La paloma

Simón estaba angustiado; a las dificultades que hasta el momento había tenido para ver a su amada se sumaba ahora aquella reclusión a la que Esther estaba sometida al haberse negado a obedecer a su padre al respecto de la boda que éste había concertado con Samuel, el padre de Rubén Ben Amía. La última noche no pudo conciliar el sueño hasta altas horas de la madrugada, cuando la luna que entraba por el ventanuco de su azotea estaba ya muy alta, y cuando lo hizo cayó en una profunda pesadilla en la que se mezclaban castigos y penalidades terribles que caían sobre su amada sin que él pudiera remediarlas. Un ruido inusual le despertó inundado en sudor y con las frazadas de su catre tiradas en el suelo hechas un revoltijo. En el tejado, donde había construido su palomar, las aves andaban inquietas; saltó Simón de su cama y trastabillando se acercó al escabel donde la noche anterior había dejado sus ropas. Medio dormido todavía se puso sus calzones y sobre la camisa de felpa que le llegaba por bajo de las rodillas y con la que dormía, se colocó una casaca abierta únicamente por la cabeza que se ciñó a la cintura con una soga, luego, precipitadamente, se embutió las gruesas medias de lana y se calzó los recios zapatos de cuero vuelto y, sin acercarse a la jofaina donde cada noche dejaba preparado el jarro de agua de cinc con la embocadura en forma de pico de pato con el que por la mañana debería asearse, se precipitó a la escalera vertical que, atravesando una trampilla, desembocaba en medio del tejado. El viento le golpeó el rostro apenas asomado a la altura y procedió con cuidado, ya que las tejas del torreón estaban heladas y los resbalones desde aquella altura podían tener graves consecuencias. Desde allí, alzando la vista, divisó a todas sus palomas dentro de la gran jaula apretujadas al lado norte donde por el exterior y junto a la enjaretada pudo ver el inconfundible perfil de Volandero. Su fuerte plumaje, una prominente carúncula sobre su pico, la quilla profunda y su cuello de hermosos reflejos metálicos, hacían diferente al magnífico ejemplar ojo de perdiz que junto a Esquibel constituían la pareja de mensajeras más veloces de Toledo y que había regalado a Esther en cuanto supo, en su primer encuentro, que la muchacha adoraba a aquellas aves. Procedió a partir de aquí, con doble cuidado primeramente por mor de las húmedas tejas y en segundo lugar porque cualquier movimiento brusco pudiere asustar a la avecilla que regresada a su palomar zureaba a sus compañeras. Lentamente fue ascendiendo y en tanto le hablaba se fue aproximando al palomo. Éste, ante su proximidad, alzaba el plano de su cola y daba pasos cortos de uno a otro lado por el alero de la cubierta, balanceando ostensiblemente su cabeza en señal de reconocimiento.

—¡Quieto Volandero, sosegado! Ya estás en casa. ¡Tranquilo!

El animal, reconociendo su voz, iba y venía inquieto, muy despacio. Simón echó mano al bolsillo y extrajo unos guisantes que siempre llevaba consigo y que junto con algún cereal y algo de cáñamo eran su alimento cotidiano y los colocó en la palma de su mano izquierda ofreciéndosela abierta. El ave se rindió al argumento de la manduca y acudió al reclamo y en cuanto se puso a tiro, el muchacho la agarró con la diestra, suave aunque firmemente. Entonces se dio cuenta: al voltearla vio que, amarrada con una anilla a su pata izquierda, venía una misiva. El corazón se puso a latir cual tripa de timbal pero no por ello descuidó su tarea, colocó a Volandero en el interior de la abertura de su casaca y procedió a ajustar los cordones del escote; el ave quedó presa entre la cuerda que le ajustaba la cintura y la cerrada escotadura, luego, mirando cuidadosamente dónde colocaba sus pies y ayudándose con las manos, fue ascendiendo hasta llegar a la puerta del palomar; al abrirla se mezcló el ruido que el vuelo corto de la aves producía, semejante a sordos cachetes, con el chirriar de los goznes. Simón taponó el hueco con su cuerpo a fin de impedir que alguna de las otras aves intentara una salida inoportuna y luego, agachándose, se introdujo en la jaula y cerró la puerta tras de sí. Cuando extrajo del interior de su casaca al palomo le temblaba la mano; con sumo tiento procedió a extraer la anilla de la patita sin dañar al animal y luego lo soltó entre sus compañeras que lo recibieron alborozadas. Lentamente, casi como si realizara un rito, fue desenrollando la misiva y cuando la tuvo desplegada procedió a leerla, a la luz tenue de la mañana, con el corazón desbocado ante las noticias que sin duda le enviaba su quimera.

Amado mío:

Cuando ésta llegue a vuestras manos mi corazón sangrará de pena y envidiará al papel que recoge estas letras, porque estará con vos.

La decisión que ha adoptado mi padre es inaplazable y si no ocurre algo excepcional para las fiestas de Rosh Hashana me prometerán en matrimonio con Rubén Ben Amía, al que respeto y aprecio, como os dije, pero en modo alguno amo, pues de sobra sabéis que vos sois el único dueño de mis pensamientos y el elegido de mi corazón.

Si todo lo que me habéis jurado es cierto, ¡os ruego que me libréis de esta cárcel y me salvéis de este destino cruel ya que la vida, si no es a vuestro lado, no quiero vivirla!

Se acercan tiempos de congoja, oscuridad y crujir de dientes, no es éste el momento oportuno ni el medio adecuado de explicaros todo lo que he oído, pero hablad con vuestro amigo David Caballería, el del almacén de carros, y él os podrá poner al corriente de lo que se avecina.

Mi aya no se atreve a contradecir a mi padre y no es capaz de llevaros este mensaje pero si, cuando vaya a vuestra tienda, le dais un recado para mí, me ve tan desesperada, que sé que me lo transmitirá.

Amado mío, estoy dispuesta a todo y haré cuanto me digáis, ¡no me abandonéis en este trance!

Vuestra o muerta.

Esther

Simón, con un tembleque en el cuerpo que no se debía precisamente al relente de la madruga, abrió la puerta del palomar y, cerrándola tras él, fue bajando por las húmedas tejas hasta alcanzar la escalera que descendía a su azotea.

Durante toda la mañana anduvo como alma en pena por la tienda que su tío compartía con su padre, despachando parroquianas con la única esperanza de que se hiciera el milagro y apareciera por la puerta el ama de Esther, pero no ocurrió tal cosa. Lo que sí sucedió fue que su tío tuvo que amonestarlo un par de veces pues su trabajo no fue el acostumbrado y su diligencia dejó mucho que desear; el tiempo transcurrió lento y espeso y no veía el momento de que llegara el descanso del mediodía y se cerrara el negocio para poder acudir junto a su amigo David, tal como le indicaba su amada en la misiva que, por cierto, cada dos por tres extraía de su bolsa para leerla una y otra vez. Finalmente y tras despachar a una dueña dubitativa que no acababa de decidirse entre unos zarcillos y una pulsera, su tío dio la tan ansiada orden y él partió como rayo del Sinaí hacia el almacén de carros donde su amigo David Caballería ejercía su oficio de alquilador de carruajes en el negocio de su pariente. Llegó con la respiración entrecortada y el corazón batiéndole como la tapa de una marmita de agua hirviente puesta al fuego, hasta el punto que tuvo que detenerse junto al arco de piedra de la entrada para recuperar el resuello. Desde allí, y en tanto sosegaba la respiración, divisó a su amigo en la garita del fondo sujetando el cálamo en su diestra mano y, como era su costumbre, trasladando a unos pergaminos sujetos con una guita una ristra de números. Cuando comenzó a caminar sobre el sendero de barro que conducía a la caseta del cobertizo, el otro levantó la cabeza de la tarea y, al divisarlo, saludó alegremente. Simón llegó al ventanuco y se apoyó en el marco del mismo. David supo, por la expresión de su amigo, que algún asunto grave le traía allí.

Shalom, amigo mío. ¿Qué ocurre que tan atribulado os veo? —saludó David.

Shalom, David. ¿Tenéis tiempo ahora de atenderme?

—Para vos siempre tengo tiempo, pero, mejor será que nos apartemos un poco de aquí, no vaya a ser que vuelva mi tío hecho un asmodeo y me arme un sacramental como si hubiera extraviado la mezuzá[63] de la casa, venid, seguidme.

Partió David seguido de Simón y atravesando el barrizal del patio lo condujo hasta una puerta posterior que daba a una calle mal llamada de San Bartolomé, ya que los judíos la conocían comúnmente como la del Patriarca, cerró la puerta tras ellos echando la llave y se dirigió con paso apresurado hacia el figón que llamaban del Esquilador, pues el que lo regentaba había desempeñado en otros tiempos el tal oficio, ubicado en la esquina de la Platería junto a la Fuente Amarga, aunque en su puerta figurara un cochambroso y deteriorado rótulo en el que se podía leer con dificultad «FIGÓN DE LAS TINAJAS». Entraron ambos amigos y observaron que aparte de un par de carreteros que libaban sus duelos apoyados en el mostrador ahogándolos en sendos cuencos de loza llenos hasta el borde de un vino peleón y «matapenas», nadie se veía alrededor. Pasaron ante ellos y se llegaron hasta el fondo, sentándose en un banco de desbastado pino alumbrado apenas por la lánguida luz que un desmayado candil de agostada mecha esparcía, desde la correspondiente mesa, sobre él. Apenas ubicados, el mesonero se llegó solícito ofreciendo sus servicios. Ambos amigos solicitaron una ración de challá[64] y una bebida muy en boga que se hacía con la flor del lúpulo y que habían traído, desde Centroeuropa a Castilla, tiempo ha, las tropas de las Compañías Blancas de Bertrán de Duguesclin. En cuanto el mesonero dejó frente a ellos el pedido, soplaron la espuma de las jarras y brindaron.

Lejaim!, Simón.

Lejaim!, David, que Jehová os escuche.

—Contadme, amigo mío, lo que os acongoja, ya que vuestro rostro denuncia que algo grave os ocurre.

—¡Ay, David! Soy el rigor de las desdichas, ¿qué es lo peor que le puede pasar a un enamorado?

—Imagino que no ser correspondido por su amada.

—Si cabe, peor aún, ella me ama pero su padre la quiere desposar con otro hombre y si tal ocurre me mataré.

—¿No habréis venido a mí para que apadrine vuestro duelo?

—Tenéis razón, amigo mío, he venido por indicación de Esther, que algo ha oído, para que me contéis todo lo que sepáis al respecto de lo que está ocurriendo en estos días y que afecta a nuestro pueblo.

—Pero ¿qué relación tiene ello con vuestros males?

—Lo desconozco pero hoy he recibido una misiva y en ella.…

Entonces Simón, extrayendo de su escarcela el arrugado billete que la paloma le había portado por la mañana se lo entregó a su amigo. Al acabar de leerlo, el rostro de David estaba tenso y concentrado.

—Entiendo Simón, vuestra amada algo barrunta porque sus indicaciones no van desencaminadas. Os voy a contar lo que yo sé, que si bien es malo para nuestro pueblo, tal vez sirva para que, lo que tanto teméis y a vos respecta, no ocurra o por lo menos no ocurra de inmediato; los mayores estarán tan atareados que creo que durante algún tiempo nadie lo tendrá para ocuparse de una boda y mucho menos de vos ni de vuestra amada.

David habló largo y tendido sobre lo que había averiguado escuchando las catilinarias de Aquilino Felgueroso y de otras nuevas que posteriormente habían llegado a sus oídos.

—Creedme, amigo, se avecinan días amargos y lo vuestro es un grano de mostaza comparado con lo que puede llover.

—Y ¿para cuándo intuís que estos acerbos vaticinios pueden llegar a cumplirse?

—Se murmura que para la pascua de los cristianos, no os puedo precisar el día, todo son conjeturas, las gentes están inquietas pero a ciencia cierta nadie sabe lo que va a ocurrir.

—Pero ¿vos qué opináis?

—Que cuando salte la chispa el fuego se extenderá rápidamente, mejor haréis estando preparado.

—¡Gracias, amigo mío!, os debo una, cuando tenga algo pensado os lo comunicaré.

—Ya sabéis, si en algo puedo serviros contad conmigo.

Tras estas palabras los dos jóvenes se separaron y cada cual fue a su avío.

Tres días habían transcurrido desde la entrevista de los dos amigos y a Simón le parecieron tres eternidades. Pasaba las noches en vela y los días espiando si por la tienda asomaba la oronda figura de la dueña. A la mañana del cuarto día la imagen de Sara apareció en la puerta, se la veía inquieta y desconfiada mirando a uno y a otro lado como temiendo que alguien la hubiera seguido intentando controlar sus pasos o sus actitudes. Solamente entrar y ante la extrañeza de su tío que siempre la atendía, se dirigió directamente hacia donde estaba Simón y acercando a través del mostrador su voluminosa humanidad bajó la voz y quedamente recurrió al muchacho.

—Hago esto aunque no debiera, guiada únicamente por el amor que profeso a mi ama que día a día se desmejora y temo por su salud ya muy quebrantada. De otra forma jamás defraudaría la confianza de mi señor.

Simón, cuyo gozo al poder contactar con su amada era infinito, procedió a ganar su simpatía y a tranquilizarla, antes de transmitir el mensaje que había pensado a fin de ganar tiempo para así poder madurar su plan y contando con que la perspicacia de su adorada interpretaría su propósito ante la incertidumbre que la buena mujer fuera descubierta y él no tuviera manera ni ocasión de volver a contactar con Esther.

—Mi buena Sara.…

—¿Cómo sabéis mi nombre?

—Vuestra pupila no hace otra cosa que hablarme de vos en los términos más encomiásticos. —Tras esta digresión ditirámbica, procedió—: No debéis angustiaros porque nada malo vais a hacer ni mucho menos que perturbe vuestra conciencia.

La mujer pareció respirar aliviada, de todas formas no bajó la guardia.

—Si estoy aquí quiere esto decir que he tomado una decisión y mis actos los guía el mal menor. Si así no fuera no hubiera venido.

—Pero es que lo que os voy a encomendar no tiene malicia ni consecuencia alguna, de tal manera que si alguien os sorprendiere no os podría tildar de infiel y mucho menos de desafecta a vuestra casa.

Las palabras de Simón tranquilizaron a la mujer y despertaron su curiosidad.

—Y ¿qué es lo que puedo hacer para servir a mi ama sin sentirme desleal a la casa donde he nacido?

Simón respondió a la pregunta del ama con otro interrogante.

—¿Alguien en su sano juicio os puede tildar de infiel si os sorprenden llevando una bolsa en cuyo interior portéis simplemente una inocente paloma?

—No, ciertamente.

—Pues eso es lo único que van a hallar en el caso que alguien os registre, vais a llevar a Esther un palomo que yo os entregaré y si ella lo tiene a bien regresaréis, en cuanto tengáis ocasión, trayéndome el que ella os entregue para mí.

—Si es eso únicamente.…

—Esperad un instante si tenéis la bondad.

Desapareció el muchacho en el interior de la trastienda y apareció al punto portando una bolsa en la que, intermitente, un bulto se movía.

—Tomad, entregadle esto a vuestra señora —y al decir esto colocó la bolsa en el mostrador—, y dadle, con mi regalo, el testimonio de mi más rendida admiración; decidle así mismo que pronto recibirá noticias mías y que no se preocupe que todo se arreglará.

El ama, desconfiada, deslió las guitas de cuero que cerraban la embocadura de la bolsa y registró, con la mirada, su interior, en el que se hallaba cómodamente instalado el palomo. Luego, ajustó de nuevo los cabos y ante la inocencia del cometido, se vio en la obligación de ser amable con la persona que tan gentilmente había aliviado su conciencia.

—A través del sufrimiento de mi ama me había formado una opinión desfavorable de vos. Me alivia ver que sois un joven prudente y dotado de buenas intenciones. Os agradezco en suma que hayáis disipado mis dudas, y si todo ello redunda en bien de mi niña y en darle una pequeña alegría que alivie su pena, os estaré eternamente agradecida.

Simón entregó a la dueña, ante la desconfiada mirada de su tío, la bolsa con Volandero que se rebullía inquieto deseando salir de aquella estrecha mazmorra de cuero. El ama la tomó en sus manos y salió de la tienda circunspecta y orgullosa, casi deseando que alguien la detuviera y preguntara qué era lo que llevaba en el morral.

Simón la vio partir aliviado, al haber dado con la manera de contactar con su amada y contento al haber podido exonerar al ama de cualquier culpa que alguien quisiera cargar sobre ella caso de sorprenderla, entrando o saliendo en su casa, llevando una bolsa en cuyo interior se alojara una paloma. Y sobre todo feliz al tener unos días de margen para rematar el plan que lentamente se iba perfilando en su cabeza.