo. En aquel instante no supo si obraba imprudentemente pero llegó a la conclusión de que, de no tomar aquella determinación, tarde o temprano la Gestapo daría con el escondrijo de Manfred y entonces todo habría acabado, además con un terrible final.

El tableteo de los tacones de la condesa sonó en la antesala del salón chino y el aumento de volumen denunció su proximidad. Cuando entró en la estancia su rostro, enmarcado por las ondas de su engominado pelo, anunciaba buenas nuevas.

—Creo que hemos dado con el principio del «hilo de Ariadna» —dijo la aristócrata sentándose de nuevo y envolviendo a Sigfrid en una vaharada de carísimo perfume al acomodar airosamente sobre los hombros su echarpe de plumas de marabú.

Sigfrid apagó el cigarrillo en un cenicero.

—Soy todo oídos, condesa.

—Si el problema, según parece, es el rostro de su hermano, vamos a cambiarlo.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que está oyendo. Un cirujano plástico de toda nuestra confianza pertenece al Círculo, lo intervendrá. Cuando la cara de Manfred, ¿ése es su nombre, verdad? —Sigfrid asintió—, sea otra, el problema de que alguien le identifique habrá desaparecido o por lo menos quedará reducido a la mínima expresión. El intervalo de tiempo que esté escondido cicatrizando de las señales del bisturí, que en estos casos, por la misma índole de la estética, son finísimas, lo emplearemos para hacerle nuevos documentos con los sellos que tenemos de varias embajadas y organizaciones. Cuando ya su rostro sea el de otro, le hayamos teñido el cabello y puesto o quitado gafas, según convenga, haremos nuevas fotografías. Un agregado consular o alguien perteneciente a ciertos organismos internacionales puede desplazarse por según qué rutas sin ser molestado. Esta vía ya la hemos utilizado otras veces. Dos problemas quedan por resolver: necesitamos un quirófano debidamente equipado y un buen falsificador de documentos. El material y el equipo para realizar el trabajo lo tenemos, pero nuestro hombre está llevando a cabo unos encargos en Hungría por cuenta del estado español; hasta dentro de tres meses más o menos no habrá finalizado y esto retrasaría nuestros planes.

—Me deja usted asombrado, condesa. Lo que ha resuelto con dos llamadas de teléfono a nosotros nos ha llevado meses y aún no lo habíamos logrado resolver. Por lo demás no se preocupe, creo que tengo solución para ambas cosas.