Canaris

Las noticias facilitadas por Karl Knut dejaron a Eric sumido en la zozobra más absoluta. Se encerró en el piso de sus padres, escuchaba los partes de guerra que daban las emisoras o dormía. El primer día llenó el frigorífico, la cafetera siempre estaba en el fuego y para nada pisaba la calle aguardando la anunciada llamada de su comandante.

El negro aparato de baquelita repiqueteó a la tercera noche. La voz de Otto Schuhart sonó misteriosa:

—¿Qué tal va todo, Eric?

El comandante lo había llamado por su nombre.

—Mal mi comandante, muy mal.

—¿Problemas?

—La palabra no es exacta, estoy asqueado.

—Véngase mañana a las ocho y media a la central de la comandancia de submarinos del Atlántico Norte. Le esperaré en mi despacho, he hablado mucho de usted y hay alguien que quiere conocerle.

—A sus órdenes, mi comandante allí estaré.

A las 6.45, Eric se levantó de su cama. Tiró de la cincha que obligaba a subir a la persiana de láminas de madera de su habitación y miró la calle a través de los cristales. Aún no había amanecido. Fue al baño y se acicaló con parsimonia. La ducha fría le reconfortó. Luego, frente al espejo de aumento, se rasuró con cuidado; finalmente se dio una buena friega de una loción de lavanda y se puso el uniforme. Miró su reloj de pulsera. Faltaban más de tres cuartos de hora para la cita, fue a la cocina y en el armario del office buscó betún negro y un cepillo y se lustró los zapatos. A continuación cargó un cacillo de café, colocó un filtro nuevo en la cafetera y, apenas salió el humeante líquido, se sirvió una taza y se lo bebió casi abrasándose sin ponerse azúcar. Salió de su casa, luego de cerrar la puerta con doble llave, bajó la escalera y cuando pisó la calle decidió ir a pie al lugar del encuentro pues aún le iba a sobrar tiempo.

La sede del edificio de la Comandancia estaba en la confluencia de las calles Jacob con Kursaler. A la entrada, un centinela con el uniforme azul reglamentario y polainas blancas, que fusil al hombro daba cortos paseos junto a la garita, se cuadró a su paso al observar en su bocamanga las insignias de su rango y la prestigiosa escarapela del arma de submarinos. Subió los breves escalones y, pasando la acristalada puerta, se dirigió al mostrador de información.

—Me espera el comandante Schuhart.

El sargento encargado de la recepción, en tanto tomaba un teléfono, respondió respetuoso:

—¿Me dice su nombre, teniente?

—Eric Klingerberg.

Al otro lado del hilo respondió una voz y el recepcionista se apresuró a anunciar al visitante:

—El teniente Klingerberg está aquí abajo.

Colgó el aparato y en tanto apretaba con la palma de su mano el pulsador del timbre de mesa llamando a un ordenanza, dijo a Eric:

—Ahora mismo lo acompañan.

Eric fue tras el muchacho. Llegaron al inmenso ascensor del fondo con capacidad para veinte personas. El ascensorista abrió las puertas y el teniente y su acompañante se introdujeron en él.

—Vamos al cuarto —indicó el guardiamarina.

El otro cerró las dos puertas y manipulando la palanca de latón con mango de madera torneada que, imitando el avante de un vapor, sobresalía de una rueda numerada con gruesos caracteres romanos en relieve, obligó a la inmensa cabina a ascender.

Llegaron a su destino y siguiendo por el pasillo a su guía se plantaron ante el despacho de Schuhart.

—¿Permiso, mi comandante?

La voz de su cicerone tras demandar licencia procedió a anunciar a Eric:

—El teniente de submarinos Eric Klingerberg.

—Gracias, puede retirarse.

Partió el muchacho cerrando la puerta, en tanto Schuhart, saliendo de detrás de la mesa de su despacho, se llegaba hasta Eric que aguardaba, cuadrado marcialmente con la gorra de visera en la mano. El comandante, en tanto le estrechaba efusivamente la diestra, con la otra mano le apretaba confianzudamente el antebrazo.

—¿Qué tal teniente, cómo va el famoso mareo de tierra[310]?

—No me entero demasiado, me paso el día acostado.

—¿Y eso, Eric? —En tanto ocupaba su lugar tras el despacho y le indicaba que se sentara frente a él, prosiguió—: Está desvirtuando la leyenda que persigue a los marineros cuando tocan puerto y eso no puede ser.

Schuhart jugaba con el mango de una lupa. Al ver la expresión del rostro del muchacho que pese a su acicalado aspecto lucía unas importantes ojeras, habló afectuoso:

—Si le ha de aliviar y quiere hacerlo, cuénteme lo que le pasa.

Eric no pudo dominar su angustia.

—Mi comandante, lo que me ha ocurrido ha sido terrible.

Su jefe dejó de manipular la lupa y se echó hacia delante.

—Si cree que puedo hacer algo, estoy a su disposición.

Eric dudaba. Su comandante le inspiraba absoluta confianza, pero la cuestión era tan delicada que pensaba que tal vez el descubrir su secreto era perjudicar todavía más la situación. El tema judío encrespaba a los alemanes que sospechaban, o mejor se percataban, aunque de lejos, de lo que estaba ocurriendo; había conocido a más de uno que escondía la cabeza bajo el ala prefiriendo ignorar. Por tanto, decidió por el momento obviar el tema y encararlo del lado de las revueltas estudiantiles.

—Mi novia se ha metido en un lío.

Schuhart estaba serio.

—Explíquese.

—Es impulsiva y valiente, odia las injusticias y en la universidad se metió en política. Ella siempre va a favor de los perdedores.

El comandante tamborileaba en la mesa con los dedos. Súbitamente se levantó de su sillón y dirigiéndose al aparato Telefunken que estaba en un rincón, lo encendió, y cuando tuvo el dial en una emisora en la que daban música clásica, aumentó el volumen. Luego regresó a su sillón y, antes de sentarse, señaló con el dedo la lámpara central.

Eric captó la señal. Schuhart le indicaba que en su despacho habían colocado micrófonos ocultos.

—¿En un lío gordo? Porque perdedores somos todos aquellos que no somos nazis, claro está.

—Está en un campo. La han condenado por antisocial.

—Me da mala espina, hijo, comprendo que estés preocupado.

Eric se dio cuenta al instante que Schuhart le tuteaba.

—Estoy desorientado, no sé qué hacer.

—Tú solo, nada. En cambio, sí puedes hacer algo para que toda esta pesadilla termine cuanto antes. Si entre todos lo conseguimos y llegamos a tiempo, habrás ayudado a tu novia y a millones de alemanes.

Eric avanzó, sentándose en el borde de su sillón.

—¿Qué tengo que hacer, comandante? Sea lo que sea, estoy dispuesto.

—Piensa lo que dices. Si das el paso como han hecho otros, no tendrás marcha atrás.

—Hace ya mucho tiempo que no comulgo con los códigos que manejan estas gentes. No quiero negar que al principio creí en el resurgir de Alemania que ellos preconizaban, pero mi fe en sus planes se quedó por el camino.

—Te creo porque he hablado contigo muchas veces en el puente de mando de mi nave. Sé que eres un buen alemán y ser patriota en estos tiempos no es ser nazi precisamente.

—Disponga de mí, comandante. Estoy a sus órdenes.

—De momento vas a conocer a alguien a quien he hablado de ti.

Schuhart pulsó uno de los botones del intercomunicador que estaba sobre la mesa y aguardó. Una voz metálica y desfigurada salió por el parlante.

—«Diga, Schuhart.»

—El paquete ha llegado, si quiere puedo subírselo.

—«Le espero —la voz pareció dudar—, en cinco minutos.»

Otto Schuhart se levantó otra vez, fue hasta el receptor y lo apagó. Con un gesto reflejo se alisó la guerrera.

—Sígueme, Eric.

Salieron ambos y tras cerrar la puerta con llave, Schuhart lo condujo por un largo pasillo en cuyo fondo se hallaba un pequeño ascensor privado.

El comandante abrió la puerta exterior y se metió dentro de la cabina, haciendo sitio para que cupiera él. Una vez dentro extrajo un llavín sujeto a una cadena e, introduciéndolo en la ranura correspondiente que hacía las veces de botonera, le dio medio giro. La puerta exterior, presionada por su muelle, se había cerrado y cuando volvió a guardar el llavín en su bolsillo, la interior se deslizó por su guía y el elevador comenzó a subir.

Eric lo miró interrogante.

—Ten paciencia, enseguida se te informará.

El elevador subió dos pisos y cuando desde el exterior se les abrió la puerta, Eric se dio cuenta de que salía directamente a un despacho impresionante.

Schuhart salió delante de él y se colocó en posición respetuosa ante una inmensa mesa de despacho, tras la cual pendía un inmenso cuadro de Hitler, aguardando a que el hombre, que en aquel momento estaba firmando unos documentos mientras un ayudante, inclinado a su costado con un curvo secante en una mano, iba secando la tinta y con la otra pasaba las hojas del portafolios a fin de facilitarle la tarea, terminara su trabajo.

Eric quedó anonadado. Aquel menudo individuo de pelo blanco y completamente liso, de manos pulcras, vistiendo impecable el uniforme de almirante de la Kriegmarine, con cuatro cintas de cruces y medallas cubriendo la parte derecha de su guerrera era ni más ni menos que el jefe de la Abwehr, Wilhelm Otto Ludwig Canaris.

Sin alzar su Nivea testa dijo:

—Enseguida estoy con usted, Schuhart.

Eric, con disimulo, paseó la mirada por la estancia. El techo era una inmensa superficie de caoba oscura artesonada, solemne y magnífica, que producía en el visitante el efecto de un templo. En las paredes laterales, mapas de todos los mares y océanos. Al fondo, junto a la puerta de salida, un panel con relojes marcando todos los husos horarios del mundo y en un rincón un teletipo que iba soltando cinta sin cesar. Alejados del grupo del despacho propiamente dicho, dos juegos de imponentes tresillos de cuero granate completados con sendos sillones cuyo tamaño era tal que el ocupante que se acomodara en ellos podía perderse. En el centro de la estancia, una modernísima mesa magnética alfiletereada de formaciones de pequeños barcos de metal que se movían sobre una superficie lacada en azul mediante unos rastrillos que al igual que los tacos de un billar reposaban en sus respectivos soportes.

Canaris, sin levantar la vista, comentó:

—Qué, ¿le gusta mi juguete, teniente? —Después dirigiéndose a Schuhart añadió—: Haga los honores en mi nombre, comandante.

—Ahora mismo señor.

Schuhart, indicando a Eric que le siguiera, se acercó a la inmensa mesa.

—Aquí figuran todas las naves del Tercer Reich. Las que están navegando y las que están, tanto en astilleros como en diques flotantes. Cada día se controlan los hundimientos propios y del enemigo. De esta manera, el alto mando está puntualmente informado de nuestras operaciones. Mire Eric —ahora le volvía a hablar de usted—, nuestro U. BOOT, ¿lo ve?, ya lo han colocado en la dársena de reparaciones. Si le parece vamos a sacarlo del dique.

El comandante tomó amorosamente en su mano al U. 285 y se lo entregó a Eric.

—Es algo más pequeño, ¿no le parece?

Canaris había terminado su tarea y luego de despedir a todos los ayudantes y ordenarles que nadie le molestara hasta nueva orden, indicó a los dos hombres que se dirigieran al primer tresillo.

Eric dejó el barquito sobre el tablero y siguió a Schuhart.

El almirante ocupó uno de los inmensos sillones y Eric y Schuhart se sentaron en el sofá.

—O sea, comandante, que éste es, a su criterio, el hombre indicado.

—Pienso señor que el teniente Eric Klinkerberg es ante todo un buen alemán y en cuanto si está capacitado para la misión, puedo asegurar que además de estar altamente cualificado le adornan unas virtudes de serenidad y temple que le hacen aún más que apto para tan delicada tarea.

Canaris se dirigió directamente a Eric:

—¿Qué piensa de los nazis, teniente?

Eric miró directamente a Schuhart esperando su aquiescencia que se tradujo en una brevísima inclinación de cabeza. No supo bien por qué, confió en aquel hombre y después al repasar la escena, en los posteriores días, una y mil veces, comprendió que en aquel momento se había jugado la vida. La rabia y el rencor que anidaban en su corazón fueron el desencadenante.

—Creo que son el cáncer de Alemania, señor, y que si alguien no hace algo el mundo civilizado nos tildará, durante siglos, de asesinos de inocentes.

Canaris y Schuhart cruzaron una mirada de inteligencia.

—Me congratulo de haber confiado en su criterio, Schuhart. Desde los lejanos tiempos en los que fui profesor suyo en la escuela de submarinos siempre tuve fe en su evaluación de riesgos y en su capacidad de discernimiento para juzgar a sus subalternos y las circunstancias que rodean cada decisión.

Luego interrogó directamente a Eric:

—Usted teniente, llegado el momento, ¿sería capaz, y me refiero a la parte técnica, de dejar incomunicada una zona restringida tanto a nivel de radio como telefónicamente e inclusive Morse?

Eric meditó la respuesta unos instantes.

—Si se me dan los medios y únicamente tengo que ocuparme de silenciar la zona y durante mi trabajo, que imagino será en una central, no soy interrumpido, puedo hacerlo.

—Y ¿estaría dispuesto a correr ese riesgo? Eso es lo más importante.

Eric dejó transcurrir unos largos segundos. Su mente en rápida galopada fue desde Hanna a Sigfrid y de éste a Manfred, luego en una digresión doliente se desplazó hasta Essen y vio el rostro de Jutta, su madre, nazi convencida, y sopesó el daño que haría a su familia si realizaba un acto que sonara a traición y fracasando no le diera tiempo a explicarse.

—¿Cuándo he de hacerlo, excelencia?

—Piense que si fracasamos, todos seremos juzgados. En este juego jugamos muchos.

—¿Cuándo, señor?

—Está bien, teniente, queda admitido en el círculo. Por el momento no es necesario adelantar acontecimientos. Su comandante le tendrá al corriente. Desde ahora queda relevado del servicio y, luego de los días preceptivos de descanso de los que se ha hecho acreedor, se incorporará usted a su nuevo destino en el Estado Mayor de la armada en calidad de oficial ayudante experto en trasmisiones a las órdenes directas del comandante Schuhart. ¿Ha quedado claro?

—Como la luz, excelencia.

—¡Felicidades Schuhart, por su ojo clínico! ¡Bienvenido a bordo, teniente!