La otra cara

Los bulos corrían como el viento entre la comunidad judía y, pese a que los rabinos tenían buen cuidado de no propalar aquellas noticias que pudieran perjudicar a los suyos, algo había llegado a oídos de Esther, que se pasaba los días enteros tras el vitral de su ventana aguardando la indefectible reunión de rabinos que sin duda, y como de costumbre, tendría lugar en la pequeña sinagoga ubicada en el fondo del jardín de su casa junto a la rosaleda.

Al anochecer del tercer día vio atravesar el jardín a su padre acompañado de Ismael Caballería, Abdón Mercado y Rafael Antúnez. Sus rostros evidenciaban la gravedad del momento y, apenas se introdujeron en la sinagoga cerrando las puertas, la niña se precipitó sigilosamente escaleras abajo y, atravesando el parral, se ocultó junto al ventanuco del fondo para escuchar lo que allí se dijera. El rumor de las voces no se hizo esperar y Esther aguzó el oído hasta conseguir que llegaran a ella retazos de conversación. Cuando el que hablaba era su padre perdía el diálogo ya que, como suponía, Isaac estaba de espaldas al ventanuco por el que le llegaban los sonidos. En cambio, cuando era uno cualquiera de los otros tres el que hablaba, entonces la voz llegaba nítida y rotunda hasta ella. Ahora era Abdón Mercado el que había tomado la palabra.

—Hemos fracasado, rabí, todo nuestro esfuerzo se ha malogrado, el carro ha sido atacado y hemos perdido toda la mercancía.

—Si únicamente fuera eso.… —El que ahora intervenía era Ismael Caballería.

—Si ambos no os explicáis mejor, tardaré mucho tiempo en enterarme de los pormenores del suceso. —La voz de Isaac llegó velada a los oídos de su hija.

—Pues veréis, como no ignoráis, enviamos a recoger el cargamento a Cuévanos a mi sobrino David y a un muchacho de toda confianza valeroso y decidido, sin embargo prudente cuyo nombre es.…

Aquí una tos seca característica de Rafael Antúnez, impidió a Esther oír claramente el nombre del mozo a quien se estaban refiriendo, pero su instinto de mujer hizo que su corazón comenzara a latir aceleradamente.

—El caso fue que a mitad del camino en el puente sobre el Pusa, los esperaban y les tendieron una emboscada.

—¿Quiénes? —indagó Isaac.

Retomó el relato Rafael Antúnez.

—Dos grupos de hombres que se les vinieron encima por delante cerrándoles el paso y por detrás, impidiéndoles retroceder.

La explicación, que fue prolija y detallada, fue llegando al final.

—Entonces el sobrino de Ismael pudo regresar a la ciudad entrando por la puerta de Valmardón confundido entre la muchedumbre que la atraviesa los días de mercado. Y llegando a su casa relató todo lo ocurrido a su tío.

—Y ¿por qué no vinisteis de inmediato a verme? —indagó Abranavel.

—Por no despertar sospechas pues es evidente que alguien sigue nuestros pasos y, de reunimos inmediatamente, hubiéramos confirmado el recelo de que éramos nosotros los conjurados; en tanto que si ven que algo de este calibre acontece y nosotros no nos reunimos acto seguido, nuestro espía albergará dudas sobre nuestras responsabilidades en el asunto —habló Antúnez.

—Prudente decisión —apostilló el rabí.

—Y además, porque yo estaba fuera de Toledo y no había de regresar hasta ayer por la tarde. Las aljamas están alejadas y hasta que no coordinamos nuestras actuaciones pasa el tiempo, amén que de haberlo hecho no hubiera tenido la historia el remate que ha tenido esta mañana. —El que hizo la aclaración fue Caballería.

—Y ¿cuál es ese remate?

La confirmación de lo que tanto temía oír Esther llegó a sus oídos, en el último segundo, aterradora y contundente, pues hasta ese instante y desde el principio que fue nombrado cuando la tos de uno de ellos le impidió enterarse de su nombre, siempre que se refirieron a él, durante el relato de la terrible historia, lo hicieron como «el otro muchacho», «el infeliz» o «el infortunado».

—Esta mañana ha aparecido en nuestra cuadra el caballo que guardaba en ella Simón, el amigo de David. Venía el animal destrozado, sin su jinete y con los belfos sangrantes. David opina que tal como lo vio la última vez, arrastrando a su jinete por el estribo sobre las piedras del camino, con la cabeza rebotando en los agujeros y sangrando profusamente, lo más propio es que esté muerto, ya que de no ser así, Simón ya habría regresado. Si ha muerto a causa de las heridas o lo han asesinado posteriormente los bandidos que los atacaron y lo han enterrado en algún recóndito lugar para ocultar su crimen, esto no lo podremos saber jamás.

Un ruido sordo llegó hasta los conspiradores, y los cuatro se precipitaron al exterior temiendo que oídos inoportunos hubieran estado espiando sus palabras. El cuadro que presenciaron al dar la vuelta y acudir a la parte posterior de la pequeña sinagoga fue descorazonador: allí, desmayada sobre los arriates donde el viejo rabino cultivaba sus plantas medicinales de ajenjo, cilantro y acónito, lívido el rostro como un espectro, yacía exánime el cuerpo de Esther, la bellísima hija de dom Isaac Abranavel Ben Zocato.