El mensaje

Dos horas después de que la Gestapo se llevara a sus amigos, un aterido y acongojado Karl Knut, luego de descender hasta el suelo bajando por el canalón del desagüe que se deslizaba por el ángulo del edificio, cruzaba el parque, silencioso y encogido como un gato ganando la calle, tras saltar la verja que delimitaba la posesión que había pertenecido a los Pardenvolk y se mezclaba entre las gentes que, saliendo de los refugios, regresaban a sus casas para ver los desperfectos que hubieran podido causar las bombas, pese a que, en aquella ocasión, el ataque aéreo había sido en otras zonas.

Karl estaba desorientado. Vortinguer y Glassen habían muerto sin duda y Sigfrid había caído en manos de la Gestapo. Su suerte estaba echada.

De momento y sin saber bien el porqué, se encontró caminando en dirección a Menzelstrasse hacia el convento de las Adoratrices. En el recorrido pudo observar edificios derruidos en anteriores raids aéreos en la mitad de una manzana, que parecían inmensas melladuras en la boca de un monstruo gigantesco. Grupos de gentes, aprovechando la calma y la luz naciente del día, se afanaban en buscar, entre los calcinados escombros, objetos queridos o tal vez enseres ajenos que les hicieran falta en sus viviendas y que estuvieran abandonados porque sus propietarios hubieran muerto. Patrullas de vigilancia rondaban en coches por las calles y en un momento dado le pareció prudente meterse entre las ruinas de un inmueble y trajinar una vieja mecedora simulando estar buscando algo. Cuando la patrulla se alejó, tiró a un lado el deteriorado balancín y siguió su camino. Sus ideas se iban aclarando. Fritz Glassen, el pusilánime camarada de las primeras horas que, pese a sus miedos, siempre cumplía con su deber, había muerto al igual que Vortinguer; este último había sido un buen compañero y, pese a no ser comunista, había luchado junto a ellos hombro con hombro defendiendo Alemania desde otro prisma. Sentía con igual intensidad sus muertes, pero sabía que no habían tenido tiempo de torturarlos. Otra cosa era Sigfrid. No estaba en su mano ayudarle y rezar no era lo suyo. No creía en Dios. Su Dios era José Stalin y al parecer estaba muy ocupado. Entonces cayó en la cuenta del motivo que le traía al convento de las Adoratrices. Necesitaba el consejo de Poelchau. Si todos los curas fueran como aquél tal vez volviera a creer en el Dios al que le hacía rezar su madre cuando era pequeño.

Llegó hasta la capilla de Saint Joseph Kirche y buscó a la hermana Charlotte. Esta acudió a la sacristía en medio de un rumor de cuentas de rosario. Al ver la expresión de su barbudo rostro se asustó.

—¿Qué ha ocurrido?

Karl no respondió a su pregunta.

—Hermana, avise al padre Poelchau.

La superiora, ante el aspecto del hombre, se asustó y partió a avisar al sacerdote. Éste llegó al cabo de un cuarto de hora. Al oír sus pasos en el corredor de la sacristía, Karl se levantó del camastro. El religioso, tras un discreto golpe en la puerta, se introdujo en la pequeña estancia y, prevenido por la hermana, ordenó sin demorarse:

—Cuéntame qué ha pasado. Hay demasiado en juego.

Knut se llevó el reverso de su diestra a la cara y se enjugó los enrojecidos ojos.

—Ha sido horrible, padre. Han matado a Glassen y a Vortinguer y a Sigfrid lo ha cogido la Gestapo.

Poelchau quedó unos instantes en silencio y luego ordenó:

—Explícamelo todo con pelos y señales y deprisa, si Sigfrid se va de la lengua, estamos perdidos.

—No hablará, puede que lo maten pero no hablará.

—No estés tan seguro. He conocido a hombres durísimos que se han venido abajo.

—Él no.

—No es tiempo de porfías, siéntate y habla.

Ambos hombres se acomodaron en los catres y Karl relató al cura las vicisitudes acaecidas aquella terrible madrugada.

Cuando finalizó, habló Poelchau:

—Vamos a esperar que Dios le dé fuerzas. Si habla estamos perdidos, pero es imposible ocultar a las personas que escondo en mi casa cambiándolas de lugar; hay un matrimonio mayor y ella no puede moverse, amén que perjudicaría grandemente a las hermanas si me ocultara. La Gestapo no distingue, cuando detiene a alguien, si es un religioso o un seglar. Los hábitos no son una salvaguarda como en otras épocas y no creerían que las monjas ignoraban mis actividades. A ti hay que quitarte de en medio. Eres una bomba de relojería, no puedo perjudicar al convento.

—Estoy desorientado, padre, no sé qué hacer. Al esconderme aquí cuando apresaron al jefe de mi célula, no tuve tiempo de avisar a mi contacto de lo que iba a hacer. Si tengo algún mensaje será en mi buzón secreto, en donde mi correo deposita cualquier carta o nota que llegue a mi antiguo domicilio si es que no he comparecido por mi casa. No es la primera vez que me he tenido que ocultar.

—No entiendo.

—Es fácil, padre. Mi portero es un buen comunista. Cuando voy a casa me da las cartas en mano pero si por circunstancias no voy, su mujer, al cabo de dos días, deposita lo que haya en un falso cepillo de la iglesia de San Bartolomé cuyo párroco está sobre aviso. El cepillo está en el altar dedicado a san Tarsicio protomártir y yo tengo la llave. Si tengo alguna orden del Partido allí estará.

—¿No dices que tu jefe cayó?

—Siempre se establece una doble vía por si pasan cosas así.

—Dame esa llave, yo iré a buscar tu correo y que Dios nos proteja.

—No quisiera causarle más molestias.

—¡No digas estupideces y dame la maldita llave!

Partió el cura a cumplir su cometido y Knut, agotado por los acontecimientos de la noche anterior, se recostó en el camastro y cayó en un atormentado sueño.

No supo cuánto tiempo había transcurrido, pero al despertar la luz se colaba por el ventanuco de la sacristía, tenía hambre y al principio extrañó el lugar. Miró la hora en su reloj de pulsera. Las manecillas marcaban las cuatro de la tarde. Se levantó y, acercándose al pequeño lavabo en el que el sacerdote se aviaba antes de decir la misa, orinó y se mojó la cara. Unos pasos recios sonaron en el pasillo. Karl miró la puerta con aprensión. Era Poelchau que asomó su rostro con tiento pensando que aún descansaba.

—¿Ya estás despierto? Me he asomado hace dos horas y descansabas como un bendito. He pensado que daba igual, estamos en manos de Dios.

—¿Había mensajes? —inquirió ignorando el piadoso comentario del cura.

Poelchau metió la mano en el bolsillo de su sotana.

—Dos —respondió—. Y algún dinero que alguien, devoto de san Tarsicio, había depositado. Lo he metido en otro cepillo, los caminos del Señor son infinitos y todos llegan a Roma.

El sacerdote sacó de su cartera dos sobres y se los entregó.

—Si no le importa, voy a leerlos ahora. Éste —señaló uno de ellos—, es de mi contacto, y éste otro no sé de quién puede ser. No conozco a ningún Eric.