La justicia del rey

En el vestíbulo del salón del trono del alcázar de Juan I aguardaban los que, sin duda por su aspecto, eran dos importantes personajes: el obispo Alejandro Tenorio y su tío materno, el cardenal Esteban Henríquez de Ávalos. La prosopopeya, el empaque y el boato de sus personas era notable, al punto que los servidores del rey, vestidos con sus cortas casacas ajedrezadas y sus medias moradas y las otras gentes que deambulaban por los salones de la antecámara del trono, parecían más bien sencillos mercaderes en vez de lo que eran: servidores destacados y notables señores. El príncipe de la iglesia vestía una hopalanda morada recamada de oro y capa púrpura forrada de armiño, en tanto que su sobrino lo hacía con las vestimentas propias de su cargo, pectoral y anillo. Ambos calzaban escarpines de piel de gamo acorde con el color de sus ropones. La doble puerta se abrió y un maestresala provisto de una alabarda golpeó el entarimado de fresno con la contera de la vara anunciando a los personajes.

—¡Audiencia real para su eminencia el cardenal don Esteban Henríquez de Ávalos y para su excelencia reverendísima el obispo de Toledo don Alejandro Tenorio!

Al oír sus nombres, ambos prelados se alzaron del banco donde esperaban y, con pasos solemnes y comedidos, se dirigieron a la entrada seguidos por las curiosas miradas de los presentes.

La sala del trono era amplia y largo era el trayecto que iba desde la puerta hasta la tarima donde esperaba el rey; ambos personajes lo cubrieron sin acelerar el paso ni bajar la mirada, pausados y seguros de su rango, conscientes de que la Iglesia les otorgaba su protección y una jerarquía semejante a la del monarca. Cuando llegaron frente al trono detuvieron sus pasos y saludaron al soberano y al canciller, que se ubicaba en pie a su diestra, con una corta y contenida reverencia que más bien fue una inclinación de cabeza; el rey, con un desmayado gesto de su mano, respondió al saludo e inició el diálogo.

—Siempre es un placer recibiros, y más en tan preclara compañía, querido obispo.

Cuando Alejandro Tenorio se disponía a responder, la voz de su tío resonó a su lado.

—Majestad, un príncipe de la Iglesia acostumbra a sentarse antes de iniciar cualquier diálogo con sus iguales.

El rey se mosqueó.

—Perdonad, eminencia, pero no veo en el salón otro monarca que no sea yo mismo.

—Sabéis perfectamente que los reinos que representamos deben convivir en este mundo, aunque en precario equilibrio, en multitud de ocasiones, y sin embargo el que yo simbolizo continuará en el otro, ya que es imperecedero, en tanto que el vuestro es finito. Os ruego por tanto que ordenéis nos sean ofrecidos asientos dignos a interlocutores reales.

El canciller López de Ayala iba a intervenir cuando la voz y el gesto del rey le contuvieron.

—Canciller, ofreced a nuestros distinguidos visitantes asientos dignos de su rango.

A una imperceptible seña del canciller, desapareció de su lado un chambelán que se ubicaba justamente al pie y a un costado de la tarima del trono, y compareció al punto seguido de tres criados que portaban entrambos dos lujosos sillones curules de tijera de estilo romano, cuya madera estaba trabajada con incrustaciones de marquetería de marfil y ébano y que colocaron al pie del entarimado frente al monarca, aunque en un plano inferior. Los ilustres clérigos, tras una inclinación y luego de plegar sus ropones con un airoso gesto, se sentaron frente al trono.

—¿Se encuentran a gusto vuesas mercedes para poder explicarme el motivo de tan precipitada audiencia? —indagó el Tras támara.

—Ahora sí —remarcó el cardenal.

—Entonces hablad, vuestro rey, en la tierra, claro está, os escucha —remarcó, no carente de sorna, Juan.

El cardenal captó la indirecta pero prefirió soslayarla. Tenorio presenciaba aquel duelo dialéctico curioso y expectante, pues conocía las innegables dotes de su pariente para la alta diplomacia de la Iglesia.

—Veréis, majestad, el caso es que vuestros jueces, sin duda mal informados, han cometido una injusticia si no una tropelía inaceptable.

El monarca dirigió la mirada a su canciller e indagó.

—¿Podemos saber de qué incuria acusáis a los jueces de mi reino?

El cardenal Henríquez de Ávalos se retrepó en su asiento.

—Ha llegado a nuestros oídos el relato de los disturbios habidos en Toledo, siempre a causa de los mismos, claro está, pero esto último no viene al caso.

—Sin duda os referís a los tristes sucesos vividos el último Viernes Santo.

—A ellos, majestad, me refiero.

—¿Y bien?

—Ya conocéis, sin duda, los hechos.

—Vamos, si os parece, a cotejar nuestras informaciones ya que, por lo visto, no son parejas; me refiero a vuestra subliminal acotación al respecto de quiénes tienen la culpa.

—Como comprenderéis, majestad, el buen pueblo de Toledo no puede consentir que en el día más importante del calendario cristiano esos renegados ofendan a la verdadera religión arrojando orines sobre una imagen sacra. Las consecuencias lamentables de tan ominoso e infame acto son impredecibles y si bien como prelado lamento que alguien reciba daño, no puedo dejar de comprender a aquellos que con tan exaltado celo defienden a la única y verdadera religión.

El de Trastámara quedó pensativo unos instantes y luego, ceñudo, habló:

—Mis informes, como supondréis, no coinciden con los vuestros; el lamentable resultado de esa explosión de ira no es atribuible a «mis judíos» y como comprenderéis mis noticias son fidedignas.

—Entiendo vuestra tesitura, pero como cualquier lego puede colegir esa afrenta no la pudo hacer ningún buen cristiano, entonces.…

—Vuestra deducción sin duda es exacta y ahí está la clave: evidentemente habláis de buenos cristianos, pero ¿quién os dice que los que prepararon tal afrenta, que fue la mecha que prendió la hoguera, no eran malos cristianos o malas gentes, que es lo mismo?

—Conocemos a los que vuestros alguaciles han apresado y respondemos de ellos, son hijos de la Iglesia y fieles seguidores de Cristo, tal vez un poco apasionados pero gentes bautizadas y leales súbditos. ¿Que han intervenido en los disturbios?, es cosa innegable, pero de eso a haber exaltado al pueblo con falacias y mentiras para lanzarlo a destruir una aljama va un abismo, y podemos dar fe de que todo lo que de ellos se ha dicho es una vil calumnia.

Juan I se volvió hacia su edecán.

—¿Tenéis esos nombres?

Don Pedro López de Ayala extrajo de su faltriquera un trozo de pergamino enrollado y sujeto por un cordoncillo y se lo entregó al monarca. Éste, tomándolo en sus manos, tras desenrollarlo leyó en alta voz:

—«Y es probado que los antedichos Rodrigo Barroso, apodado el Bachiller o el Tuerto, Rufo Ercilla también conocido como el Colorado, Crescencio Mercado y Aquilino Felgueroso han sido los inspiradores de los altercados que se han ido sucediendo en el tiempo, tanto en los mercados como en las ferias de los pueblos limítrofes, culminando todo ello en los terribles hechos que han desencadenado la destrucción de la aljama de las Tiendas.» —El rey levantó la vista del pergamino e hizo una pausa; luego continuó—: ¿Es necesario que prosiga?

El cardenal, que había escuchado con atención la perorata del rey, tras una meditada pausa, comenzó su discurso:

—Señor, si sabéis leer entre líneas, lo que esos infundios demuestran es que esos hombres son buenos y probados súbditos de vuestra majestad y mejores cristianos. Me explico: ellos son los que casualmente apresaron el carro que, lleno de armas, pretendían esas gentes entrar subrepticiamente en Toledo, ¿imagináis para qué? Yo os lo diré: fueron los judíos los que se sublevaron y defendieron la Puerta de Cambrón cuando vuestro padre disputaba la ciudad a su medio hermano Pedro y la defendieron luchando contra sus afanes. ¿No pensáis que tal vez pretendían hacer lo mismo ahora y esas armas eran para perjudicar los intereses del reino y hasta, tal vez, para promover una sublevación contra vos? Esos hombres a los que aludís, se mueven entre esas gentes, frecuentan sus mercados y sus ferias, y supieron de sus aviesas intenciones pero, no estando seguros de ello, actuaron por su cuenta en vez de denunciar los hechos; eso es lo único que les podéis achacar, su exceso de celo. Pero el caso es que trajeron las armas a Toledo y abortaron, sin duda, un peligro para vuestro reino.

El rey y el canciller escuchaban atentamente los increíbles argumentos del cardenal en tanto que el obispo se asombraba de las argucias de su tío para defender lo que era probado y no tenía defensa.

—Yo os diré lo que esas gentes han hecho. En primer lugar, han conculcado las órdenes por mí dadas para que esta raza pueda comerciar en todo el reino sin sufrir por ello quebrantos; luego, han enardecido al pueblo llano para lanzar a las masas contra ellos sin motivo alguno, porque yo os digo, si el resto de mis súbditos supiera trabajar como lo hacen «mis judíos», mejor irían las cosas en el reino; y en tercer lugar, se han permitido tomar la justicia por su mano ya que, si algo tienen en contra de mis leyes, cauces tienen a través de sus corregidores para hacerme llegar sus quejas. Amén de que nadie ha demostrado que el carro de armas perteneciera a los judíos.

Un tenso silencio se abatió sobre los presentes hasta que finalmente el cardenal lo rompió.

—Buen rey, creo que en el término medio está la virtud. Es innegable que vuestros jueces han obrado de buena fe, pero no me negaréis que los hechos se pueden ver a la luz de muchas candelas y que los sucesos del Viernes Santo, vistos bajo otro prisma, se pueden atribuir a exceso de celo o defensa a ultranza de nuestra religión. Os ruego por tanto que reconsideréis vuestra postura y que ejerzáis la magnanimidad que es privilegio de reyes y a la que tan proclive sois.

—Como comprenderéis, cardenal, no debo inmiscuirme en las sentencias de mis jueces ya que si tal hiciera se me podría tildar de déspota o de caprichoso, y no es mi deseo pasar a la posteridad con tales apelativos.

Entonces fue cuando el obispo Tenorio se dio cuenta de la inmensa capacidad de maniobra de su tío y de cuán profundamente conocía el alma humana.

—No apelo a vuestra justicia, que habéis depositado en los tribunales de vuestro reino, apelo a vuestra clemencia y al derecho que el Señor ha depositado en el rey para ejercer, a través de él, la caridad, que es virtud teologal, y la magnanimidad. ¿No llamaban a vuestro padre «El de las mercedes»? Pues bien, os sugiero que lo imitéis en tan oportuna ocasión. Yo, Esteban Henríquez de Ávalos, Cardenal de la Santa Madre Iglesia y súbdito de vuestro reino, os pido indulgencia y la gracia del indulto para estos, si queréis, excesivos servidores vuestros que tal vez se han extremado en su celo de defender, como buenos hijos, a su madre que es la Iglesia de Roma, pero que lo han hecho provocados por un suceso que sobrepasó su capacidad de raciocinio y que obnubiló sus elementales talentos hasta el punto de precipitarse a defender a su rey y a su religión.

El rey se mesó la barbilla y su entrecejo se frunció en profunda meditación. Por un lado era consciente de que «sus judíos» habían sido atacados injusta y cruelmente y que había prometido, a través de su canciller, un castigo ejemplar y una profunda reparación a aquel desafuero; por otro lado, el mostrarse generoso y complacer a aquel poderoso e influyente personaje atendiendo en parte sus peticiones y de esta manera tenerlo a precario, aun a sabiendas que había apelado a su magnánimo corazón que le impelía a la generosidad, era algo que le agradaba sobremanera.

En esta disyuntiva indagó:

—Y ¿qué es lo que vuestra eminencia me sugiere para que, sin caer en arbitrariedad, pueda atender sus peticiones sin soslayar mis obligaciones de reparar cuanto daño ha sido inferido a los semitas ni conculcar la autoridad de unos jueces?

El cardenal intuyó que había ganado la partida y habló de nuevo.

—Señor, ya que el motivo de tanto dolor ha sido ocasionado por defender la única y verdadera religión, os sugiero que entreguéis a mi sobrino, su ilustrísima el obispo Alejandro Tenorio, los reos que los jueces han declarado como convictos, para que en sus mazmorras cumplan sus penas y de esta manera la Iglesia se ocupará de estos pecadores y de sus almas. Y, dado que el barrio ha sido destruido y sus moradores se han ubicado en lugares más acordes con su situación, os sugiero humildemente que apadrinéis la nueva puerta que se llamará de Nuestra Señora del Rey, y que mi sobrino pretende abrir en el atrio que linda con el barrio en honor y desagravio de la santa Madre de Dios y en recuerdo de vuestra benevolencia.

El rey meditó unos instantes y consultó a su canciller.

—¿Qué opináis, don Pedro, de esta solución que ofrece su eminencia?

El canciller don Pedro López de Ayala, aun a riesgo de que su opinión fuera impopular, guiado por su honestidad y su lealtad al monarca y sabiendo que en aquel preciso momento se ganaba un poderoso enemigo respondió:

—Señor, si incumplís vuestra palabra y no desfacéis el entuerto que ha sufrido la familia de vuestro siervo el difunto Isaac Abranavel, perderéis la fe de este laborioso pueblo que tan bien os sirve y que tanto os ama; y cuando un monarca pierde la confianza de sus súbditos, en ese caso lo ha perdido todo. La palabra del rey está por encima de cualquier consideración.

El cardenal no pudo impedir que una iracunda mirada se posara en el de Ayala y tal circunstancia no pasó inadvertida al monarca.

—Os diré, eminencia, cuál es nuestra decisión y os ruego que la consideréis inapelable y definitiva: nuestros jueces han determinado que los reos han de sufrir cárcel, y que el instigador de todo ello, el apodado el Bachiller, o el Tuerto, debe sufrir además el castigo del flagelo hasta cien veces. Nos impartiremos dicha pena y cuando esta sentencia sea cumplida, os lo entregaremos para que cumpla en las mazmorras de la iglesia el tiempo al que ha sido condenado. De esta manera cumplirá el rey con la justicia y ejercerá la clemencia que me habéis solicitado. Y ahora, cardenal, si os place, os sugiero que os retiréis antes de que me vuelva atrás en lo dicho y las palabras de mi edecán hagan mella en mi decisión.

El cardenal, considerando que había sacado suficiente fruto de la entrevista, tras hacer una leve indicación a su sobrino se puso en pie, e inclinando la testa en un breve saludo salió de la estancia con paso lento y sin menoscabo de la dignidad que representaba.

Al amanecer del tercer día, luego de la entrevista que sostuvieron el rey y el canciller con el cardenal y su sobrino el obispo Tenorio, una galera tirada por cuatro cuartagos fue introducida en el patio posterior del Alcázar y de ella descendieron cuatro guardias a cuyo mando iba un alguacil. En tanto que el auriga arreglaba las cosas para que el carricoche cumpliera con la finalidad a la que había sido destinado, los armados se dirigieron a la puerta de rastrillo cuyos reforzados hierros guardaban el pasadizo que alojaba las mazmorras del Alcázar. El alguacil que llevaba la voz cantante se dirigió al carcelero que, medio adormilado, guardaba la entrada:

—Buenos días tengáis.

El otro se restregó los ojos y devolvió el saludo con un desvaído:

—Lo mismo os deseo, ¿qué es lo que se os ofrece a estas horas de la madrugada cuando las buenas gentes aún están recogidas y los lobos todavía no se han retirado al monte?

—Venimos a por cuatro pájaros que deben cambiar de nido según esta orden. —Al decir esto, entregó al carcelero, a través del enrejado, un pergamino convenientemente lacrado con el sello del canciller.

—Aguardad un momento, debo entregar vuestra misiva al alcaide de la prisión, él es quien tiene potestad para entregar prisioneros amén de que yo no sé leer.

Partió el hombre hacia el interior y dejó a los guardias expectantes en la puerta del pasadizo que conducía a las mazmorras durante un breve espacio de tiempo, al cabo del cual compareció de nuevo acompañando a un individuo de mejor porte que, prendido del cíngulo que ceñía su gruesa cintura, portaba un aro de hierro del que pendían un manojo de llaves de diferentes tamaños y que llevaba en su diestra el pergamino que minutos antes había entregado el oficial al adormilado celador. El hombre, con voz poderosa y algo colérica, interpeló al que mandaba la pequeña tropa:

—¿Son ésas horas para venir a recoger prisioneros?

—Las horas son las que son, y si tenéis algún inconveniente reclamad al maestro armero, que en este caso es quien firma el pergamino.

—¿Sabéis que uno de estos individuos fue azotado ayer?

—Las vicisitudes de la vida de vuestros prisioneros, como comprenderéis, no son de mi particular incumbencia; qué me importa a mí si lo azotaron ayer o si le cortaron sus atributos, me han ordenado que me lo lleve y a eso he venido. Si no podéis entregármelo, mi misión termina notificando vuestra actitud a quien corresponda, y quien sea tomará las medidas que crea oportunas. Si eso os causa algún problema y deviene en perjuicio para vos no es asunto mío, ¿he hablado claro?

El carcelero emitió un hondo suspiro y habló de nuevo:

—No pretendo complicaros la vida y mucho menos perjudicarme, vamos a proceder según el reglamento, seguidme.

El hombre dio la espalda al grupo de armados y se internó por el pasadizo que conducía al interior del lóbrego recinto; el que mandaba la tropa dio media vuelta hacia su partida y ordenó:

—¡Dos de vosotros conmigo, los otros dos, preparad el carro!

Partieron los tres hombres hacia el fondo siguiendo los pasos del que parecía mandar la guardia y éste les condujo hacia un patio interior de forma rectangular. Al fondo del mismo se veía un abrevadero de bestias y el suelo estaba lleno de paja húmeda. En todo el perímetro del mismo y a la altura de una vara se ubicaban, en las paredes, varias argollas y en cada una de ellas se sujetaba una cadena que terminaba en un grillete de hierro que ceñía la muñeca de cada uno de aquellos desgraciados que en incomprensibles posturas intentaban conciliar sus atormentados sueños. El que llevaba la voz cantante llamó a un individuo sentado en un escabel que vigilaba a los prisioneros.

—¡Tú, ven para acá!

El individuo dejó la banqueta donde se ubicaba y se acercó al grupo saludando torpemente a su superior.

—¡Te has vuelto a dormir, imbécil! ¡Como en alguna de tus guardias haya un incidente, rodará tu cabeza!

El hombre se excusó.

—¿Qué queréis que pase si todos están sujetos y nadie tiene un margen de cadena para poder moverse?

—No es la primera vez ni será la última que un preso intente fugarse, y ese día el cuello que peligrará será el tuyo, ¿lo entiendes? ¡Pedazo de sieso![104]

Los dos guardias y el alguacil presenciaban divertidos la bronca del carcelero a su subordinado; ésta prosiguió:

—Ahora prepara la entrega de la siguiente escoria: Rufo el Colorado, Aquilino Felgueroso y Crescendo Mercado. Suéltalos y entrega su custodia a esta escolta, ¿me has entendido?

—Son cuatro los hombres que he venido a recoger, me falta uno.

—El que os falta lo tengo en otro lado, tened la bondad de seguirme.

El bachiller Rodrigo Barroso rumiaba su rencor en una mazmorra aparte de los demás condenados. Cuarenta y ocho horas antes se había cumplido la injusta sentencia y aunque su ilustrísima el obispo Tenorio había llegado hasta él para reconfortarlo y para anunciarle la recompensa que alcanzaría si aguantaba con entereza el castigo, su más íntimo «yo» se rebelaba ante la injusticia y no entraba en sus entendederas cómo unos jueces venales castigaban a un buen cristiano por azuzar a las gentes contra los perros judíos que tanto mal causaban a los buenos ciudadanos de Toledo. ¿Cómo era posible que lo que le parecía justo a su obispo no le pareciera cabal al rey? Él creía entenderlo, los judíos, y principalmente aquella maldita familia de los Abranavel, proporcionaban ingentes ganancias a la corona a costa del sufrimiento del pueblo llano y buena parte de esos recursos iban a parar, sin duda, a sus faltriqueras. La indignación que embargaba su espíritu era únicamente comparable al dolor insostenible que sufría su cuerpo tras el descomunal castigo recibido que había hecho crecer en su corazón, hasta límites insospechados, el odio hacia aquella familia.

La mañana del martes lo habían sacado a rastras de su celda y lo habían conducido, aherrojado, al patio de la cárcel. Al principio la luz del astro rey le obligó a cerrar los ojos; luego, un guardián, mediante un brusco empellón que le obligó a trastabillar, lo acercó hasta una alargada piedra redondeada por su parte superior y montada sobre un poderoso caballete construido con madera de roble, y cuando ya su vientre tocaba el pedrusco, lo violentó, tirando fuertemente de la cadena que unía los cepos de sus muñecas, obligándole a doblegar su espinazo y a recostarse sobre él. Y cuando su pecho sintió la rudeza del mineral entendió que alguien, al que no podía ver, le estaba atando una corta cadena que unía el eslabón medio de la que unía sus muñecas al que hacía el mismo oficio entre los grilletes que sujetaban sus tobillos, de tal guisa que quedó totalmente inmovilizado y curvo sobre aquel potro de tortura. Entonces, en aquella forzada e incomodísima posición, pudo abrir los ojos y hacerse cargo de lo que estaba a punto de ocurrirle. A lo largo de las cuatro paredes del rectángulo carcelario se ubicaban los convictos que iban a contemplar el castigo y cuya visión los alejaría de cualquier veleidad delictiva que cupiera en sus cortas molleras. Hacia él caminaba el alcaide con un pergamino en la mano con la evidente intención de leerlo ante aquella crapulosa concurrencia. La voz todavía resonaba en sus oídos.

Orden del rey: El recluso convicto Rodrigo Barroso apodado el Tuerto, habiendo sido hallado culpable de delito de incitación de masas para delinquir y así mismo de haber tomado parte activa en los tristes sucesos del último Viernes Santo, con las gravísimas consecuencias que de sus acciones se derivaron, cual fue la quema de la aljama de las Tiendas y el quebranto de tantos ciudadanos de Toledo, queda condenado por los jueces de esta capital a las siguientes penas: recibirá un castigo de cien azotes que se le suministrarán en el patio de la prisión del Alcázar y en presencia del resto de los condenados para escarmiento y ejemplo de cuantos se atrevan a transgredir las órdenes del rey.

Permanecerá posteriormente en las prisiones del Palacio episcopal por un tiempo de cinco años a partir del día de hoy.

Dado en Toledo.

Firmado y rubricado

El Rey

De esta manera recordaba haber visto a un esbirro; mejor dicho, sus piernas, embutidas en unos calzones sujetos bajo sus rodillas a sendas medias de color arena por dos apretadas cintas; y calzados sus pies por unos ordinarios borceguíes, y que portaba en su mano un rebenque de mango corto del que partían tres tiras de fino y flexible cuero e incrustados en ellas pequeños trozos de plomo que se alternaban con otros de hierro fundido en forma de gancho. El verdugo, a una orden del alcaide, comenzó su tarea de una forma metódica y profesional; la espalda del bachiller se fue desgarrando a tiras a medida que el látigo caía sobre ella trazando caprichosos dibujos cárdenos sobre la misma y arrancando trozos de carne cada vez que uno de los pequeños garfios se clavaba en su atormentado torso. Al principio, Rodrigo Barroso intentó contener sus lamentos, pero a la cuarta vez que el flagelo descendió sobre él, el patio se llenó de gritos, lamentos apocalípticos e imprecaciones, principalmente contra los judíos y sobre los jueces que lo habían condenado a tan terrible y, para él, injusto castigo. Luego se desmayó y tuvo ráfagas de consciencia envueltas en nuevas pérdidas de conocimiento. Cuando ya terminó todo, sintió que lo desataban y que entre cuatro convictos lo trasladaban a su celda; allí lo tumbaron en su jergón y perdió definitivamente el sentido. Por la noche entró alguien y derramó sobre su deshecha espalda un jarro de agua para luego cubrirla con unos lienzos; inútil decir que no podía mover ni un dedo, la fiebre hizo su aparición y su frente ardió toda la noche.

—Éste es el hombre que os falta.

La voz que resonó en la cancela de su celda hizo que el bachiller abriera su único ojo útil e intentara ver lo que acontecía. Junto a la reja se hallaban cuatro hombres, armados tres de ellos, que, sin duda, lo venían a buscar. Sintió más que vio cómo el carcelero arrimaba su vientre a la puerta y escogiendo una de las llaves del aro de hierro que colgaba del cíngulo que rodeaba su grueso abdomen la introducía en la oxidada cerradura y la hacía girar. Saltó el muelle y a continuación empujó la reja, ésta giró sobre sus goznes chirriando, cual felino al que pisan el rabo, y cedió después. La puerta se abrió y los cuatro hombres se introdujeron en la mazmorra.

—Esta boñiga es el preso que me reclamáis.

El Tuerto se sintió observado cual insecto colocado bajo un vaso invertido y oyó la voz del hombre decir:

—A mí me han encomendado su traslado y cumplo órdenes.

Entonces sintió cómo lo incorporaban tomándolo por los sobacos, y sin que sus pies tocaran apenas el suelo, medio en volandas, fue trasladado al exterior.

La pálida luz de la amanecida comenzaba a realzar el perfil de las cosas. Ya a su claridad pudo ver una galera tirada por un tronco de cuatro caballos que aguardaba a la salida de la prisión. El carromato era un vulgar transporte habilitado para la conducción de malhechores en trayectos cortos; estaba provisto de cuatro ruedas y su cajón, de altas paredes cubiertas por un curvo toldo, ofrecía una apertura por la parte posterior y un estribo de hierro se desplegaba para que hombres encadenados pudieran acceder a su interior. El aire de la mañana le hizo bien y pareció que las brumas de su mente se disipaban. Cuando sus guardianes lo aproximaron a la entrada del carruaje pudo observar que en su interior estaban enclavados dos bancos, uno frente el otro, y en el de la derecha se ubicaban sus compinches, que en silencio lo observaban. Luego sintió cómo lo izaban con algún miramiento y después lo acostaban, boca abajo, en el banco que se hallaba libre, cuidando de que nada rozara su destrozada espalda. Posteriormente, el que parecía mandar la tropa se volvió al carcelero y le espetó:

—Por el momento todo parece estar conforme, vos habéis cumplido con lo vuestro y yo puedo cumplir con lo mío. Lamento haberos importunado a tan temprana hora pero así son las cosas, unos mandan y otros debemos obedecer, si es que no queremos tener problemas.

El otro, tras un breve gesto con su diestra, se retiró, entre un tintineo de llaves, en tanto mascullaba algo entre dientes:

—A mí me da igual, cuanta más mierda os queráis llevar de esta pocilga mejor viviremos todos.

Cuando el gordo se hubo retirado, uno de los armados se introdujo bajo la lona de la galera y, desajustando un largo hierro que estaba en el suelo de la misma, entre los dos bancos, y que atravesaba el carro de parte a parte, procedió a pasar el extremo suelto de las cadenas, que sujetaban los grilletes de las muñecas de los tres presos que iban sentados, para, a continuación, fijarlo ajustando en su extremo un grueso perno agujereado que, atravesando el suelo del carromato, asomaba por la parte inferior. Otro de los armados que aguardaba bajo el carro, atravesó un pasador por el agujero del perno; de esta manera, si no era desde el exterior era imposible soltar las cadenas, de forma que haría inútil cualquier intento de fuga en tanto que, siguiendo órdenes, al bachiller lo dejó suelto amodorrado en su banco. Finalmente, los guardias se auparon en la parte posterior del carricoche y, cuando el que mandaba la tropa se encaramó al pescante del auriga, el carro se puso en marcha entre un crujir de cinchas, chirriar de ruedas, traquetear de maderas y chasquear de látigo, que al sentirlo, puso la piel de gallina a las únicas partes de la espalda del Tuerto que no estaban laceradas por el rebenque del verdugo.

El doliente séquito, atravesó la plaza de la Tenería y bajando por la cuesta de los penitentes llegó al palacio episcopal y se dirigió, atravesando el patio de los Gavilanes, al portón que daba a las mazmorras del edificio. Allí aguardaba el médico del obispo que presidió el desembarco de la tropa y dirigió personalmente las operaciones encaminadas a mejor ubicar a los presos, particularmente al flagelado. A los tres compinches, tras quitarles los hierros que laceraban sus muñecas, los ubicaron en una amplia celda ventilada por un ventanuco que daba a un patio interior y dotada de ciertas comodidades impropias de individuos que iban a cumplir una condena. Tres camastros bastante dignos, con las mantas plegadas a los pies de las colchonetas y un aguamanil con su correspondiente jarra de pico de pato, los aguardaban; así mismo se podían ver, alineados en un rincón, tres cubos destinados a las necesidades del cuerpo. Allí quedaron por el momento los tres convictos: Rufo el Colorado, Aquilino Felgueroso y Crescencio Mercado, aguardando a ver en qué paraba todo aquello.

Al bachiller Rodrigo Barroso lo trasladaron, en unas parihuelas, siempre boca abajo y bajo la jurisdicción del galeno que, vistiendo solemne su verde hopalanda, daba órdenes a los improvisados angarilleros para que obraran con cuido a fin de no perjudicar la precaria salud del lisiado. De esta forma procediendo lo condujeron a una celda que hubiera podido ocupar sin desdoro, caso que el lugar hubiera sido un monasterio, cualquier monje de rango medio, cual fuere un chantre[105] o un miembro menor de cualquier cabildo. La estancia estaba orientada a poniente, sus pétreas paredes estaban recubiertas de estoras que la resguardaban de humedades, una pequeña ventana se habría al huerto que dotaba de excelentes verduras a su ilustrísima y el mobiliario, aunque no lujoso, era el suficiente para que cualquier persona se acomodara, sin lujos, pero con más desahogos de los que ofrecían la mayoría de mesones que salpicaban la ciudad. La comitiva llegó hasta la pieza y, bajo la dirección del galeno, procedieron los camilleros a colocar al preso, siempre boca abajo, en la cama que, arrumbada a la pared, ofrecía una anchura holgada y una colchoneta rellena de lana de una calidad muy superior a la que correspondía a un convicto. Luego los hombres de las angarillas se retiraron y entró en la escena un acólito portando una jofaina en una mano y en la otra el maletín del físico, que depositó en el alféizar de la ventana. El médico, tras recogerse las amplias mangas que ornaban su hopalanda, se dispuso a retirar los lienzos que cubrían el dorso del flagelado. Para ello, tras abrir su valija, tomó un esmerilado frasco que contenía un espeso líquido violeta y, después de retirar el tapón, lo vertió en el agua de la jofaina que sostenía su asistente, produciendo en ella raros y flotantes dibujos. Posteriormente tomó un paño y lo impregnó en la coloreada solución; entonces se acercó al costado libre de la cama del fustigado.

—Bien, no sé si me podéis oír con claridad, voy a proceder a retiraros los paños que cubren vuestra espalda. Estoy aquí por orden de su ilustrísima y voy a hacer lo imposible para aliviar vuestros dolores que, me consta, son terribles. Pero para ello debo contar con vuestra fortaleza, ya que no voy a poder evitar el lastimaros, ¿me habéis oído?

Un gruñido fue la respuesta que llegó al físico cuando éste se dispuso a comenzar su cometido. En primer lugar, con sumo cuidado, procedió a humedecer la espalda del desventurado con la poción que empapaba el paño. Nada más tocarla, un gemido profundo se escapó de la garganta del azotado.

—Ya os he dicho que os va a doler, pero si quiero aliviaros, que es la orden que me ha dado su ilustrísima, no puedo proceder de otra manera.

Entonces una voz de ultratumba pareció escaparse de los resecos labios del convicto:

—Proceded como debáis, el dolor es asunto mío; si salgo de ésta, mucho más quebranto del que yo sufra lo han de sentir los causantes de mi mal.

—Pensad en lo que queráis si eso os ayuda a mejor soportar el sufrimiento.

—No os preocupen mis lamentos ni quejas, vos ejerced vuestro oficio pero, ¡por Dios bendito!, haced lo imposible para que salga de ésta.

—Con este ánimo seguro que conseguiréis sobrevivir.

La operación fue prolija y dificultosa. El galeno, con paciencia infinita, fue retirando los inmundos trapos que cubrían la deshecha espalda del bachiller impregnados de coágulos de sangre seca mientras éste intentaba contener sus quejas y lamentos mordiendo un pico de la manta que cubría el lecho. Cuando el dorso quedó al descubierto, el médico, que estaba de vuelta de muchas visiones apocalípticas, se asombró del minucioso y terrible trabajo del sayón: ni una pulgada de la espalda del Tuerto había escapado del terrible castigo. El galeno, con sumo cuidado, fue lavando los abiertos costurones con un desinfectante, y al acabar procedió a untar, con un ungüento fabricado con vísceras de serpiente machacadas, las laceraciones que las finas tiras de cuero de piel de toro, los ganchos de acero y las bolas de plomo habían dejado en la espalda del bachiller. Éste se retorcía de dolor y pensó que no soportaría el fuego que el médico estaba aplicando a su espalda pero, pasado un tiempo, lentamente el ardor fue remitiendo y un singular alivio fue ganando terreno. Y al rato el sufrimiento se hizo soportable. En aquella misma postura y sin que el físico terminara su labor, la modorra lo venció y al rato dormía un inquieto y atormentado sueño.