La Rosa Blanca

Hanna había madurado mucho, en muy poco tiempo. Se había convertido, por las especiales circunstancias vividas, en un ser desconfiado y astuto que veía enemigos por todas partes y cuya única finalidad era hacer el mayor daño posible al partido nazi. Su vida berlinesa había cambiado radicalmente. Eric se había incorporado a la dotación de un submarino y había partido hacia el mar del Norte en cuanto hubo cumplido con su período de entrenamiento. A su hermano Sigfrid casi no lo veía ya que, tras la muerte de Helga y por precaución, se había trasladado a otro domicilio que le proporcionó el notario de su padre y seguía con la peligrosa tarea de buscar información entre la alta oficialidad que visitaba el Adlon. En cuanto a Manfred, luego de incontables vicisitudes, la había llamado y en su voz halló algo extraño que le sonó a despedida.

—Te espero en el zoo delante del recinto de los osos a las diez —le dijo.

Aquella mañana, instalada en el lugar de encuentro media hora antes, dando de comer a las fieras, apenas reconoció a su idolatrado hermano gemelo. Vestido con un impermeable verde de barrendero, manejando un escobón y llevando en su diestra un capazo lleno de hojarasca, se había acercado, sin que lo apercibiera, hasta la barandilla donde lo aguardaba y tras la cual jugueteaban dos oseznos ante la mirada vigilante de su madre. En el recinto había pocos visitantes pero así y todo, cualquier precaución era poca. Sin retirarse la capucha del rostro, sin parar de barrer, la miró tiernamente. Después, tras observar y asegurarse que nadie había en los alrededores, le habló, simulando recoger hojarasca.

—Adiós, Hanna, estoy a punto de largarme de Berlín, la manera no es la idónea pero ya no puedo más y me voy a arriesgar. Cuídate mucho, hermanita, esto no es un juego. No sé si volveré a verte. Eres el ser, junto con Helga, que más he querido en este mundo y ahora ella ya no está.

La muchacha, sin saber qué decir, respondió:

—Pero Manfred, ¿qué vas a hacer? Están Sigfrid y los padres.

—Lo sé, no me olvido. A los padres los veo lejanos como en una nebulosa y su recuerdo es distante y borroso. En cuanto a Sigfrid, siempre lo querré, pero sea porque es hombre y al fin no es mi gemelo, lo quiero de otra manera.

—¿Cuándo te volveré a ver?

—Di mejor si volveremos a vernos. Si tuviera la certeza de que un día u otro nos vamos a reencontrar, marcharía hacia este destierro que me he buscado con otro talante, pero dadas las circunstancias que nos ha tocado vivir y siendo consciente de en lo que andamos metidos ambos, no hago planes de futuro.

—Pero, ¿dónde te puedo buscar, si te necesito? ¿Te podré escribir?

—Ni yo mismo sé lo que va a ser de mi vida y aunque lo supiera no te lo diría. Es mejor que ignores todo lo que a mí concierne. Cuando pueda me pondré en contacto con Sigfrid y él te dirá. ¡Adiós, Hanna!

Entonces, luego de una furtiva mirada a uno y a otro lado, se retiró la capucha y acercando su barbudo rostro a la tersa mejilla de su hermana, le depositó un beso clandestino que hizo que la muchacha se llevara la mano a la cara queriendo conservarlo como un tesoro.

Cuando lo vio alejarse, se dio cuenta de la inmensa metamorfosis sufrida por Manfred. Había envejecido notablemente. Ya no era el muchacho encantador y atolondrado que había sido, era un hombre que llevaba en el semblante un cierto rictus amargo hecho del barro especial que conforman el sufrimiento y la muerte.

Al doblar la esquina de la caseta de los osos, algo le dijo en su interior que tal vez aquélla fuera la última vez que lo iba a ver.

La vida, como queriendo compensarla de tanta soledad, le deparó un consuelo especial. August Newman, el amigo que debía haber acompañado a Vortinguer la noche de la conferencia del Schiller y al que luego conoció en el Duisbgr Cafe, habiéndose enterado por Klaus de la muerte de Helga, Rosa para él, no así de las circunstancias que la rodearon ya que nada se dijo en los periódicos, y sabiendo que era amiga íntima de Hanna, Renata para él, la buscó en el claustro y, tras acompañarla en su pena, la invitó a una cerveza en el bar de la facultad.

Cuando Hanna llegó, el establecimiento estaba atestado de estudiantes que se arracimaban en las mesas. Él la esperaba casualmente en aquella que tantas veces ocuparan las dos amigas y apenas se puso en pie al verla, ella le sugirió:

—Si no te importa, cambiemos de sitio. Ésta era la mesa de Rosa.

August se disculpó torpemente.

—Sí, claro, perdona, soy un patoso.

A Hanna le hizo gracia el atribulado talante del joven, que por otra parte no tenía ninguna culpa de no haber acertado en la elección del lugar, y con la fina percepción que caracteriza a algunas mujeres, intuyó que el joven profesor no era un experto en relaciones con el sexo opuesto.

—No tienes por qué excusarte. Son manías mías amén de que tampoco tienes por qué saber que éste era nuestro rincón.

August tomó su mechero, la pipa, su petaca de tabaco de miel y la jarra de cerveza negra, que estaban sobre la mesa e indagó:

—¿Dónde quieres que nos pongamos?

—Allá mismo, si te parece —indicó la muchacha señalando una mesa del rincón que en aquel momento se desocupaba.

—A mí me parece bien donde te parezca a ti, además hay poco donde escoger.

Se trasladaron al lugar elegido por Hanna y apenas servido el café que demandó ella, comenzaron a hablar, bajando la voz casi sin darse cuenta a fin de evitar que oídos curiosos escucharan su conversación.

—Renata, Klaus me dijo que Rosa y tú erais amigas íntimas, he sentido mucho su desgracia y tu pérdida.

A Hanna, desde el primer día, el aspecto de August la había ganado, máxime conociendo cómo respiraba y de quién era amigo. Quizá la necesidad de todo ser humano de franquearse a alguien, ya que desde la muerte de Helga, la partida de Eric, la de los Hempel, que se habían visto obligados a seguir a Reinhard Heydrich a Checoslovaquia al ser nombrado éste protector de la zona, y habiendo cambiado Sigfrid de domicilio siguiendo las órdenes del Partido, estaba casi siempre sola, la indujo a sincerarse con aquel joven en el que hallaba un gran parecido moral a Manfred.

Súbitamente aclaró:

—Llámame Hanna, soy judía y mi nombre no es Renata.

August se la quedó mirando y, tras dejar la pipa sobre el mármol de la mesa y comenzar a limpiar parsimoniosamente los cristales de sus gafas, dijo.

—Imagino que el hecho de utilizar un nombre que no es el tuyo no es gratuito, y al decirme que eres judía aún lo comprendo mejor. Gracias por tu inmensa demostración de confianza que espero merecer y que en los tiempos que corremos no es común. ¿Qué es lo que te ha alentado a sincerarte conmigo?

—No lo sé, si un hermano mío, que no sé si aún está en Berlín, supiera lo que he hecho me diría que me he vuelto loca.

—Agradezco infinitamente tu confianza y, como no hay mayor seguridad que conocer los secretos de los demás, en contrapartida voy a darte un seguro de vida para que tengas la certeza de que el tuyo morirá conmigo, y no me preguntes por qué, porque tampoco sé por qué lo hago.

Hanna lo miró interrogante.

—El factotum de la Rosa Blanca en Berlín soy yo. Y el motivo de este buscado encuentro, conociendo la disponibilidad que le ofreciste a Schmorell la noche de la velada del Schiller, a la que no pude asistir por un gravísimo problema familiar, y luego de haberte escuchado el día que nos conocimos en el Duisbgr Cafe, es intentar enrolarte para poderte contar entre los nuestros. Creo que podrías hacer una gran labor y tu colaboración sería para mí una gran ayuda.

La muchacha se quedó de piedra y vio que su corazonada era cierta.

Entonces comenzó un duelo dialéctico para aclarar posiciones y comenzaron, los dos, a desgranar una serie de explicaciones, cubriendo ambos la necesidad que tiene todo ser humano de explayarse y de confiar en otro.

El torrente que anidaba el corazón de Hanna se desbordó. Quién era su familia, dónde estaban sus padres, a qué se dedicaban sus hermanos, quién había sido Helga en realidad, por qué había muerto, quién era y dónde estaba su novio.

Cuando supo August que Manfred había organizado el atentado del Berlin Zimmer y que Helga había muerto para cubrirlo, apretó la mano de Hanna sobre la mesa.

—No hay muchas ocasiones en la vida para conocer a la hermana de un héroe. El día que te conocí dijiste que era hora de hablar, ya que las palabras pueden hacer más daño que las bombas, pero por el momento el riesgo del atentado del Berlin Zimmer supera en mucho al que se corre pegando carteles o repartiendo panfletos. Para lo que hizo tu hermano hay que tener valor, para lo que yo hago, con ser un intelectual inconformista y teórico es suficiente.

Entre ambos jóvenes se estableció una pausa.

—No te puedes imaginar la válvula de escape que me has proporcionado al pensar en mí. Me notaba inútil y desorientada. Ahora sé que voy a poder hacer algo para ayudar a mis hermanos y vengar en parte la muerte de Helga.

—Me has dicho que tu novio es alemán y que está sirviendo en un submarino.

Hanna intuyó la pregunta que se ocultaba tras aquella afirmación.

—Eric es un ser idealista y maravilloso al que amo desde que tengo uso de razón. Es un buen alemán como hay muchos. Lo que ocurre es que los hechos son tan abrumadores y evidentes que, aunque al principio creyó en Hitler, su desengaño ha sido proporcional a la ilusión que puso en su día en el resurgir de la nueva Alemania. Ya sabes que no hay peor crítico que alguien a quien se ha decepcionado. Ahora está por esos mares de Dios desencantado, escéptico y deseando que esto acabe de alguna manera para poder regresar a su patria y casarse conmigo.

—Los hay afortunados.

El comentario de August sorprendió a Hanna, que se sintió íntimamente halagada en su condición de mujer, pero que atribuyó a una galantería de su acompañante. Entonces, para llenar el silencio que se produjo entre los dos, inquirió:

—¿Qué es lo que crees que puedo hacer por la Rosa Blanca?

—En primer lugar, déjame que te adoctrine un poco. Los hermanos Scholl, Sophie y Hans, son el alma del grupo. Ellos, guiados por su mentor, Karl Huber, fundaron la Rosa Blanca. El grupo, tal como explicó Schmorell, ha ido creciendo en muchas de las universidades de Alemania. Por ahora sus armas son la multicopista, los panfletos y las pintadas. La última octavilla que se lanzó en Múnich decía lo siguiente: «El día del ajuste de cuentas ha llegado. ¡Libertad y honor! Durante estos años Hitler y sus camaradas han exprimido, estrangulado y falseado las dos grandiosas palabras alemanas, como sólo pueden hacerlo los advenedizos que arrojan a los cerdos los más sacrosantos valores de la nación».…

Cuando August terminó su disertación, Hanna estaba admirada.

—Pero ¿cómo te sabes de memoria todo el texto?

—A partir de ahora tendrás que memorizar muchas cosas. Nombres, teléfonos, direcciones y consignas. Es muy peligroso dejar algo escrito. Nos hemos de mover en las sombras y cualquier indiscreción puede perjudicar a muchos.

El tiempo transcurrió sin que Hanna se diera cuenta. Cuando se separaron era de noche. Se dirigió a su casa con el alma henchida de gozo por dos motivos: en primer lugar, tenía la certeza de que ella, al igual que sus hermanos, iba a aportar su granito de arena para cambiar el destino, consiguiendo que su amada patria volviera al camino de la dignidad y del honor; y en segundo, tras la muerte de Helga, la partida de Eric, y la segura marcha de Manfred, se sentía muy sola, a Sigfrid apenas lo veía. El encuentro con alguien de la calidad moral de August le iba a llenar muchos vacíos. Estaba segura de que había encontrado un buen amigo.