La otra carta

El obispo Tenorio, en el silencio recogido de su despacho, leía con deleite la carta que, momentos antes, su coadjutor fray Martín del Encinar había depositado sobre su mesa. Había llegado ésta en la saca que uno de los correos que lo comunicaba con los obispados ubicados en Al Andalus había entregado el día anterior y provenía de su amigo el reciente titular interino de la sede de Sevilla, monseñor Servando Núñez Batoca, que había sucedido en la sede episcopal a monseñor Pedro Gómez Barroso, fallecido el 7 de julio de 1390, y al que unían comunes intereses ya que ambos eran descendientes de conversos. Los términos de la misma no dejaban lugar a dudas y las decisiones que tomara estarían condicionadas por la misma.

Sevilla a 6 de septiembre de 1390, anno domini

Mi dilecto hermano en Cristo:

Tiempo ha que debía haberos escrito, pero las urgencias de estos días procelosos y el hecho de que transcurran las jornadas sin sentir y queden inacabadas las tareas que nos han sido encomendadas, al ponernos la Divina Providencia al frente de ésta tan difícil diócesis han hecho que demore hasta hoy mi respuesta.

Para poneros en antecedentes y para que podáis haceros una exacta composición de lugar, paso a relataros ciertos hechos que tienen que ver con el motivo de ésta. Como sabréis tengo en mi jurisdicción a un personaje que, si bien me crea graves problemas con la autoridad delegada del rey, no por ello debo dejar de reconocer que nos es muy útil para embridar a la hornada de infieles que habitan este territorio; y no solamente me refiero a los moriscos, sino particularmente a los judíos quienes, por su peculiar forma de actuar, me crean incontables complicaciones. Su cargo y nombre corresponden al de Arcediano Ferrán Martínez, del que en ocasiones creo haberos hablado. Este predicador aprovecha su ardiente verbo para proclamar, desde los pulpitos de la diócesis, las verdades que otros no se atreven a mencionar, pues conocen el servicio que prestan estos infieles a la monarquía y saben los riesgos que corren los que contra ellos actúen. El caso es que hace algo más de quince días se llegó a mi residencia un individuo con la pretensión de verme sin haber anteriormente solicitado audiencia. Como es lógico, mi chambelán le impidió la entrada y entonces, el tal Barroso, que así se llama el sujeto, se atrevió a usar vuestro nombre indicando que se os demandara información acerca de sus antecedentes y que vuestra excelencia tendría a bien avalar su reputación. Tal impresión causó el personaje a mi coadjutor que le pareció oportuno escuchar sus pláticas y trasladarme luego sus pretensiones. Deduje muchas cosas del pasado y comencé a elucubrar otras de futuro, siempre y cuando vuestros informes avalen tanto la valía como la fidelidad y discreción del demandante.

Vuestro hombre, y perdonadme si he obrado con ligereza emitiendo un juicio de valor que no correspondiera a la realidad, explicó que tiempo ha cumplió para vuesa paternidad un delicado y peligroso trabajo, que realizó con esmero, diligencia y pulcritud y que, habiendo sido castigado por el monarca por perturbar a «sus judíos», vuestra excelencia tuvo a bien guardarlo y protegerlo; de manera que salvó el pellejo por el canto de un maravedí y gracias a vuestra generosa ayuda vive en la actualidad decorosamente. Este hombre, como os digo, parece ser que ha ido siguiendo las prédicas del arcediano y que éstas han inflamado su corazón hasta el punto que dice ser capaz de arrostrar los mayores peligros para colaborar en la extinción de esta maldición que desde hace más de mil años azota a los buenos cristianos de nuestras respectivas diócesis, contaminándolos con la baba ponzoñosa de sus ideas, favorecidos sin duda por la complacencia del rey y la tibieza de algunos cristianos que tienen con ellos oscuros contubernios. De no ser así, no comprendo la negligencia de algunos en el cumplimiento de su deber. Su actitud le ha proporcionado no pocos incidentes y disgustos con el alguacil mayor, y ahora me pretende ofrecer un pacto como el que dice tuvo con vuestra reverencia en tiempos pasados, pero yo no adoptaré decisión alguna que pudiera comprometer a esta diócesis antes de recibir noticias vuestras.

Ahora quiero relataros una situación que perturba el buen vivir de los cristianos de Sevilla y que como veréis, tiene algo que ver con los sucesos acaecidos en Toledo hará ahora unos seis o siete años, si la memoria no me es infiel. El caso es que vino a instalarse en ésta, para dar clases en jeder[185], un estudioso de la Torá, por lo visto rabino de reconocido prestigio cuya reputación ha ido aumentando entre los suyos de una forma alarmante, hasta el punto que muchas de las decisiones que afectan a la comunidad a la que pertenece pasan por su reconocida autoridad y su grey le hace más caso que al mismo nasi de su aljama, tal es su influencia. No he de deciros que si dicho individuo trasladara sus reales a otra ciudad mi vida sería mucho más cómoda y placentera; ya nada digamos si se convirtiera a la verdadera Fe. Hace un tiempo lo cité ante mí y tras largos circunloquios le propuse dos pactos sustentados en lo que os he dicho anteriormente, y ninguno de entrambos le pareció ni tan siquiera discutible y no es necesario que diga que ambos estaban provistos de buenos dineros, pero por lo visto esto último parece carecer de la menor importancia para él. El nombre por el que se le conoce en estos lares es el de Rubén Labrat Ben Batalla pero, según aseveró a mi coadjutor el que dice ser vuestro recomendado, su nombre es Rubén Ben Amía, y su esposa es la hija del que fue rabino mayor de la aljama del Tránsito en Toledo. La primera de mis propuestas fue que si accediera a recibir el bautismo, ejemplarizando con ello a muchos de sus correligionarios, yo obtendría para él la misma cualificación que ahora tiene entre los de su religión. Ya hay antecedentes de lo mismo, pues sabéis en cuanta consideración y estima se tiene en estos lares a Salomón Ha Levi, rabino de gran fama, que cambió su nombre por el de Pablo de Santamaría, y que al renegar del judaísmo y convertirse a la verdadera Fe fue nombrado obispo de Burgos[186]; ni siquiera se puede decir que tomara en consideración esta propuesta. La otra fue que si saliera de estos reinos y se instalara en Granada, me ocuparía personalmente que recibiera el mismo trato que aquí tiene y que el visir del rey de Granada lo instalaría y atendería de manera ventajosísima a fin de que pudiera desarrollar en aquella ciudad toda actividad pertinente a su cargo y estado —ya sabéis que entre infieles la tolerancia es mayor, que en Granada hay una abundante colonia judía y que cada uno hace su culto sin que por ello el otro se inmiscuya—. Respondiome que no sabía que fuera delito vivir entre cristianos, que no había tenido noticia de ello, que pagaba a la corona más impuestos y alcabalas que muchos rumies[187] y que de no recibir una orden expresa del rey no pensaba moverse, por el desamparo en que quedaría su grey y el nefasto ejemplo que daría con ello. Le hablé de sus conciudadanos Pedro Fernández Abenadeva, Juan Abenzarzal y Diego Alemán Pocasangre, este último nombrado mayordomo del Consejo de los veinticuatro[188], pero ni por ésas, me respondió que «Allá cada cual con su conciencia».

Todo esto me ha producido, por el ascendiente que tiene entre sus conciudadanos, un sinfín de problemas y sinsabores.

Entonces os debo preguntar: ¿es de toda confianza vuestro hombre, suponiendo que diga verdad al respecto de vuestro conocimiento?, ¿puedo confiar en él y hasta qué punto?

Es de la mayor importancia para mí vuestra respuesta. Proceded por favor sin dilación, a vuelta de correo.

Sin otro particular, se despide vuestro hermano en Cristo.

Servando Núñez Batoca

Epíscopo Interino de Hispalis

Don Alejandro Tenorio se retrepó en su sillón y tomando la campanilla de plata que descansaba sobre la mesa de su despacho, con un leve giro de su muñeca diestra, la volteó. Un sonido argentino resonó en el ambiente y al punto la tonsura coronada de blanco del coadjutor asomó por la entornada puerta.

—¿Llamabais, reverencia?

—Decid a fray Antolín que acuda a mi despacho.

—¿Ha de ser Antolín precisamente? Está terminando un delicado trabajo de iluminación que encargó el Cabildo y.…

—Ha de ser fray Antolín, ¡diantre! A no ser que vuesa paternidad tenga amagado en su bocamanga un amanuense más veloz y diestro.

—Como mandéis, ilustrísima.

Esperó ansioso el obispo —al que últimamente ponían nervioso las dudas y quisquillosidades de su coadjutor, ya que desde los trágicos sucesos de la jornada de las Tiendas su carácter había cambiado, pues el hecho había afectado profundamente su conciencia y todo lo cuestionaba—, a que acudiera el escribano, y en tanto su pensamiento voló hacia los hechos acaecidos hacía ya años pero que aparecían en su mente nítidos y presentes y como mucho más cercanos. Por fin se enteraba de adónde había ido a parar aquella familia cuya influencia en la Corte tantas zozobras le había ocasionado y así mismo el destino final de aquel su protegido de quien, en alguna ocasión y por el eco de sus desafueros, había tenido noticias.

Unos nudillos golpearon suavemente la maciza hoja de su puerta y una voz atiplada solicitó el correspondiente beneplácito para entrar. La pálida faz de fray Antolín se perfiló en el vano y su cuerpo enteco ocupó el marco de la misma.

—¿Habéis solicitado mi presencia, ilustrísima?

—Ciertamente, fray Antolín, tened la bondad de tomar asiento, y disponeos a escribir una larga y cuidada carta.

Entró el frailecillo en la regia estancia y, sentándose frente al obispo, desplegó su escribanía portátil sobre las rodillas y, abriéndola, extrajo de ella una pequeña navaja con la que procedió a afilar los extremos de un cálamo y de dos plumas de ave que le servían para su menester, preparándose a escoger la que mejor cuadrara según el tipo de letra que le fuera exigida. Luego abrió un frasco de amplio cuello que contenía un líquido disolvente y tomando una barrita de tinta sólida procedió con la misma navaja a rayarla, de modo que el polvillo que se desprendiera fuera cayendo dentro del frasco. Cuando todo estuvo a su gusto y preparado, alzó su mirada hacia el obispo a la vez que arqueó sus pobladas cejas en demanda de instrucciones.

—¿Pergamino o vitela, ilustrísima?

—Pergamino; no tengo que deciros que ésta es una carta confidencial y que una ligereza os reportaría en grave perjuicio.

—Ilustrísima, conozco mis obligaciones como amanuense y mis deberes como religioso que debe obediencia a sus superiores al respecto del secretismo de los trabajos que me son encomendados; si el contenido de esta misiva llegara a oídos inconvenientes, tened por cierto que no será debido a indiscreciones de este humilde fraile.

—Pues entonces comencemos.

En aquel momento, con voz lenta y segura, su ilustrísima don Alejandro Tenorio procedió a dar cuenta a su colega de Sevilla de los acontecimientos habidos en Toledo y sus aledaños, iba ya para seis años, del papel destacadísimo que en ellos tuvo la persona del bachiller Rodrigo Barroso alias el Tuerto y las vicisitudes que, en pago de sus inapreciables servicios, le ocasionó su rescate de entre las manos del canciller don Pedro López de Ayala; y de igual manera ratificó que, ciertamente, el matrimonio formado por la hija del gran rabino y su marido Rubén Ben Amía, había desaparecido de Toledo y parecía habérselo tragado la tierra y, a pesar de las gestiones realizadas al respecto, nadie le había sabido dar razón hasta la fecha y durante estos años, de su paradero.