Grunwald

A los tres días de abandonar Berlín, por carreteras secundarias y caminos de montaña poco transitados y con la inestimable colaboración de gentes a las que conoció gracias al doctor Poelchau, August Newman llegó a Grunwald.

El pueblo era uno de tantos de Ober Baviera, en la falda de las montañas, y en aquellos momentos los ingresos de los comerciantes y de los pequeños industriales procedían de dos hoteles-balneario —que alojaban a oficiales distinguidos allí enviados en sus tiempos de descanso—, un hospital de la zona dedicado a las afecciones de pulmón y el matadero que suministraba carne para la guarnición de las SS del campo de reeducación de antisociales de Flosembürg y para los centros antedichos.

El pequeño Wanderer, en el que hizo el último trayecto, se detuvo en la plaza del pueblo frente al ayuntamiento. El conductor, uno de los amigos de Poelchau, detuvo su marcha, sin parar el motor, luego de observar si alguna patrulla alemana estaba por la zona.

—Puedes bajarte ahora. El matadero está en el camino de la antigua estación de invierno. Hasta allí no te puedo llevar: si me ven por aquí, fuera de horas, me podrían retirar el cupo de gasolina e inclusive el automóvil. Dile a Harald, cuando lo veas, que su madre está bien.

August abrió la portezuela y descendió del coche. Ya en la calle cargó su mochila al hombro, se ajustó las gafas de oscuros cristales y tras mirar a uno y otro lado se agachó hasta la ventanilla del vehículo.

—¡Gracias, Toni, muchas gracias! Espero volver a verte.

—En estas condiciones mejor no, es demasiado peligroso. De todas maneras, si estás en un apuro, tienes mi número; el lugar ya te lo he dicho: el viejo molino abandonado de la izquierda del río, es seguro porque si te buscan por el camino puedes huir por el agua y viceversa; además, desde el ventanuco de la azotea se domina todo el paisaje. ¡Suerte! ¡Ah!, y dale recuerdos a Werner.

Ya no esperó que August comentara alguna cosa; embragó el coche y acelerando desapareció de su vista entre una nube de polvo.

August, en colaboración con Harald Poelchau, había trazado un plan. Sus papeles eran los que correspondían a un veterinario especialista en infecciones de vacuno. En el matadero trabajaba alguien que había tenido algo que ver con la Rosa Blanca y que cubriría sus deficiencias como veterinario. Su nombre era Werner Hass y su casa se hallaba a la salida de Grunvald, en el camino que arrancaba después de la plaza de la iglesia y junto a uno de los afluentes del río. Cargando su mochila al hombro, tras ponerse su forrada canadiense, August encaminó hacia allí sus pasos.

El municipio estaba ubicado entre dos riachuelos. En sus buenos tiempos había alojado, durante los veranos, a familias de enfermos internados en el sanatorio y a clientes de los balnearios que acudían a tomar las aguas, y en invierno a aficionados al alpinismo y al esquí. Era el clásico pueblo de montaña de la zona bávara, con sus casitas de tejados de pizarra a dos aguas, rematadas con balcones de madera y ventanas cuyos postigos pintados de verde mostraban en su centro el hueco de un corazón o de un trébol; y en el exterior, colgadas de sus alféizares, cuadradas macetas llenas de flores del campo. La calle principal lo atravesaba de arriba abajo, y a ella se asomaban las laterales que conducían a los dos arroyos.

August consultó un papel que extrajo de uno de los bolsillos exteriores de su Bergman[286] y se orientó hacia el lugar indicado en la nota, siguiendo las instrucciones del pequeño plano que Harald Poelchau le había dibujado. Cuando ya acababa el pueblo, halló la dirección que buscaba. La casita daba al río por su parte posterior y estaba rodeada de un pequeño jardín que en aquel instante un hombre estaba cultivando. Era alto, enteco, lo más notable de sus facciones eran unos intensos ojos azules que rezumaban una infinita tristeza. Vestía una camisa a cuadros marrones y ocres y sobre ella un mono de tirantes, calzaba botas altas de caucho y un gorro de orejeras de tonos verdosos del que salía un pelo blanco que anteriormente debió de ser rubio. Junto a él alzaba las orejas, vigilante, un mastín.

Cuando llegó a la puertecilla de la cerca, el perro se llegó hasta él ladrando e impidiéndole la entrada. El hombre dejó en el suelo el azadón que tenía entre sus manos y, en tanto silbaba al can, se acercó hacia él.

—August Newman, sin duda.

—Werner Hass, imagino.

El hombre, sujetando al perro por el collar, abrió la puertecilla.

—Pase, lo estaba esperando desde ayer.

August, descargando la Bergman de su espalda, se introdujo en el jardín.

—Siento interrumpir su trabajo de jardinero.

El hombre sujetó el mosquetón que pendía del collar del animal a una correa fijada a la entrada de la caseta de madera, ordenando al can que se echara.

—Jardín era antes, ahora es un huerto. Son mejores las coles que las flores. Pero pase, no se quede ahí.

Partió el hombre hacia el interior de la casa seguido por August. Al llegar a la puerta se quitó el gorro y se frotó la coronilla. En la chimenea ardía un fuego que nada más entrar se ocupó de avivar.

—Deje en cualquier rincón sus cosas y acérquese, aquí dentro se está mejor. ¿Quiere tomar algo?

—Gracias, lo que usted vaya a tomar.

El hombre no respondió. Se dirigió a una alacena ubicada en la pieza del lado, que August supuso era el comedor, y tomando dos vasos y una botella sin etiqueta los depositó en la mesa que se veía entre la chimenea y un viejo sofá tapizado con una pana floreada en el que ambos se sentaron. Luego de servir dos generosas raciones, alzó su vaso y brindó.

Prossit![287], por sus intenciones que sin duda son las mías.

Bebieron y luego de paladear el fuerte licor, el anfitrión aclaró:

—Es casero, lo fabrico en mis ratos libres, que son pocos. Ahora cuénteme; cuando lo haya hecho le diré si lo que me propone es posible o un auténtico suicidio. Harald me ha hablado de usted. Sé quién es, lo que le ha ocurrido y lo que ha estado haciendo hasta ahora para luchar contra esta locura que está asolando Alemania. Esto nos une, amén de otras circunstancias de las que luego le hablaré.

August comenzó a desgranar la triste historia que le había conducido hasta allí con la vaga esperanza de intentar hacer algo que aliviara su conciencia. Al terminar, el día agonizaba. El hombre quedó unos instantes pensativo y luego, tras ofrecer tabaco de pipa a August y encender la suya comenzó a explicarse.

—Vaya por delante que haré cualquier cosa que me pida Harald, en esta ocasión todavía con más motivo, pero no olvide que por el momento no tiene constancia de que Hanna haya muerto, ¿no es así?

—Ciertamente, pero, si no hago algo, morirá.

—Haré lo que esté en mi mano para ayudarle, tengo motivos más que suficientes. Atienda lo que le voy a contar y entenderá por qué le he dicho que nos unen muchas cosas.

»Quedé huérfano de padre y madre a los nueve años y el pastor de mi iglesia y su mujer me acogieron en su casa y me educaron como si fuera uno de sus hijos. Eran los padres de Harald Poelchau, que llegaron a Grunwald desde Silesia cuando él tendría tres o cuatro años. Aquí desarrolló su ministerio e hizo muchos favores. Hay gentes que le recuerdan agradecidas. A los veintiséis me casé y al año era padre de una hermosa niña. Hildebrand se llamaba. Era la alegría de mi casa y mi esperanza en el futuro, que soñaba lleno de buenos augurios, junto a mi esposa, y con una vejez rodeada de nietos. Cuando cumplió los dieciocho, quiso ir a Múnich a estudiar y se afilió a la Rosa Blanca. El año pasado, tras la caída de Stalingrado, como usted sin duda ya sabe, los cogieron a todos y a seis de ellos los decapitaron en la prisión. Uno de ellos era Hildebrand. Mi mujer murió a los tres meses. Ésa es mi historia. ¿Comprende ahora por qué quiero ayudarle?

De los garzos ojos del hombre se escapaba una lágrima y August respetó su dolor.

—Supe de la muerte heroica de los hermanos Scholl pero ignoraba que uno de los encausados fuera su hija y Harald nada me ha dicho.

Werner se enjugó los ojos con un arrugado pañuelo.

—Eso es ya historia, para mí, triste historia; pero ocupémonos de los vivos. A los muertos ya no les pueden hacer más daño. Pregunte lo que quiera y cuente con mi ayuda si es que le puedo servir de algo.

August meditó unos instantes.

—¿Hay manera de enviar un mensaje dentro de Flossemburg?

—Es difícil, pero no imposible. Eso, claro está, si se tiene dinero.

August, por el momento, obvió la respuesta.

—¿Por qué medios?

—Hay que sobornar a alguien y depende del motivo por el que esté detenida. Si está con los antisociales, cabe la posibilidad; si está por judía, no hay nada que hacer. Eso en el supuesto que aún esté viva, cosa bastante improbable.

—Entonces ¿cuál es su consejo?

El hombre se mesó la barbilla mal rasurada.

—Primeramente, hemos de enterarnos de si está viva y en qué parte del campo trabaja y luego ya veremos. Si la han enviado a las canteras, es como si estuviera condenada a muerte. Los que van allí duran de medio a un año.

—Y ¿cómo se envía un mensaje?

—El camión de la carne entra todos los días llevando las reses del matadero que comen la tropa de las SS y la oficialidad. Una vez dentro yo sé qué teclas hay que tocar para que suene el órgano. Si está en el grupo de los antisociales, hay un par o tres de soldados a los que el dinero les gusta mucho, unos más caros que otros, pero más seguros.

—¿Y si está en la cantera?

—Si está en la cantera y aún vive, hay que llegar al jefe de los soderkomandos.

—Y ¿quiénes son éstos?

—Son las ratas. Judíos que vigilan y venden a sus hermanos por un plato de lentejas.

—Y ¿si se quedan el dinero y no entregan el mensaje?

—Se les acabaría el negocio. No, no hay cuidado, amén de que se les paga una parte antes y otra después, cuando el resultado perseguido ha sido, de alguna manera, confirmado.

Tras una pausa que aprovechó Werner para atizar el fuego de la chimenea, argumentó.

—Todo esto tiene un coste elevado, insisto. ¿Dispone de dinero?

—Por este tema en concreto, no se preocupe.

—Está bien. Tengo que ir al pueblo. Tiene comida en la cocina, se la puede calentar en la chimenea. Luego váyase a descansar, mañana será otro día. Su habitación está al final del primer piso. Yo aún tengo cosas que hacer.

—No voy a poder dormir pero voy a intentarlo. Gracias por todo.

—No hay por qué darlas, lo hago por mi hija y por el viejo Harald.

Ambos hombres se levantaron. August tomó su mochila y la fue a dejar al dormitorio asignado. Desde la ventana de su cuarto observó el río. Atada a un poste de la orilla con la popa en medio de la corriente se veía una barquita con un pequeño motor fueraborda, azul y blanca. Al bajar de nuevo, Werner se había ido y el cuco del reloj asomaba burlón su pico rojo de madera punteando la medianoche.