El violín

El campo de Flossemburg, instaurado en 1938, estaba situado en Ober Baviera cerca de la frontera checa entre los de Buchenvald y Dachau y ocupaba una extensión de treinta hectáreas. Estaba rodeado de una doble cerca de alambre electrificada soportada por unos postes de hormigón curvos de más de cinco metros de altura. Unas torres de vigilancia, hechas de piedra con una sola entrada bajo cuyo tejadillo a cuatro vientos se abrían unas ventanas que permitían vigilar tanto el interior como el exterior del campo, se alzaban en las esquinas del mismo. Hacia la mitad de las alambradas, se elevaban unas casamatas de madera que cubrían toda la extensión del terreno y por cuyas aberturas asomaban las negras bocas de cuatro ametralladoras, acompañada cada una de ellas por un potente reflector móvil.

El acceso principal arrancaba en un arco de medio punto, que daba acceso a una bóveda en forma de vuelta de cañón que atravesaba el edificio transversalmente y se hallaba en medio de una fachada de piedra. La construcción era de planta rectangular, tenía una altura de dos pisos y un tercero de buhardillas que se alojaban bajo una cubierta inclinada a cuatro aguas. En su frontis se abrían veintinueve ventanas, diez en la planta baja y trece en el primer piso y entre las seis de su buhardilla, cada una con su tejadillo individual, se ubicaba, en el último piso y sobre el arco de la entrada, una galería, que era el despacho del Stan-dartenfübrer[288] de las SS que gobernaba el campo, cuya claridad provenía de tres grandes ventanales de pequeños vidrios emplomados. En el interior y dando al túnel se abrían las dependencias, a un lado, el cuerpo de guardia que controlaba las entradas y salidas y al otro, junto a la sala de banderas, el despacho del oficial de día; la administración del campo, los despachos de Mayoría, las dependencias de la administración, la biblioteca de oficiales, la armería, el cuarto de claves, la sala de radio y telefonía y el economato estaban distribuidos por todo el edificio. La puerta del ferrocarril estaba instalada en la entrada sur y las vías, completamente bordeadas por otra fuerte alambrada, marcaban el límite de las dos zonas del campo, de manera que si el tren transportaba antisociales u otra laya de gentes destinadas a trabajos forzados, sus vagones se abrían a un lado. Por el contrario si el cargamento era de judíos, entonces se abrían hacia los barracones dormitorio y los de las duchas, que eran en realidad hornos crematorios disimulados, cuyo perenne penacho de humo tóxico y pegajoso, saliendo día y noche por la boca de su alta chimenea, era mudo testigo de los horrores que allí se cometían. Otra puerta de servicio fuertemente custodiada se abría en la zona destinada a los presos comunes en donde se agrupaban separados hombres y mujeres. Allí, además de los consabidos y alienantes dormitorios, donde por turnos intentaban descansar hacinados como animales aquella muchedumbre de desheredados, se hallaban las diferentes dependencias donde desarrollaban sus trabajos. Un barracón comedor, las cocinas, una enfermería, varios almacenes destinados a distintos usos y la cantina, en la que se podían comprar ciertos productos, pagados a precio de oro, con billetes del campo que las familias podían suministrar a los presos según los casos; no sin antes cambiarlos por moneda de curso legal, tras detraerles un treinta por ciento que era el costo que el Estado justificaba por el trabajo de imprimirlos. En un extremo del campo y junto a un frondoso bosque, alejadas de ambas zonas, se ubicaban las casitas —donde vivía la oficialidad con sus familias, alrededor de las cuales se cultivaban pequeños jardines que competían cada año el día de la fiesta de la rosa por la Rosa de Oro, trofeo que se disputaban todas las amas de casa y que se entregaba en el marco de un gran baile.

Un Standartenführer era la máxima autoridad de Flossemburg y cada una de las zonas, destinadas a los judíos y a los delincuentes comunes, estaba al cargo de sendos Sturmbannfübrer que residían respectivamente en dos construcciones que dominaban sus respectivos territorios. La ubicación de la primera se escogió debido a la proximidad de la cantera de granito explotada por el Reich en la que trabajaban gran cantidad de judíos antes de agotar sus fuerzas en el inhumano trabajo y ser enviados a los crematorios. La segunda había sido una villa de recreo expropiada a una familia semita y se destinó a vivienda del comandante de la zona de los presos comunes. Se amontonaban en ella prisioneros de guerra del frente del Este, gitanos, testigos de Jehová, asesinos, delincuentes habituales y disidentes políticos; la media de supervivencia, dado a la pésima alimentación y al brutal trabajo, era de menos de un año.

Habían transcurrido cinco meses desde el infausto día en que el maldito ferrocarril atravesó los límites de Flossemburg. Todo transcurría ante la mente de Hanna como los pasajes oscuros de la más espantosa pesadilla.

Al día siguiente de su llegada hicieron formar a las nuevas en la explanada del campo y tras una inacabable espera les pasaron revista; luego les entregaron unas batas rayadas y a la altura del pecho les hicieron colocar unos signos para identificar el motivo por el que estaban allí dentro. A ella le entregaron dos triángulos que debía coserse en la ropa a la altura del pecho. Uno rojo y otro negro. El primero la identificaba como presa política y el segundo la asignaba al grupo de las antisociales. Luego, según el criterio de las guardianas, se repartió el trabajo.

Aquel primer día la enviaron a clasificar cantidades de ropa usada que un camión iba depositando a la entrada de un almacén en el que las reclusas destinadas a esta tarea, ubicadas frente a largas mesas de madera, iban seleccionando las prendas. Por la tarde, luego de darles un cuenco de sopa de col a todas luces insuficiente para alimentar a un ser humano, las hicieron formar de nuevo.

Un sudor frío comenzó a bañar su espalda y en aquel instante comprendió que si era reconocida, allí iban a finalizar sus días. Por el extremo de la fila avanzaba, lento y enfático, el Sturm bannführer de las SS, que era sin duda el amo y señor de las presas. Uniforme gris azulado de campaña, cuello y tapas negras en los bolsillos de la guerrera, charreteras también negras con bordón plateado, botas del mismo color y en la gorra, además de la insignia que mostraba su graduación, la temida totenpkoj[289] sobre ella. Pasaba revista golpeándose la caña de las botas con una fusta de montar. Sus ojos glaucos observaban, con mirada gélida, aquella masa de carne puesta a su disposición. Súbitamente la memoria de Hanna seleccionó un viejo cliché. Recordaba las veces que acudía junto a sus padres al internado donde cursaban estudios sus hermanos y aquel año en particular en que fueron readmitidos, gracias a la influencia de tío Frederick, tras haber sido expulsados temporalmente, pues Sigfrid había abrasado a un alumno, tomándolo por el cuello y metiendo su cara en la sopa hirviente por haber intentado humillar a Manfred a la hora de la cena.

El oficial de alto rango que avanzaba inspeccionando las presas tenía una gran quemadura en la mandíbula y pese al tiempo transcurrido reconoció sin dudarlo a Hugo Breitner. Su mente iba disparada y al irse aproximando adonde ella estaba encogida, por consejo de Hilda, en la fila de en medio, se reafirmó en su certeza, entre otras razones porque en la fotografía de los anuarios de los sucesivos cursos, Manfred se lo había señalado infinidad de veces. Habían transcurrido más de trece años, ella era entonces una niña y visitaba a sus hermanos tres o cuatro veces al año y adornaban su cabeza unos largos tirabuzones, ahora era una mujer, pesaba treinta y nueve kilos y su pelo estaba cortado al rape; no era fácil que la recordara. Cuando llegó a su altura bajó la vista y comenzó a rezar.

La voz resonaba hueca en su memoria.

—¡Escoria! Habéis tenido la inmensa suerte de que el Reich haya creído, en su generosidad, que, recibiendo el tratamiento adecuado, alguna de vosotras podía ser recuperable. Yo personalmente no opino lo mismo, pero no estoy aquí para opinar sino para obedecer. Sois el desperdicio que la sociedad desecha para resguardarse, al igual que la basura. Sois un virus maligno y contaminante ante el cual el país debe vacunarse, sois la mierda que expulsa el cuerpo humano. Pero la mierda no come y vosotras sí lo hacéis, de manera que, tristemente, Alemania ha de alimentar esa mierda y eso cuesta dinero. —Hizo una pausa y siguió paseando arriba y abajo, golpeándose la caña de las botas con la fusta, seguido de un oficial—. De modo que se os enseñará un trabajo y con él pagaréis la deuda que habéis contraído. ¡Que nadie intente boicotear la producción!, pues al finalizar cada trimestre debo dar cuenta a mis superiores de la labor realizada por mi grupo y desde luego no mancharé mi hoja de servicios por culpa de una colección de prostitutas vagas.

»Este será un trabajo duro, mucho más duro que abrirse de piernas, que es lo que estáis acostumbradas a hacer habitualmente, pero os acostumbraréis, ¡os juro que os acostumbraréis! De no ser así, la que no rinda irá, con las componentes de su escuadra, al "bosque encantado" donde está el castillo de "irás pero no volverás". —Al decir esto último señaló con la fusta las chimeneas del crematorio de la parte judía del campo—. Por el contrario, si sois buenas chicas, tendréis alguna ventaja y si hacéis que al finalizar el trimestre mi grupo supere en beneficios al de los judíos que explotan la cantera, a lo mejor doy buenos informes de alguna y, ¿quién sabe si tal vez vuelva a ver a sus hijos? —Empleaba la vieja táctica del "palo y la zanahoria". Luego cambió el tono de su discurso—: Las celadoras tomarán nota de las habilidades de cada una. Si alguna de vosotras puede responder afirmativamente a cualquiera de las solicitudes que se requieran, tendrá algún que otro privilegio adicional e inclusive pagaré tal aptitud con bonos del campo, cambiables en la cantina. Hacen falta médicos, enfermeras, veterinarias, costureras, cocineras; cualquiera que tenga carrera u oficio, si trabaja bien, podrá ser favorecida.

»¡Ah!, se me olvidaba. Me entusiasma la música clásica, me han encargado la formación de un grupo para amenizar las jornadas de trabajo en la cantera tocando marchas alegres que estimulen el esfuerzo y mejoren el ambiente de los trabajadores a fin de optimizar su rendimiento. —La otra finalidad de la música se la calló—. Si hay entre vosotras alguna dotada para la música, que dé su nombre a la celadora y el instrumento que toque, además de la flauta, que ésa la tocáis todas. —Se rió de su propia gracia invitando con ello a los guardias que, serviles, hicieron lo propio—. Y ahora, ¡bienvenidas a vuestro nuevo hogar! Y no olvidéis la máxima "El trabajo os hará libres".

Tras esta disertación, el comandante dio media vuelta y salió del patio seguido por su ayudante.

Sonaron los silbatos de las vigilantas, se deshicieron las filas y cada una acudió a su módulo para recibir instrucciones.

Hilda sabía que Hanna tocaba maravillosamente el violín. Una tarde que se celebraba la fiesta que conmemoraba el putsch de Múnich del 23[290], Hanna tomó en sus manos el precioso instrumento de la mujer a la que había salvado la vida y, luego de afinarlo, desgranó las notas de una pieza de Schubert. Todas las presas, políticas, asesinas convictas, ladronas y alcahuetas, sin distinción, se fueron acercando al barracón sentándose en el suelo, y un silencio extraordinario se apoderó del lugar. Aquellas desgraciadas, que nada tenían, al terminar rompieron algunas a llorar y todas a aplaudir.

—Tienes que presentarte —le dijo—. Te ahorrarás muchas cosas y ganarás bonos. Además las vigilantas conocen tu habilidad.

Y así fue que Hanna se encontró tocando en un conjunto de cuerda con una pianista polaca concertista del conservatorio de Varsovia, una bajista de la ópera de Praga, una violonchelista rumana que había sido discípula de Pablo Casals y una arpista húngara que en el pecho llevaba un triángulo marrón propio de las reclusas de etnia gitana, las tres primeras con el distintivo triángulo negro con la A blanca que las proclamaba internas con fines educativos. La cosa no iba mal. Al saber las celadoras que al comandante le privaba la música y que se sentía orgulloso del conjunto, no se atrevían a limitar los horarios de ensayo y consideraron a Hanna, por su carácter, y a la pianista, por su categoría musical, las líderes del grupo. Las prebendas, como había augurado Hilda, eran varias: amén de saltarse las rutinas habituales, le daban vales de comida para la cantina, que repartía con sus compañeras, e inclusive les asignaron camastros individuales. De esta forma se saltaba las interminables colas y no necesitaba emplear los subterfugios que la experiencia había enseñado a Hilda, tales como no ponerse en la fila cerca de alguna que, por alta, por baja o por cualquier otra característica física, pudiera servir como punto de referencia. Era prioritario no dar facilidades a las guardianas que resolvían las necesidades de todas llamando a las más fáciles de distinguir de manera que las voces de «A ver, la de detrás de la alta» o bien, «La de la izquierda de la de los lentes», eran cotidianas; por lo tanto, primera condición para evitarse problemas: disimularse siempre. Segunda: guardar en un bolsillo de la bata un mendrugo de pan aunque el hambre invitara a comérselo de inmediato. El día era muy largo y lo peor era desfallecer en el trabajo. Tercero: cuando repartían sopa colocarse al final: el resto que quedaba al fondo del inmenso perol tenía más sustancia. Éste era el manual práctico de la subsistencia.