Las adoratrices

A última hora hubo cambios. Harald Poelchau había conectado con su hombre en Grunwald y la ida de August era inaplazable, de modo que éste tuvo que partir sin demora a cumplir la misión que él mismo se había impuesto. La charla con el sacerdote fue breve y en el acto entendió la comprometida situación que se había creado al ser detenido Bukoski.

En aquellos momentos, en su casa ocultaba a cuatro personas. Al matrimonio Schneider, a Leontina Cohn y a su hija Rita[270], de modo que ante la falta de espacio físico y la emergencia de la circunstancia, se puso en contacto con la hermana Charlotte, superiora del convento de las Adoratrices, en cuya capilla de Saint Joseph Kirche, en Menzelstrasse, celebraba la misa y por el momento solventó la situación alojándolos en la sacristía.

La detención de Bukoski precipitó los acontecimientos e hizo que tuvieran que tomarse decisiones apresuradas. Era urgente desmontar la ampliación que había realizado Eric. Si al regreso de los Hempel se descubriera que en su ausencia se había usado la abandonada residencia para montar una emisora clandestina, ellos quedarían totalmente al margen del tema y exonerados de toda culpa. Si por el contrario tal cosa sucediera habiendo regresado, nada podría salvarlos. La decisión era inaplazable. Al día siguiente de la partida de August para Grunwald, aprovechando que Glassen se había puesto en contacto con Karl Knut, decidieron, tras comprobar que la mansión que había sido de los Pardenvolk continuaba abandonada, proceder a desmontar la emisora luego de salir al aire por última vez, para notificar al mundo que en el campo de Belzec se había experimentado un nuevo gas, el Ziklon B, para acelerar la muerte en los crematorios y que de esta manera habían gaseado a seiscientos mil judíos y que así mismo se estaban llevando a cabo esterilizaciones masivas en Birkenau.

Glassen acudió al convento de las Adoratrices y la hermana Charlotte le introdujo sin demora en la sacristía donde se habían refugiado sus compañeros.

Arrimados a la pared se veían dos catres que eran los que ocupaban Sigfrid y Karl. Vortinguer, que había acudido al igual que Glassen, al no haber tenido contacto alguno con Bukoski, no corría peligro. El miedo fue durante los días posteriores a la detención de Hanna. Él y August vivieron en la angustia de saber que cualquier noche los podrían detener, pero al pasar los días, y tras el juicio y el posterior envío de la muchacha a Flossemburg, dedujeron que no habían podido doblegar su ánimo y no había hablado. Hanna había soportado los interrogatorios demostrando que en el interior de su esbelto cuerpo se alojaba un espíritu de acero templado. La hermana les había habilitado un pequeño refugio y su higiene personal la solventaban en un cuarto al fondo del jardín que así mismo, durante los días que acudía a arreglar los arriates del pequeño huerto de las monjas, era usado por el jardinero pues, como hombre que era, no podía entrar en la clausura de las hermanas.

Lo primero que dijo Glassen al verlos y tras los correspondientes saludos fue:

—Es evidente que ese cerdo os ha vendido. Esta mañana, siguiendo las indicaciones que me ha trasmitido Karl, me he acercado al taller metalúrgico de Libenstrasse que nos servía de centro de reunión, la Gestapo estaba dentro. ¿Qué hacemos ahora?

—Sentémonos, será mejor ponernos cómodos, hay que tocar muchos temas y sopesar bien cuáles son las prioridades.

Los cuatro huéspedes de la sacristía se sentaron en los catres. En un tablero que se utilizaba para depositar los ornamentos de la liturgia, se veían restos de comida que la hermana había tenido a bien proporcionarles. El padre Harald Poelchau había acudido por la mañana y, tras la celebración de la misa, había departido con ellos demandando qué era lo que podía hacer. Le respondieron que bastante había hecho y quedaron de acuerdo para que él hiciera de enlace, en caso de que fuera necesario comunicar alguna cosa al exterior.

—He meditado toda la noche. No creo que a Bukoski le convenga nombrar a los Pardenvolk, sería para él muy comprometido que, como jefe de la célula, lo relacionaran con los que llevasteis a cabo el atentado del Berlin Zimmer. Si niega la mayor, y quiere eludir la responsabilidad que le cupo, ha de desentenderse de mi hermano y por tanto de mí y de rebote de ti y de Karl.

—Tal vez —opinó Knut.

—No dudes que no es lo mismo ser un viejo jefe comunista, al que recluirán en un campo reformatorio de antisociales, que haber liderado un atentado. Los grados de tortura de esta gente no son los mismos. Sabemos de camaradas que aún sobreviven en los campos de trabajo.

—Tal vez tengas razón, Bukoski es un viejo zorro del asfalto y tiene el instinto de conservación muy arraigado.

—Lo único que me preocupa es que tal vez pueda más su odio a los judíos que ese sentido de supervivencia al que aludes —argumentó Vortinguer.

—Si puede alegar que fue ajeno a lo del Berlin Zimmer y que el atentado se hizo sin su conocimiento y por elementos judíos que querían vengar la Noche de los Cristales Rotos, entonces da por seguro que echará toda la mierda que pueda sobre Manfred, del que afortunadamente ignora tanto la operación de estética como el paradero, y por consiguiente te salpicará a ti.

—De cualquier manera, ignora dónde está instalada la emisora y pase lo que pase no puedo cargar a los tíos el muerto. De manera que si alguien tiene miedo lo doy por excusado y lo digo en serio, pero yo voy.

—Yo contigo —dijo Karl.

—Yo se lo debo a tu hermana —fue Vortinguer el que habló.

—Yo estoy cagado de miedo y lo reconozco, pero creo que soy el único realmente imprescindible. Nada sucede la víspera. Si ha llegado mi hora iré al encuentro de mi destino y si aún no ha llegado juro, porque yo soy un comunista que cuando está en apuros cree en Dios como todos, que es la última vez que me meto en algo así —añadió Fritz.

—Dijiste lo mismo el día del Berlin Zimmer.

—Lo sé. Soy un imbécil que jamás escarmienta, pero esta vez será la última.