Medidas y decisiones

El teléfono de Sigfrid sonó en clave, esperó las pausas correspondientes y tras comprobar que los intervalos eran los correctos, descolgó el auricular y aguardó. La antigua voz de los viejos años de universidad le habló.

La noticia fue entrando a rastras en su cabeza, como un tornillo que le perforara el cráneo, ya que su cerebro se negaba obstinadamente a reconocer que lo tan temido había llegado. Sus neuronas se revelaban negándose a aceptar el hecho.

—Ha caído, la han llevado a Alexanderplatz, me voy a ver con mi jefe, tú ya le conoces, creo que la situación debe ser estudiada a fondo. Es necesario coordinar esfuerzos.

Se oyó decir a sí mismo:

—¿Cuándo y dónde?

—En la cafetería del viejo velódromo de invierno a la una de la noche.

—Allí estaré.

Luego de colgar el teléfono, Sigfrid se sentó en el sofá de la salita del pequeño apartamento que ocupaba en Markgrafenstrasse, desde que la prudencia le hizo abandonar el que había compartido con su hermana.

El universo parecía venírsele encima. En primer lugar la coordinación de la intervención quirúrgica de Manfred, que estaba programada para el martes siguiente, y cuya partida de Berlín dependía absolutamente del resultado de la misma, le obsesionaba. Luego estaba el tema de la nueva documentación cuya confección le estaba proporcionando más quebraderos de cabeza de los previstos. El subterráneo que le había facilitado la condesa Ballestrem carecía de algunos de los materiales indispensables para llevar a cabo la tarea, pues su propietario se había llevado a Budapest parte del equipo que también a él le era necesario. El hecho de no poder recurrir a Bukoski, al considerar que por el momento, era mejor que nada supiera, le dificultaba la obtención de dichos utensilios. Todo ello les ocasionaba, tanto a él como a Karl Knut, un sinfín de complejidades que iban soslayando a medida que iban surgiendo, con la inestimable ayuda de Lapi Solf que se multiplicaba para ayudarle. ¡Y ahora aquella noticia que había sido, no por esperada, menos terrible!

¡Su hermana, su querida Hanna! Aquella muchacha apasionada y alegre cuya vida, antes de la subida al poder de aquel insensato, prometía un sinfín de buenos auspicios, había caído en manos de la Gestapo, que tarde o temprano descubriría su verdadera identidad y la asociarían, sin duda, al terrorista que había volado el Berlín Zimmer, y entonces todo habría acabado.

¿Qué hacer con Manfred?, ¿decírselo u ocultárselo? Obsesionado como estaba por su operación y su partida, nada podría hacer al respecto. ¡No!, la responsabilidad era suya y solamente suya. Aguardaría la entrevista con Klaus Vortinguer y con el jefe de la célula de la Rosa Blanca, con quien había hablado un par de veces, y luego obraría en consecuencia. Luego estaba Eric, tenía que hallar el medio para contactar con él, no sólo era su mejor amigo sino que además era el amor de Hanna y en los momentos más duros jamás había dado un paso atrás. Tenía derecho a saber qué era lo que estaba en juego para establecer definitivamente el orden de sus prioridades.

A la una de la madrugada en punto se reunieron los tres conspiradores. Aquél era un buen sitio y una buena hora. En el viejo velódromo se estaban celebrando los Seis Días de Berlín y los componentes de la serpiente multicolor daban vueltas sin cesar día y noche al peraltado anillo, disputando la famosa y competida carrera que se desarrollaba, durante una semana ininterrumpidamente, por equipos de dos componentes que pugnaban por ganar vuelta o por sumar los máximos puntos posibles en los disputados sprints que cada quince minutos, y anunciados por el toque de una campana, obligaban a los espectadores a ocupar sus asientos. En aquellos momentos la líder de la prueba era la pareja belga formada por Brunnels y Dekuisher que habían ganado vuelta a los alemanes, que iban en segundo lugar. El público asistía cruzando apuestas y animando a sus favoritos. Aquellas horas, antes de entrar en la madrugada donde en un pacto tácito se ponía fin a las escaramuzas y los ciclistas sesteaban en sus sillines, medio dormidos por la pista, vestidos con rarísimos atuendos y sin entablar ninguna batalla, eran las de máxima concurrencia, ya que además el espectáculo que se desarrollaba en el centro de la Peluse era de primer orden. Orquestas, animadoras, personajes públicos, artistas entrevistados por los más famosos locutores, todo coadyuvaba al mítico esplendor de la prestigiosa prueba.

Tres hombres charlando en un rincón de la cafetería situada bajo el peralte norte pasaban totalmente desapercibidos. Ni tiempo hubo para los saludos. Apenas llegados, y tras cruzar un leve movimiento de cabezas, Vortinguer comenzó a explicar las vicisitudes ocurridas aquella mañana. Newman estaba pálido como el espectro de la muerte y se sentía responsable de haber metido a Hanna en aquel fregado, y Klaus aludía al hecho, luego de hablar con Emil Cosmodater y enterarse del fallo de los tres colaboradores, de que era él el que había urgido a Hanna a repartir todas las octavillas responsabilizándola del fracaso, y el amor propio de ésta había hecho el resto.

—Y ¿ahora qué pensáis hacer? —inquirió Sigfrid.

—Se dice que fue el cabrón de Fedelman, el vicerrector, el que llamó a la Gestapo. Lo comprobaremos y si es así le daremos lo que merece —alegó Vortinguer.

—Eso no arregla nada.

Newman intervino:

—Hanna ha cometido una insensatez, ha bajado la guardia. Nos ha puesto en peligro a todos. Nuestra organización no tiene infraestructuras para la acción. Somos gente intelectual, provocamos la subversión repartiendo, por cualquier medio, escritos destinados a minar las bases del nazismo.

Sigfrid no pudo impedir el responder airado:

—Cuando se toman decisiones que pueden costar vidas humanas, se ha de estar preparado para defenderlas. No se puede ir con margaritas en la mano mientras ellos usan cañones y se ha de estar dispuesto para la acción. Un buen jefe, y me habían dicho que tú lo eras, debe cuidar de sus hombres y estar dispuesto a socorrerles si caen, aun a riesgo de perder la vida.

August respondió sin perder la calma:

—Si supiera que entregándome yo iban a soltar a tu hermana no dudes que ya estaría en la puerta de Alexanderplatz, pero sé que eso no iba a conducir a ningún sitio.

—Lo siento, Newman, tus argumentos son una falacia y no me sirven. Antes de ordenar ciertas cosas tienes que cubrir retiradas y evaluar las posibles pérdidas. Solamente así sabrás si vale la pena la estrategia que diseñes.

—¡Yo no ordené que se hiciera como se ha hecho!

—¡Y yo solamente sé que mi hermana está en las mazmorras de la Gestapo llevada sin duda por el ímpetu de su carácter, que tú como superior suyo debías conocer!

Vortinguer intervino.

—No agravemos las cosas discutiendo lo ocurrido. Lo que debemos hacer es intentar averiguar dónde la han llevado y cuántos días la pueden retener.

—A mí me interesa más que me informéis de quién es el responsable de la sección IV de Alexanderplatz y en qué juzgado paran los incomunicados cuando pasan las noventa y seis horas de detención. Si conozco estos datos intentaré mover mis hilos. Si no puedo hacer otra cosa, quiero asistir al juicio.

—El juez que preside el tribunal de disidentes es un magistrado con fama de fanático, Roland Fresler es su nombre. El que manda en la sección IV, te lo puedo decir porque me he enterado —respondió Newman—, es el coronel Ernst Kappel, que anteriormente estuvo destinado al Estado Mayor de Von Rusted, creo que era su suegro.

Sigfrid se quedó lívido.

—¿Qué te ocurre, Sigfrid? —indagó Vortinguer.

Cuando pudo hablar, Sigfrid respondió.

—La prensa nada dijo por el escándalo que ello representaba. Es el hombre cuyo amante era el bailarín que murió en el atentado del Berlin Zimmer, ése fue el motivo por el que su mujer le pidió el divorcio y es por lo que dejó el Estado Mayor de Von Rusted. Sabe que el apellido de Manfred es Pardenvolk. Si consiguen hacer hablar a Hanna y descubren que es su gemela, está perdida.

—Si habla Hanna, todos estaremos perdidos. Pero le dará fuerza para resistir el saber que su única probabilidad es mantener a pie y a caballo que ella es Renata Shenke —observó August.

—¿Qué pensáis hacer?

—Yo, esperar. Dejar de dar clases sería acusarme a mí mismo. Tengo en casa una cápsula de cianuro. Si vienen a por mí que Dios me perdone.

—Nadie conoce el domicilio de nadie. Tú eres un profesor universitario y es evidente que pueden dar contigo, pero a mí nadie me conoce y voy a desaparecer del escenario durante unos días hasta que se aclaren las cosas. De cualquier manera, siempre voy armado —apostilló Vortinguer palpando el bolsillo posterior de su pantalón—. Y te juro que no me iré solo. Tengo ocho posibilidades contando que la última bala la guardaré para mí.

Los tres se miraron en silencio.

—Hemos de ver en el juicio de qué la acusan. Si habla y nos cogen, correremos todos su misma suerte. Si es fuerte y aguanta, solamente la pueden acusar de lanzar panfletos y no creo que por una cosa así estos animales condenen a muerte a nadie, menos a una muchacha tan joven y hermosa. No olvidéis que estos cafres tienen muy en cuenta la opinión pública y la presencia de Hanna en el banquillo despertará simpatías. El juez no será insensible a este hecho —razonó August.

—A estos animales, como tú los llamas, no les hacen falta demasiados motivos para matar. Están llenos de odio a los de mi raza. Hanna lo sabe. Deberá ser fuerte, es su única probabilidad.

—Y el hecho de que no puedan probar que fue ella la que los lanzó —apostilló Newman.