El atentado

El Berlín Zimmer, ubicado en la conjunción de Fasanenstrasse con Joachimsthaler, era un palacete barroco cuya construcción databa de 1822. Constaba de dos plantas con cinco ventanales en cada fachada y una tercera abuhardillada cubierta por un tejado de pizarra, ornamentada en sus esquinas por cuatro gárgolas imitando las bocas de cuatro dragones. La entrada estaba situada bajo el frontón de un templete griego, a imitación de un pequeño Partenón, sostenido por dos columnas dóricas. La salida del edificio por su parte posterior daba a una terraza elevada rodeada por una balaustrada y que a su vez descendía en amplia escalinata de mármol a un parque de espesa vegetación con sicomoros, robles, arces, arbustos, parterres de flores y arriates que ocultaban sinuosos y estrechos caminos en cuyos recoletos y románticos rincones se ocultaban bancos de madera, junto a evocadoras estatuas griegas, y que confluían en una glorieta ubicada en la parte posterior. En su centro, un inmenso estanque de irregulares bordes en el que flotaban grandes nenúfares y en el que nadaban, majestuosas, cinco parejas de cisnes blancos y negros, una miríada de peces de colores y varios grupos de plateadas carpas. Todo el conjunto estaba circunvalado por un altísimo muro que impedía cualquier curiosa intromisión desde el exterior y ocupaba toda la manzana lindando con Kudamm por el este, Uhlandstrasse por el sur y por el oeste con Lietzenburger.

La semana anterior, Manfred, Karl y Fritz Glassen, otro de los componentes de la célula, se habían turnado controlando las salidas y entradas del edificio, y tras hacerlo vieron que el plan de Manfred era viable.

Manfred, que tenía grandes aptitudes histriónicas, se había hecho socio del Kleist-Casino y del Silhouete, dos de los locales más afamados y exclusivos de Berlín por la misma idiosincrasia de sus asociados, que se hallaban entre los más granado de la sociedad berlinesa. Prohombres del Régimen, grandes industriales, dirigentes del partido y hasta algún que otro jefazo de las SS.

Para ello tuvo que rellenar un escrito de inscripción, para lo cual contó con la inapreciable ayuda de Sigfrid, que buscó de entre sus deudores de póquer dos firmas de socios de los referidos centros que le sirvieron para falsificar dos avales, y entregar cuatro fotos de carné.

Allí, desnudo con una toalla en la cintura, sudando en los bancos de madera de la sauna primero, y después arreglándose en los vestuarios, había entablado conversación con varios de los individuos que frecuentaban aquellos parajes, tomando buena nota tanto de su amanerada forma de hablar como de su manera de vestir hasta el punto que, ensayando en el espejo de su casa, no pudo impedir las carcajadas de Helga que creía que todo era una artimaña para congraciarse con ella mostrándose ocurrente y divertido tras el enfado por su tardanza la noche de la conferencia en el Schiller.

En tanto Karl Knut y Fritz Glassen, ayudados por dos especialistas del PC habían preparado el material, Sigfrid había dispuesto, con su habitual habilidad, una carta con el sello de las acererías Meinz firmado por el apoderado que acostumbraba a alquilar el palacete, cuya rúbrica había sido suministrada por uno de los miembros de su célula que trabajaba en el departamento de contabilidad de las fábricas.

A las nueve de la mañana del día del evento, un pequeño descapotable conducido por un Manfred atildado y compuesto exageradamente según el modelo aprendido, y seguido por una camioneta de reparto en cuyos laterales se podía leer en letras azules, «INSTALACIONES DE AUDIO Y TELEFONÍA ROCHER», se detenía en la puerta del palacete.

Manfred se apeó del vehículo y con paso de bailarín subió los tres peldaños del templete, observado por un indiferente portero, que acostumbrado a ver por allí a personajes amanerados y atildados de aquella guisa, ubicado en su garita, leía el periódico, absolutamente de vuelta de cuanto pasara en aquel recinto que se alquilaba para las más diversas actividades, ya que ya nada podía rebasar su capacidad de asombro. Al mismo tiempo, Karl Knut y Fritz Glassen, otro de los conjurados miembros del PC experto en sonido, descendían de la camioneta y abriendo la compuerta de detrás, comenzaban a descargar una serie de cajas.

El portero detuvo a Manfred intuyendo que era el responsable de la descarga.

—¿Qué están haciendo? Llévese el coche y diga a éstos que carguen en la camioneta lo que están descargando y circulen, aquí no se puede descargar.

—¡Uy, qué modos, por Dios! ¿No le han enseñado a informarse?

Un individuo con aspecto de conserje vestido con un uniforme azul marino que en la bocamanga de la chaqueta llevaba un galón dorado más ancho que el portero, y que en aquel momento asomaba por la puerta con unos papeles en la mano, interpeló:

—¿Qué pasa aquí?

—Nada, señor, estos individuos, que parece están descargando algo y hay un visible aviso prohibiendo la carga y descarga.

El plan previsto basaba su eficacia en la sencillez y contaba con la natural sumisión del buen pueblo alemán ante alguien que tuviera el aplomo de expresarse con una cierta autoridad. Manfred, controlando sus nervios, habló, entre sardónico y autoritario:

—«Estos individuos», como usted dice, tienen mucho trabajo en otro lugar y se marcharán gozosos a hacerlo siempre y cuando tengan la amabilidad de informar a Herr Staler —que tal era el nombre del apoderado de las industrias Meinz— que no se ha montado el sonido para el discurso que hay en los postres porque unos bedeles celosos de sus prerrogativas lo han impedido.

El conserje, recogiendo velas y lanzando una furibunda mirada al portero, argumentó:

—Nada se nos ha dicho al respecto, compréndalo; si tiene el pase y la bondad de explicarme cuál es su trabajo, gustoso colaboraré en facilitárselo, para eso estamos, ¿no es verdad, Archivald?

El otro, aliviado de que su superior le hubiera librado de su responsabilidad, se refugió en la caseta sin nada añadir.

—Excúseme, señor, si tiene la bondad de explicarme el motivo de su visita.… —añadió el subalterno obsequioso.

—Herr Staler ha encargado a mi empresa el montaje del sonido para esta noche.

—Pero señor, debo decirle que hay un excelente equipo que funciona siempre que hay alguna fiesta, y no es por decirlo pero hacemos muchas al cabo del mes, y se oye perfectamente por todo el palacete y también por el jardín.

—Me consta, pero no es lo que pretende Herr Staler.

El hombre dudaba y quería asegurarse de que la decisión que tomara fuera la correcta. Manfred se dio cuenta y procedió a aclarar sus dudas exagerando sus afectados modales.

—Pues mire, resulta que al acabar la cena van a haber unos parlamentos desde la presidencia y antes de que dé comienzo la celebración propiamente dicha Herr Staler pretende que la palabra salga desde donde esté ubicado el orador para dar más presencia y relevancia al acto, ¿me comprende?

—No del todo, señor.

Manfred simuló ponerse nervioso.

—¡Odio explicar cosas a personas legas en la materia! ¡Por Dios, qué aburrimiento, siempre lo mismo! A partir de ahora voy a presentar dos facturas de honorarios, una por trabajar y otra por explicarme.

El otro, entre mosca y receloso, comentó:

—Comprenda que yo me limito a cumplir con mi obligación como hace usted con la suya, señor.

Karl intervino simulando calmar a Manfred.

—Entiéndelo, él no tiene por qué saber en qué consiste tu trabajo, ¡un poco de paciencia!

—Empiezo de nuevo: la palabra tiene que salir desde donde está situado el orador, con el sonido general que tienen instalado, un convidado que tenga un altavoz más próximo a su espalda vería mover los labios al disertante y lo oiría por su culo, y eso que he nombrado no me negará que se ha de emplear para otros menesteres más gratos, ¿no es cierto?, ¿me he explicado bien o ha pasado un carro?

—Creo que lo he entendido —respondió el otro violentísimo—. ¿Me hace el favor de mostrarme la autorización?

—Está usted en su perfectísimo derecho.

Manfred extrajo del bolsillo la carta con la firma del apoderado de las industrias Meinz y se la entregó al hombre, que poniéndose una leontinas comenzó a leer.

El texto no dejaba lugar a dudas, la empresa Rocher quedaba contratada para montar un equipo de sonido de refuerzo, amplificadores, altavoces, mesa, micrófonos, etcétera, expreso para palabra y ubicado precisamente detrás de la presidencia. El hombre, luego de leer el texto, vaciló un momento. La comprobación del documento era irrealizable ya que en sábado no habría nadie en las oficinas de las industrias Meinz y los sellos y la firma eran los de siempre. Decidió no arriesgar su puesto por hecho tan fútil. Volvió a quitarse las gafas. Reivindicando su autoridad y salvando la faz de su compañero, dijo:

—Todo está claro, pero, sintiéndolo, aquí no se puede descargar, tienen que ir por detrás.

—¿Ve como todo puede arreglarse hablando? —arguyó Karl.

Manfred, que conocía el paño, pensó que no podía perder la ventaja adquirida cediendo a la pretensión del hombre.

—¡Lo que me faltaba! ¡Ahora debo entrar por la puerta de servicio como si fuera un pastelero! ¡Vámonos, que hagan su discurso con un canuto! ¿¡Pero con quién se ha creído que está tratando!? ¡Yo soy Teodor Katinski —el nombre lógicamente era inventado—, uno de los mejores decoradores de esta jodida ciudad y me largo! ¡Quieres complacer a un amigo y te tratan como una mierda!

Al otro no se le pasó por alto lo de «amigo».

—Es que ya está montado todo y hemos retirado las fundas de las alfombras, es por eso, señor Katinski, que le he rogado que si no le importaba fuera por la puerta del jardín.

—¡No! ¡Usted no me ha rogado, usted me ha mandado a la puerta de servicio y no se lo acepto!

El conserje se vino abajo definitivamente.

—Por favor, le ruego me excuse, pero no dude que ha sido un malentendido, pasen por aquí mismo. —Entonces, volviéndose hacia la garita del portero, chilló—: ¡Archivald, llama a cocinas que suban dos hombres a ayudar a los señores!

El portero tras los cristales tomó el telefonillo y se puso a hablar.

El grupo fue entrando en el palacete. El barullo y la confusión que armaban los distintos industriales que montaban la recepción era tremendo, cada uno iba a lo suyo arrimando el ascua a su sardina, las discusiones por invadir el terreno del otro eran incesantes, los floristas luchaban a brazo partido por ocupar las mejores peanas para colocar sus flores, los restauradores querían paso franco para camareros y lugares apropiados para las mesas de rango y los encargados de la decoración interior bregaban con adornos, cintas y oropeles.

Al cabo de dos horas la camioneta y el descapotable abandonaban el palacete. Tras la larga mesa de la presidencia lucían dos grandes altavoces colocados sobre los correspondientes trípodes y disimulados por dos altos ramos de flores que tapaban el ligero tic-tac que salía del de la izquierda.

La fiesta comenzó a las ocho con puntualidad germánica. Los invitados fueron entrando en grupos más o menos juntos y mirándose con curiosidad festiva. La puerta estaba discretamente vigilada por miembros de la Gestapo vestidos de paisano con negros abrigos largos de cuero, que los delataban, quizás aún más que si hubieran ido de uniforme, y que controlaban las invitaciones pidiendo a muchos de los asistentes sus acreditaciones. Los invitados eran de muy diversa condición y se diferenciaban tanto por su edad como por su aspecto. Uniformes, hombres maduros elegantemente vestidos con ternos de alto precio, jovencitos de aspecto exagerado y cabellos tintados y todos en su conjunto emanando una seguridad impropia de aquellos tiempos en los que el Estado perseguía a los homosexuales, como personas que estuvieran por encima del bien y del mal. Lo cierto era que pese al recuerdo de la Noche de los Cuchillos Largos, en la que el Führer hizo asesinar a Ernst Rhöm en plena orgía y pese a las leyes que castigaban el vicio contra natura, éste había florecido de tal manera, entre la influyente clase política e industrial, que, en el Berlín de la preguerra, todos se conocían y los nombres de muchos de ellos estaban en boca del pueblo e inclusive eran veladamente aludidos por los cómicos que en los Kabarets, hacían las delicias del respetable.

La mansión era un lujo, y la admiración de todos los que iban entrando se reflejaba en las expresiones de asombro que se oían. Los invitados dejaban sus abrigos, gabanes y sobretodos en el guardarropa y se adentraban en los salones donde eran recibidos por un tropel de sirvientes uniformados con impecables libreas que les ofrecían diversos cócteles o copas de champán rosado de una exclusiva y carísima marca. Los grupos se iban repartiendo y en tanto los de más edad pasaban a los jardines y terrazas, los más jóvenes se dirigían a los dormitorios del primer piso siguiendo, los nuevos, las directrices de aquellos que habían ya asistido en otras ocasiones a aquel tipo de fiestas. Un cuarteto de cuerda amenizaba sin molestar las conversaciones y de los pebeteros emanaban efluvios de sándalo que contribuían a hacer la atmósfera más íntima y recargada. El comedor ofrecía un magnífico aspecto, la mesa de presidencia era alargada y ocupaba en su totalidad la pared del fondo cuyo paño central, centrado entre dos ventanales, estaba cubierto por un tapiz de gobelinos que representaba una cacería con motivos mitológicos que a su vez se repetían fraccionados, reproducidos en esculturas de porcelana de Rosenthal, a lo largo de la mesa y así mismo ocupaban, rodeados de coronas de flores y de un velón encendido de distintos colores, los centros de cada una de las mesas de ocho comensales distribuidas ordenadamente en el gran salón. El champán y las bebidas iban alegrando el ambiente, y los uniformes de las SS, y los esmóquines de los civiles iban ocupando los lugares respectivos en los veladores, cuyo sitio estaba determinado por unos historiados tarjetones en cuyo centro y en letras góticas figuraban los nombres de los invitados de una forma alternativa, es decir, en medio de dos lugares marcados por un cartoncillo había uno sin marcar. Los hombres fueron ocupando entre bromas y risas los puntos designados en tanto especulaban con los nombres de los que iban a ser sus fortuitos acompañantes, designados por el azar o por la influencia de los más importantes. Cuando todos estuvieron sentados, un chambelán de solemne aspecto llamó la atención con un seco golpe de vara en el parqué y el anfitrión, que presidía la reunión y desde el centro de la presidencia, se levantó y tomó la palabra.

—Buenas noches, queridos amigos, y gracias, señores, por su asistencia. —La voz salía potente y diáfana por los dos altavoces que se hallaban ubicados tras el personaje—. Nos hemos reunido aquí para pasar un rato en amable compañía sin la enojosa presencia de nuestras esposas que por cotidiana se hace a veces algo monótona. —Risas de los asistentes—. En la culta Alemania del sigo XX es normal que, tras haber cumplido con la obligación de haber criado hijos para el Führer, nos podamos permitir alguna que otra licencia que antes que nosotros se permitieron pueblos tan cultos como fueron los griegos o los romanos, sin caer en la tentación de cambiar alguna de nuestras queridas consortes por una cabra o dos ovejas como hacen todavía pueblos de la cordillera del Atlas; sé que a más de uno le he dado una idea. —Más risas—. Es por ello que en ocasión tan señalada como es el ascenso a Standartenführer[154] de mi muy querido amigo, el hasta ayer mayor Ernst Kappel, he decidido homenajearle con esta pequeña fiesta sorpresa entre amigos. Ahora se preguntará más de uno: ¿en qué consiste la sorpresa? Voy a calmar inmediatamente la curiosidad que haya podido despertar mi anuncio. Solamente él tendrá derecho a escoger pareja de baile, y ya suponemos a quién va a elegir, para los demás será una cuestión de azar el acompañante que la suerte o la natural simpatía les depare esta noche, pero es mejor un ejemplo vivo que mil palabras. ¡Señores, levanto mi copa a la salud del coronel! Que por muchos años pueda prosperar al servicio del partido y que podamos reunirnos todos para celebrarlo.

Tras estas palabras, como un solo hombre, los invitados se pusieron en pie alzando sus copas mirando a la presidencia en tanto el anfitrión y el coronel Kappel se daban un afectuoso y cómplice abrazo.

—Y ahora, damas y.… ¡perdón, es la costumbre! Rectifico: ahora, caballeros, ¡que empiece la fiesta!

Al momento se apagaron las bujías de la lámpara central y de los apliques de las paredes y quedó la estancia en la penumbra, iluminada únicamente por las llamas de los pabilos de las velas. Las puertas se abrieron y entraron en el comedor unos jovenzuelos cubiertos únicamente por unas cortas clámides blancas, calzados sus pies con doradas sandalias de cintas anudadas a las pantorrillas y cubiertas sus cabezas por coronas de mirto, portando, en unas altas parihuelas y al son de flautas de caña, tamboriles de pastor y cítaras, a Estanislav Karoli, bailarín estrella del Odeon Theater, maquillado de tal forma que sus ojos parecían talmente dos lagos azules y vestido con las mallas y aditamentos que usó Nijinski cuando estrenó en Berlín La siesta de un Fauno en el debut de los ballets rusos de Diaguilev. Karoli fue depositado junto al lugar vacío al lado de Kappel; entonces, entre los aplausos de los asistentes, Herr Meinz tomó, de nuevo, el micrófono y, dirigiéndose a los efebos, dijo:

—Señores, lo dicho, cada oveja con su pareja; que cada uno se coloque donde la fortuna lo llame o donde mejor le cuadre, y el invitado que no se conforme que piense que peor estaría en su casa con la propia.

Grandes risotadas acompañaron las últimas palabras del anfitrión. Luego, a la vez que los jóvenes eran llamados desde todos los rincones del salón e iban ocupando, alegres y risueños, los lugares que había entre los comensales, se encendieron de nuevo las luces y al ritmo de un vals de Strauss, entraron los criados, uniformados a la federica, calzón corto azul, casaca roja festoneada de pasamanería dorada y medias y guantes blancos, y se colocaron al lado de las mesas. Unos, portando soperas de una crema fría de apios y rábanos; y otros, sobre el hombro, bandejas en las que lucían faisanes decorados con sus auténticas plumas, acompañados de una guarnición de exquisitos manjares. Luego, a una señal del maître, comenzaron a servir al unísono entre el jolgorio de los travestidos jovencitos y las exageradas muestras de afecto que los encopetados comensales prodigaban a sus respectivas parejas.

A las diez de la noche, un criado se acercó a la mesa de la presidencia y deslizó al oído del coronel unas palabras que hicieron que éste, dejando su servilleta sobre el mantel, se dispusiera a levantarse para acudir al teléfono. El único que sabía dónde estaba aquella noche era su ayudante, el capitán Brunnel. Kappel se agachó y a su vez habló al oído de su joven amigo, éste asintió con un mohín de contrariedad en su rostro y, en tanto el militar se alejaba, luego de excusarse con su anfitrión, se quedó mirando fijamente su mano izquierda, en cuyo dedo anular refulgía, con iridiscentes reflejos, un hermoso zafiro.

Kappel llegó a la cabina, cerró tras de sí la encristalada puerta y habló.

—Dígame, Brunnel, imagino que el tema debe de ser importante para que me importune aquí en circunstancia tan especial.

Al otro lado del hilo la voz de su ayudante sonaba atribulada.

—Verá, coronel, ha llamado su esposa y me ha obligado a buscarle, creo que su hijo pequeño ha sufrido quemaduras importantes jugando con una botella de gasolina en el garaje de su casa, lo han llevado de urgencia al hospital de San Pablo que está entre Ringer y Pfalburger. Me ha amenazado diciendo que si no lo aviso acudirá personalmente hasta aquí e interrumpirá la reunión pese a que le he dicho se desarrollaba en el despacho del general Holendorf, pero me temo que no me ha creído, pienso que sería bueno que acudiera o la llamara al hospital, coronel. Si se me presenta aquí, ¿qué hago?

—No lo hará en tanto su hijo esté en peligro. ¿Quién está al mando en ese centro?

—El cirujano jefe es el doctor Stefan Hempel; esté tranquilo, mi coronel, es un excelente profesional, fue el que salvó la vida del hijo del Obergruppenfiihrer Rheinard Heydrich.

En el teléfono hubo un silencio ominoso a ambos lados de la línea, luego la voz de Brunnel se dejó oír de nuevo y era la de un hombre angustiado.

—Perdone que insista, mi coronel, si por aquellas cosas se presenta, ¿qué hago?

—Váyase a su casa, diga al oficial que esté al cargo que, si acude mi mujer, le diga que he salido hacia el hospital. ¿Está claro?

—Como la luz, mi coronel.

El militar colgó el auricular y se dirigió de nuevo al salón del banquete, sospechando que la llamada obedecía a una de tantas argucias de su mujer cuyos celos la impelían a provocar situaciones que le obligaran a dejar cualquier cosa que estuviera haciendo para acudir a su lado; sin embargo, pensó que en aquella ocasión debía de ser cierto, ya que no creía que se hubiera atrevido a tanto. De cualquier manera, la noche se había roto y comenzó a pensar en la excusa que tendría que dar a su amante.

En aquel momento, y cuando ya se dirigía al comedor, el cielo pareció venirse abajo. Una horrísona explosión hizo que el palacete temblara, crujiendo toda su estructura, y estremeciéndose como un animal herido. Las luces se apagaron, las lámparas se vinieron abajo y los cuadros se descolgaron de las paredes. El coronel Kappel se vio proyectado contra una chimenea, en medio de una nube de polvo, por la fuerza expansiva de la deflagración, quedando un segundo atontado sin comprender qué era lo que había ocurrido. Luego comenzaron a pasar ante él sombras gimientes con las ropas hechas jirones y las caras tiznadas de humo y llenas de sangre. Poco a poco una idea terrible se fue abriendo paso en su cerebro: ¡sin duda el gas! Una fuga de gas había explosionado al incentivo de cualquier chispazo o a la llama encendida de cualquier mechero. Intentó ir contracorriente y dirigió sus pasos hacia el salón del banquete, apartando a empellones y codazos a todos los que se interponían en su camino. Pisó cuerpos e inclusive llegó a golpear caras que se le acercaban intentando disuadirle de su empeño. Por fin se pudo asomar a una de las puertas laterales del salón del banquete; el espectáculo era dantesco, el siniestro era total. Cuerpos inánimes cubrían el parqué, las llamas habían prendido en tapices, cortinajes y manteles, heridos que clamaban en el suelo hechos un amasijo de colgajos de carne y sangre, tendiendo sus manos hacia el vacío, cadáveres descoyuntados y miembros esparcidos, restos de cristal y porcelana en todas direcciones. Dirigió su mirada hacia la presidencia; sin saber cómo su atención quedó clavada en un hecho singular: a los pies del que había sido su anfitrión aquella noche, se hallaba un brazo arrancado de cuajo y en su mano destellaba, con un brillo fúnebre y acerado, una gota de hielo azul, el zafiro que acababa de regalar a su amante. El recién ascendido coronel Kappel se apoyó en un canterano y vomitó.