Íntimas revelaciones

El edificio en el que estaban instalados Manfred y Helga era el perfecto escondite para alguien que quisiera pasar desapercibido. Una colmena de atareadas abejas en la que cada una iba a su avío sin tiempo ni ganas de meter las narices en las vidas de los demás. Su bloque, junto con otros tres, estaba ubicado en una travesía que unía Egiphtiannenstrasse con Knobelsdorff junto al cementerio de Mirissén Church, de confesión católica, y la estación del elevado de Spandauer. Se había construido para la Olimpiada y fue destinado a alojar a acompañantes de menor rango de las diferentes legaciones que acompañaban a los equipos; al acabar los Juegos se alquilaron a parejas de clase baja con pocas posibilidades económicas. Delimitaba los bloques un gran patio interior cuyas galerías estaban cubiertas, de arriba a abajo, por unas construcciones de ladrillos verticales e intermitentes que, al colarse el aire por sus intersticios, generaban una corriente que servía para que la ropa tendida en los alambres se secara lo antes posible. Cada rellano tenía ocho apartamentos y el ascensor lo partía justamente por el centro, el suyo era el 5o B izquierda. A la entrada se abría un pequeño recibidor al que daban dos puertas, la de la derecha correspondía a un despacho en el que se ubicaba, además de la mesa y las correspondientes sillas, una librería y un sofá que en caso de convenir se transformaba en una cama; la otra puerta daba a un pasillo estrecho y a su comienzo estaba la pieza principal, una pequeñísima salita comedor con la correspondiente mesa arrimadero que al plegarse dejaba espacio suficiente para que el rincón donde se ubicaba el tresillo junto al aparato de radio pudiera ser ocupado por cuatro personas, y cuya ventana daba a la calle de detrás del edificio. Estaba decorado como cualquier apartamento de unos jóvenes alemanes recién casados de clase media baja y nada hacía sospechar el color de su afiliación política. El corredor describía en su mitad un ángulo recto en el que se ubicaba un perchero de brazos; al final del mismo estaba la cocina y a la izquierda de la misma un pequeño distribuidor al que se asomaban tres puertas: la de un baño mínimo y dos dormitorios. En el más pequeño y alejado de la cocina dormía Manfred y en el principal, Helga. El mobiliario era sencillo y modernista y cada uno había colocado sus pertenencias de forma que cada pieza reflejaba el gusto y carácter de ambos.

Helga había constituido una sorpresa para Manfred. Jamás hubiera pensado que aquella muchacha, hija del que fuera principal contable de su padre y con la que una vez al mes pasaba la tarde en el patio del almacén de la joyería los días en los que su madre iba a recoger a su padre, fuera otra cosa que una sencilla chica alemana con las aficiones y gustos de la clase a la que pertenecía. Las veladas en la que ambos jóvenes, al regresar de sus deberes cotidianos, se sentaban en el sofá del pequeño comedor y comenzaban a hablar de música clásica para seguir haciéndolo de filosofía y terminar discutiendo apasionadamente de política, eran una auténtica delicia para Manfred, que sin darse cuenta esperaba con verdadera fruición que llegara el momento de volver a casa cual si realmente fueran un pareja de recién casados a los que las obligaciones de cada día separaran durante unas horas. Helga, que al principio de su relación guardaba una respetuosa e instintiva distancia con el hijo del jefe de su padre y al que durante toda su vida había observado desde un plano inferior, se había transformado poco a poco en una magnífica compañera y sus dotes de polemista apasionada habían salido a flote admirando a Manfred al que, cuando estaba con ella, le pasaban las horas sin sentir y cuando quería darse cuenta eran ya las dos o tres de la madrugada. Y un día sí y otro también, el toque de las campanas de la iglesia católica de San Pablo, muy próxima a su domicilio, sorprendía a ambos jóvenes en una acalorada y profunda discusión sobre si las teorías de Engels estaban en el origen de las ideas de Carlos Marx o si el Tanhauser de Wagner superaba en majestuosidad e ímpetu a la Patética de Bethoven, o en otras de color más mundano y menos trascendentes, tales como la superioridad de Schmeling[73] sobre Louis o si el suicidio de Kurt Tucholski[74] había sido motivado por un ataque de melancolía o por presiones del partido.

Por otra parte, y para evitar muchos peligros, cada uno de ellos tenía encomendada una misión distinta dentro del partido y así mismo pertenecían a células diferentes. Lo único que debían conocer uno del otro era el tipo de tapadera que ocultaba sus actividades en la vida civil y todo lo concerniente a su vida en común así como los antecedentes familiares de ambos al respecto de las circunstancias y de las personas que figuraba que eran, según las documentaciones que les habían sido entregadas.

Los días de aprendizaje y las pruebas a las que fueron sometidos con el fin de unificar sus declaraciones ante cualquier imprevisto fueron exhaustivas y tanto Manfred como Helga conocían a la perfección los antecedentes de sus familias ficticias, el cómo, dónde y cuándo se habían conocido y los detalles de sus personas; circunstancia que les produjo, sobre todo a Helga, una violenta situación y que ésta recordaba con precisión, alguna que otra noche de insomnio.

Una tarde les fue comunicado por sus respectivos jefes que, al día siguiente, debían acudir a una clínica de planificación familiar que estaba situada en el 197 de Wertherstrasse, a un par de manzanas del Instituto Anatomicoforense de la capital y que era prioritario que nadie supiera nada de la cita.

Llegaron a la dirección señalada y se encontraron ante la verja de un pequeño hotelito que desentonaba entre dos modernos edificios y que, sin duda, en breve estaba destinado a desaparecer. Manfred empujó la puerta de la verja y, seguido de Helga, atravesó el diminuto espacio que transcurría entre dos descuidados arriates gemelos, subiendo una breve escalera de tres peldaños que desembocaba en una pequeña superficie recubierta de viejas y desiguales losas de rústico material y que llegaba hasta la puerta del chalé. Llegados allí se demoraron un instante buscando el pulsador del timbre, oculto por las hojas de la enredadera que cubría la fachada de la pequeña villa. Al fin Helga dio con él y apretó el botón. La espera fue breve y al cabo de poco tiempo ambos cambiaron una mirada cómplice cuando, en lontananza, se oyeron unos pasos mesurados de alguien que se aproximaba. La mirilla de latón dorado se abrió y el ojo de un oculto Polifemo[75] los observó desde el interior, a la vez que la voz de la persona que, sin ser vista los observaba, preguntaba por sus nombres dentro del partido.

—Yo soy Gunter y ella es Rosa.

La voz ya no se dejó oír de nuevo y sí oyeron en cambio el ruido mecánico del pasador al descorrer la doble vuelta que aseguraba la cerradura. Entraron ambos y se encontraron ante un hombre canoso de mediana edad que, tras mirar al exterior por ver si alguien los había seguido, cerró la puerta y, clavando en ellos sus miopes ojillos semiocultos por los gruesos cristales de sus gafas, les sonrió y, al hacerlo, una miríada de finísimas arrugas, aumentadas por las dioptrías de sus gafas, aparecieron silueteando sus ojos grises. El hombre les indicó con un gesto que le siguieran y avanzó por un deteriorado pasillo hasta una salita cuyo desvencijado aspecto no dejó de causarles un extraño efecto. Las paredes se veían desconchadas y con alguna que otra mancha de humedad; los cuadros eran simples litografías enmarcadas y al parecer recortadas de un calendario de temas de botánica; las revistas que yacían en las mesa central correspondían a fechas muy anteriores y habían pasado por mil manos; el suelo era de linóleo de color gris y la cubierta se levantaba por una de las esquinas que se ajustaba junto a una pequeña rinconera; el mobiliario lo constituían seis sillas de hule y metal y dos pequeños sofás de modesta y desgastada tapicería, pegados a las paredes; la iluminación provenía de una semiesfera traslúcida colocada en medio del techo de la habitación y su luz era pobre y desangelada.

—Dentro de un momento, el doctor Wemberg los recibirá.

Tras decir esto último, el celador desapareció dejando a ambos jóvenes inquietos y desorientados.

Recordaba que Manfred le preguntó:

—¿Qué te parece todo esto, Helga?

—Nada, no me parece nada. Ya sabes que el partido no acostumbra a dar explicaciones y toda prevención es poca en los tiempos que corremos.

—Pero es la primera vez que nos hacen acudir juntos a una reunión, pertenecemos a células distintas y tu trabajo y el mío nada tienen que ver.

—Imagino que lo que nos tengan que decir nos atañerá a los dos.

Algo iba a responder Manfred cuando la puerta de la sala de espera se abrió y el celador de las gruesas gafas compareció anunciando que el doctor Wemberg los recibiría de inmediato. Los muchachos se pusieron en pie dispuestos a seguirle; el hombre los acompañó hasta la puerta del despacho del médico y, golpeando la hoja con los nudillos, pidió permiso para entrar. Una voz interior autorizó la entrada y ambos fueron introducidos en una pieza de regulares dimensiones y que contrastaba con la espartana decoración de la sala de espera. El despacho era amplio y estaba perfectamente instalado, una mesa central lo presidía y tanto el sillón giratorio que se veía tras ella como los dos asientos que se ubicaban a su frente eran de buena madera de cedro. A su derecha una librería atestada de títulos de medicina y a su izquierda un armario de instrumental con todas sus piezas perfectamente alineadas e impecables. A la derecha de la estancia un biombo separaba la pieza de otro ambiente y tras él, que estaba a medio desplegar, se adivinaba una mesa de curas, de acero y cristal, para el reconocimiento de pacientes, y a su lado un aparato de rayos X, todo ello de un blanco impoluto.

El doctor Wemberg los aguardaba en pie, sonriente en medio de la estancia.

Manfred, al que aquella situación incomodaba, saludó al galeno con un escueto «buenas tardes» y Helga le sonrió tímidamente.

—Siéntense, por favor.

Los muchachos ocuparon los sillones frontales en tanto que el doctor se ubicaba tras la mesa.

—La verdad, doctor, es que no sé a qué hemos venido.

Fue Manfred el que abrió el fuego.

El doctor Wemberg jugueteó un instante con un abrecartas que estaba sobre la mesa y tras una estudiada pausa tomó unos papeles de la carpeta y los leyó atentamente. Un silencio ominoso se abatió sobre la habitación y, luego de dejar sobre el despacho la carpetilla, el médico habló.

—No he de decirles que todos bogamos en la misma dirección, el partido me ordena que les ponga en antecedentes de ciertas cosas y que en lo posible intente ayudarles para que no acabe en drama el peligroso juego en el que todos andamos metidos.

Manfred se revolvió nervioso en su asiento en tanto que Helga lo observaba interrogante. El médico prosiguió apeando el «usted».

—Según me consta en el expediente que me ha sido entregada vosotros sois marido y mujer y vuestros superiores os han provisto de una documentación absolutamente auténtica y que resistiría cualquier investigación a la que fuera sometida, ya que los datos regístrales que en ella constan son de difícil comprobación. Por otra parte habéis sido instruidos a fin de que, en caso de un interrogatorio, vuestras declaraciones coincidan, aunque siempre quedan cabos sueltos que son muy difíciles de ligar.

—Doctor, todo lo que nos dice ya lo sabemos, lo que ignoramos son los motivos que nos han traído hasta aquí.

El doctor Wemberg, sin contestar la indirecta pregunta de Manfred, prosiguió:

—Hay cuestiones médicas en vuestro caso particular que deben solucionarse a fin de que las circunstancias externas coincidan con las peculiaridades de una pareja de recién casados de tan incómoda condición, en los días que corremos, como son las tuyas.

Al decir esto último sus ojos estaban fijos en Manfred.

—Si no nos habla más claramente me temo que tardaremos demasiado en enterarnos del auténtico motivo de esta visita.

El galeno, sin solución de continuidad, prosiguió:

—Tú eres judío, o por lo menos fuiste bautizado como tal, y esta condición añade un plus de peligrosidad a esta mujer. Caso de ser interrogada, ya sabes lo que ocurre cuando una muchacha alemana se casa o, y perdonadme la claridad, se acuesta con un judío.

Helga había enrojecido hasta la raíz del pelo.

—La mujer no puede desconocer ciertas singularidades de su marido, por tanto hemos de negar tu condición cosa harto difícil ya que tu pene ofrece unas peculiaridades diferentes a la de cualquier cristiano de cualquier confesión.

Manfred no daba crédito a lo que estaba oyendo. El doctor, como si no se diera cuenta de la violencia que estaba creando a ambos jóvenes, prosiguió:

—Es obvio que una mujer conoce perfectamente el cuerpo de su compañero. Por tanto, ante la evidencia de que estás circuncidado, no nos queda otro remedio que justificar tal estado y para ello es por lo que se ha redactado este documento.

Al decir esto último, el médico extrajo de su carpeta un certificado que amarilleaba por el paso del tiempo y se lo tendió a Manfred. Éste lo tomó en sus manos sin atreverse a apartar su mirada de los ojos del galeno. Luego, lentamente, bajó la vista y comenzó a leer.

En Budapest a 15 de marzo de 1926

Hospital Walcoviac

En el día de hoy a las 10.30 de la mañana ha sido intervenido por segunda vez el paciente Gunter Sikorski Maleter de diez años de edad que padece una balanopostitis. Se le ha practicado una recesión completa de la piel sobrante del prepucio y se ha limpiado la zona afectada.

Deberá permanecer hospitalizado un lapso de tiempo de tres días y se le tratará con sulfamidas.

Firmado Dr. Paul Brineski

Al terminar la lectura, Manfred, alzó la vista del escrito.

—¿Qué quiere decir todo esto?

—Sencillamente, el hecho de estar circuncidado no obliga a que, indefectiblemente, seas judío. Es posible que esta justificación te sirva algún día pero sin duda a quien justifica es a tu mujer, una mujer que hace uso del sexo no puede ignorar esta anomalía del cuerpo de su esposo, y en todo caso la salva de haberse unido a un judío.

—¿Qué es todo esto, doctor?

Ahora la que interrogaba era Helga.

—Este documento justifica la anomalía que como católico, tiene tu, digamos, marido.

Helga volvió la vista hacia Manfred y éste le entregó el certificado. En tanto leía, la voz del doctor Wemberg se dejó oír de nuevo.

—La circuncisión de tu marido se llevó a cabo cuando tenía diez años y fue por un problema médico, no por una cuestión de religión.

Helga, cuando devolvió el escrito, estaba roja como la grana.

—Sé que esta conversación no es grata pero es necesaria, no tengo que aclarar que en el archivo del Hospital Walcoviak de Budapest figuran los antecedentes de esta intervención. Y ahora, lamentando violentarte, he de hablar contigo, Helga. Voy a ser muy directo porque es necesario que lo sea: ¿eres virgen? —Ahora el doctor Wemberg miraba directamente a la muchacha—. Mi pregunta os atañe a los dos.

Helga dudó unos instantes y cuando habló, su voz era apenas audible.

—Sí, no he hecho el amor con nadie.

El doctor prosiguió:

—¿Tienes novio?

—Salgo con un muchacho.

—Entonces me alegro, ya que las órdenes del partido, al respecto, son determinantes y siéndolo, mejor será que su cumplimiento no sea traumatizante.

Ahora el que indagó fue Manfred.

—Perdone, doctor, pero no comprendo.

—Es elemental, no existe una sola pareja en Berlín que a los meses de haber contraído matrimonio, ella todavía conserve intacta su virginidad. Sé que esto crea una situación incómoda, pero más incomodidad pueden crear las matronas de la Gestapo en caso de una revisión cuyo resultado afectaría a ambos.

La voz de Helga era un hilo.

—¿Y qué se supone que debo hacer?

El médico sonrió con ternura.

—Si lo que estamos viviendo no fuera tan serio te respondería de otra manera, pero dentro de un mes se me ha ordenado que te haga una revisión, ése es el tiempo que tienes para resolver el problema. Caso de que lo prefieras, hay otros medios que solventan la cuestión con una pequeñísima intervención, ¿me has comprendido?

—Desde luego, doctor, no soy tonta.

La voz del médico, esta vez sonó cariñosa.

—No hagas una tempestad de un vaso de agua, tu novio va a estar muy contento. Y ahora, si no tenéis nada que consultarme, me esperan otros pacientes.

Cuando ambos jóvenes abandonaron la clínica del doctor Wemberg lo hicieron en silencio y agobiados por las revelaciones de las que los dos habían sido partícipes. Una lluvia persistente caía sobre Berlín y las calles mojadas reflejaban las luces de los faroles que rielaban en los charcos. A lo lejos divisaron la parada del tranvía por la que pasaba el 83 que los dejaría a dos manzanas de su casa. Manfred se despojó de su tabardo, que al tener capucha protegía mejor de la lluvia y se lo colocó a Helga sobre los hombros, cubriendo sus rubios cabellos con el capuz de la prenda.

—¿Qué haces? ¡Te vas a empapar!

El muchacho se levantó el cuello de su cazadora forrada.

—Tápate, yo voy bien.

De nuevo el silencio se instaló entrambos y al llegar a la parada del tranvía se sumaron al grupo de personas que aguardaba bajo la encristalada marquesina que los resguardaba de la lluvia. Pasaron varios coches que iban a diferentes lugares y finalmente vieron comparecer en lontananza un 83. La gente comenzó a agitarse, ya que aquel coche hacía un recorrido circunvalante que convenía a muchas personas. Al frenar frente a ellos una pequeña cortina de agua saltó del canal del raíl obligado por las ruedas del coche eléctrico, manchando de barrillo y agua las piernas de ambos. La gente fue encaramándose al tranvía y apretujándose en su interior, ocupando, los afortunados, algunos asientos que estaban libres. El vagón amarillo y blanco se puso en marcha en medio de un rechinar de hierro y el sonido de una campanilla que el conductor hacía sonar pulsando un botón instalado a sus pies. El revisor hacía milagros desplazándose entre el personal y al llegar a la altura de Manfred, éste se desasió de la anilla de cuero que pendía de una barra metálica sobre su cabeza. Y extrayendo, dificultosamente, su cartera del bolsillo posterior de su pantalón, entregó al hombre el abono del mes.

—Cobre dos trayectos.

El cobrador, con un perforador, taladró dos agujeros y devolvió el abono al muchacho que, colocándolo de nuevo en su billetero, lo guardó en el bolsillo al tiempo que el conductor, soltando un exabrupto, frenaba violentamente el vehículo obligando al personal a desplazarse, con brusquedad, hacia adelante. Manfred sin pretenderlo, y al no haber tenido tiempo de volver a coger el asidero, se fue hacia Helga estrujándola contra el cristal.

—¡Huy! perdona, ¿te he aplastado?

La muchacha, medio prensada, volvió su hermoso rostro hacia él.

—No ha sido nada, no me has hecho daño, más me ha dolido lo que he tenido que oír esta tarde. De verdad, no ha sido nada.

Manfred, que había vuelto a recuperar la vertical, se disculpó:

—Es que estaba guardando la cartera y este bestia ha pegado un frenazo que si no llegamos a ir como sardinas salimos por delante.

—De veras que no ha sido nada.

Se había roto el hielo.

—¡Golfilla! No me habías dicho que tenías novio.

Sintió que rebullía inquieta.

—¡Hay tantas cosas que ignoramos el uno del otro! Después de tantos años solamente sabemos quiénes somos y quiénes nos han dicho que somos, yo voy a cumplir diecinueve y tú, si no recuerdo mal, veintiuno, algo habremos hecho durante todos estos años, vamos, digo yo.

—¿Lo conozco yo? —Manfred iba a lo suyo.

Helga dudó un instante.

—No, no lo conoces, es un muchacho de mi barrio cuyos padres eran amigos de los míos.

—¿Alguna vez te acompañó a la joyería?

—¡No seas plomo Manfred! ¿Te pregunto yo algo sobre tu vida, a qué muchachas has conocido y si tienes alguna amante?

—No te enfades mujer, desde luego que no tengo por qué meter las narices en tus asuntos, tengo asumido que ésta es una situación temporal y que luego cada uno seguirá sus caminos.

La lluvia siguió salpicando las calles y de nuevo un silencio triste se instaló entre los dos. Helga apoyaba su frente en el marco de la ventana ensimismada en sus pensamientos en tanto que dos gotas de agua, que se deslizaban perezosas por el cristal, caminaron paralelas un trayecto; finalmente cada una se fue hacia un lado distinto; la muchacha pensó que, cuando toda aquella pesadilla terminara, ocurriría lo mismo con sus vidas.

El caso fue que el recuerdo de los sucesos acaecidos aquella tarde volvían una y otra vez a su pensamiento.