Las ventajas del póquer

El hotel Adlon era un soberbio y cuadrado edificio barroco que había sido en 1822 el palacio Kamecke. Estaba ubicado al comienzo de Unter den Linden, detrás y a la izquierda de la puerta de Brandemburgo que separaba la famosa avenida de los Tilos de la prolongación de Charlottemburg. El ornato exterior del edificio era suntuoso. La solemne entrada, con sus no menos imponentes porteros y aparcacoches, estaba en medio de unos lujosos ventanales que ornaban toda la planta baja cubiertos por unos semiesféricos y lujosos toldos rojos en cuyo centro y en letras doradas figuraba una A, inicial del apellido de su propietario, Lorenz Adlon. Sobre dicha planta se alzaban cinco pisos. El primero estaba circunvalado por una balaustrada de piedra que daba la vuelta al edificio, su luz provenía de grandes ventanas, la cuarta planta ostentaba una balconada de hierro que la hacía más importante al tener terraza en todas sus habitaciones y cubría el edificio una mansarda cuyo tejado de pizarra a dos aguas ostentaba los mástiles en los que ondeaban, junto a la bandera de la esvástica, las de las naciones de algunos huéspedes alojados en el hotel, que eran importantes para el partido nazi.

Una de las obligaciones diarias que se había impuesto Sigfrid era visitarlo cada tarde, con los ojos y los oídos bien abiertos, e intentar formar parte del paisaje cotidiano de gentes de todas las nacionalidades, que se movían por sus salones que, por otra parte, constituían un seudocuartel general de los jerarcas del partido nazi. Desde los conserjes hasta los clientes fijos habían reparado en aquel joven impecablemente vestido que padecía una ligera cojera y que tanto por sus gustos de gourmet experto como por su legendaria magnanimidad a la hora de repartir propinas delataban en él a un bon vivant internacional de gran poder adquisitivo. Cuando alguien se interesó por el tipo de actividad económica que desarrollaba, aconsejado por su hermano y siguiendo las directrices impartidas por el partido, dio suficientes pistas para que asociaran su imagen a la del representante de un grupo sumamente discreto que trabajaba para el gobierno alemán, que para sus investigaciones necesitaba adquirir grandes cantidades de diamantes industriales destinados a la vez a la fabricación de armas que estaban en experimentación. De esta manera sus conocimientos de joyería le rendían pingües servicios, en cuanto a lugares donde se podían adquirir. A la que podía mantener, sin desdoro, cualquier conversación con cualquier experto versado en la materia en cuanto a calidades, precios, tipos de piedras e inclusive nombres de las principales minas de Suráfrica. Su ficticia misión en concreto era la de enlace y representación de sus patrones frente a los agregados comerciales de la embajada del gobierno surafricano, en aquel momento tapadera perfectamente creíble ya que éstos, llevados por su odio a Inglaterra luego de la guerra de los bóers, eran claramente partidarios del Tercer Reich.

Procuraba, cada día, ubicarse en el mismo lugar. El encargado debidamente aleccionado se ocupaba de ello, reservándole la misma mesa todos los días. Su territorio favorito era el ventanal central de los siete que daban a la Parisierplatz; la situación de cara al interior era perfecta, lo malo era que, una vez instalado en su observatorio, cuando los peatones que por allí transitaban dirigían sus miradas al lugar donde él se ubicaba, le hacía el efecto que era un pez de colores nadando en una inmensa pecera.

Allí, Sigfrid, con Der Sturmer ostentosamente abierto ante sus ojos, se dedicaba a observar disimuladamente cuanto de importante sucediera en el hall del hotel.

Súbitamente, alzando la vista sobre el periódico, vio venir a un capitán de la Wehrmacht que había compartido con él, y con diversa fortuna, el tapete verde de la mesa de póquer. Su mente hizo un esfuerzo por recordar su nombre y lo consiguió, Hans Brunnel se llamaba y, si no recordaba mal, era ayudante del Obersturbannführer[140] Ernst Kappel de las SS, adjunto a la dirección general de la Gestapo y además se rumoreaba que tenía algún cargo secreto en la sección de criptografía y claves del ministerio de espionaje del ejército.

—¿Da usted su permiso? —dijo el militar inclinándose sobre el respaldo de la silla que estaba libre frente a él.

Sigfrid bajó el periódico como si descubriera en aquel instante su presencia y, tras doblarlo sobre sus rodillas, respondió correcto.

—¡Por favor!, me honra usted. ¿Qué tal, capitán, qué se cuenta?

—A lo mejor soy inoportuno. ¿Tal vez esperaba a una dama? —dijo el otro sentándose en el ángulo del pequeño sofá más cercano a Sigfrid.

—No es el caso, cuando tal sucede no lo hago donde pueda comprometer su reputación, la espero directamente en la suite, yo soy un caballero.

El militar sonrió, en tanto limpiaba con un impoluto pañuelo su monóculo; luego de pedir al camarero un jerez y preguntarle a él si deseaba tomar algo, comenzó a hablar de ambigüedades tales como deportes, mujeres, y juegos de azar hasta que, luego de transitar por vagos circunloquios, tocó un tema que Sigfrid intuyó era el auténtico motivo de su acercamiento aquella tarde.

—Me han dicho que es usted un verdadero experto en diamantes.

Sigfrid simuló que se ponía en guardia, en tanto que cruzando las piernas repasaba la raya de su planchado pantalón.

—¿Y quién ha dicho tal cosa?

—Uno tiene sus canales de información.

—Digamos que mi trabajo me obliga a conocer la gemología para impedir que engañen al gobierno.

—Y que su trabajo consiste en importar ciertas piedras.

—Parte de él.

El militar pareció dudar un instante sobre la conveniencia de proseguir o detener allí su diálogo.

—Prosiga, capitán, soy todo oídos.

—No quisiera abusar de la confianza que me da el haberme sentado, con usted, varias veces en la mesa de juego.

—¡Por favor!, no se detenga. Precisamente en el juego es donde se distingue a los caballeros.

—Me frena el hecho de que mi petición le obligue a variar el concepto que se haya formado de mi persona.

—¡Adelante, amigo mío! Desde el momento que ha pensado en mí para cualquier cosa que le interese es porque me honra con su amistad.

—Verá, se trata de la petición de mano de mi prometida. Si fuera posible, y desde luego pagando lo necesario, me haría un inmenso favor si me pudiera proporcionar, a un precio razonable, un brillante de unos tres quilates y de una pureza garantizada, ya sabe que los joyeros principales eran judíos y ahora este negocio está en manos de desaprensivos.

Sigfrid hizo como que se sorprendía en tanto su cerebro iba codificando la información.

—Verá, capitán, mi especialidad no son las piedras preciosas, lo mío son los diamantes industriales y mis fuentes no están referidas precisamente a los brillantes.

—Pero, sin duda, sus contactos son muy superiores a los míos, no me negará que es más difícil para mí que para usted el encontrar una buena piedra.

—Yo trabajo el corindón, cuya variedad pura es el zafiro.

—Pero usted conocerá sin duda a alguien que trate el brillante.

—Bien, capitán, déme un plazo razonable y veré lo que puedo hacer al respecto.

—Tómese su tiempo, si puede hacer algo por mí estaré en deuda con usted.

—No le prometo nada; en una semana le diré algo.

—Herr Flageneimer, quedo a sus órdenes.

El militar acabó de un trago la consumición que había puesto el camarero ante él unos minutos antes y poniéndose en pie y dando un fuerte taconazo se dirigió a la barra a pagar, no sin antes preguntar a Sigfrid si le hacía el honor de permitir que lo invitara. Éste agradeció la gentileza, y cuando el capitán se alejaba recordó la frase de su padre cuando él y su hermano iban a pescar al río en los veranos de su ya lejana niñez: «Si queréis pescar hay que tener mucha paciencia y poner, en el anzuelo, un buen cebo.»