Cuebános

La orden recibida por el herrero de Cuévanos de parte del obispo era clara y tajante, debía entregar, a los comisionados para recogerlas, todas las armas encargadas por los judíos a fin de tener argumentos contra ellos cuando se les requisaran durante el camino de regreso; luego, tras comunicar el incidente al canciller don Pedro López de Ayala, se les aplicaría sin duda una cuantiosa multa que vendrían a engrosar las arcas del rey, por haberse atrevido a transgredir las ordenanzas reales que prohibían a los hebreos tener cierto tipo de armas y predispondría al monarca a favorecer cualquier iniciativa que partiera de su obispo. De no atraparlos «con las manos en la masa» y en la tesitura incuestionable de que, quien fuera, estaba conduciendo un carromato lleno de armas hacia Toledo, siempre cabría la posibilidad de que aquellos astutos individuos se zafaran de su responsabilidad alegando que se les quería cargar un mochuelo que no era suyo.

Arribaron los muchachos por la mañana y, apenas llegados, el herrero abrió las puertas de la forja, para que la gran galera pudiera acceder al patio de la herrería a fin de que las gentes de la calle no pudieran ver lo que en ella se cargaba. Simón, que en aquel momento conducía el tiro de mulas, las espoleó con un silbido y, con un chasquido del rebenque, la reata arrancó arrastrando el carricoche que crujió, como un leño húmedo en la lumbre, cuando las ruedas atravesaron las roderas de piedra que evitaban el desgaste del suelo del zaguán. Y tras tascar el torniquete del freno, los dos amigos que habían sido escogidos por los rabinos para aquel delicado negocio, saltaron desde lo alto del pescante.

El que primero habló fue David, cuya responsabilidad era mayor ya que al ser sobrino de Ismael Caballería, éste, de acuerdo con los otros rabinos, lo había colocado al frente de la expedición.

—¿Sois vos Martín Carreño, herrero de Cuévanos?

El hombre, que en aquel momento estaba cerrando las hojas de roble de la puerta y encajando en el suelo el vástago de hierro que las aseguraba, se volvió lentamente y respondió desabrido señalando el delantal de cuero que denunciaba su oficio.

—Si os parece voy así vestido por celebrar el carnaval.

Simón intervino:

—Si es ésta la manera que tenéis de recibir a clientes que os van a hacer ganar un montón de buenas doblas castellanas, mal comienzo es ése.

El hombre distendió la plática.

—Excusadme, pero cuando se pasan cuarenta y ocho horas en la embocadura de una fragua para cumplir un cometido y el horno vomita más fuego que la boca del infierno, a veces el humor se altera ante preguntas innecesarias.

—Cuando se viaja dos días sin detenerse ni un instante para recoger un cargamento que hará rico a un hombre y éste recibe a los portadores de su buena fortuna con malos modos, lo procedente, y si de mí dependiera así lo haría, sería regresar por donde se ha venido, pero estamos aquí para cumplimentar un encargo y vos para facilitárnoslo, o sea que vamos a intentar llevarnos bien porque lo que más deseo en estos momentos, aparte de una buena cama, es estar de nuevo en Toledo seguro y en paz.

—No se preocupen vuesas mercedes, que todo está a punto y si no hay novedad mañana mismo podrán emprender el camino de vuelta.

David intervino:

—Esto está mejor. Os diré lo que vamos a hacer, en primer lugar desengancharemos las mulas y las llevaremos a abrevar, a que les suministren pienso y paja frescos y a que descansen en una cuadra, luego iremos a cualquier figón donde se puedan hallar dos jergones libres para descabezar un sueño; cuando hayamos reparado fuerzas regresaremos para revisar la mercancía y procederemos a cargar el carro. Cuando todo haya terminado os pagaré y saldremos hacia el anochecer; pues preferimos andar en los caminos cuando viajen menos personas.

—Sea como decís, pero ganaríamos tiempo si cargáramos el carro en tanto descansáis, de esta manera podríais partir antes.

—De cualquier manera debemos revisar la carga, mejor será hacerlo a medida que la vayáis colocando en la galera.

—¿No os fiáis de mí?

—¿Contaréis los dineros cuando os entregue la bolsa?

—Ciertamente.

—¿No os fiáis de mí? Entonces, ¿por qué os extraña que yo haga lo propio?

—¡A fe mía que sois un hábil dialogador! ¿Me dicen vuesas mercedes sus gracias para poder hacer el recibo?

—No hay tal, poned que se ha pagado lo acordado y los detalles huelgan. No os interesa saber quiénes somos ni para quién son las armas.

—Pues si éste es vuestro gusto no se hable más.

—Entonces vamos al tajo, que lo que falta es tiempo.

Acularon el tiro donde indicó el herrero y tras desenganchar las mulas procedieron a acondicionarlas de la forma y en el lugar que indicó el hombre. Cuando ya las bestias estuvieron atendidas, hicieron lo propio con sus caballos y luego buscaron un mesón donde pudieran descabezar un sueño, aunque corto, lo suficientemente reparador para recuperar fuerzas ante el largo camino de regreso que les quedaba por hacer.