La luz

Cinco días habían transcurrido desde la jornada en la que Simón había acudido en ayuda de aquel muchacho que sin su oportuno auxilio tal vez ya no estuviera en el mundo de los vivos. Domingo, al que no placían las gratitudes, le había pedido permiso para desligarse de la obligación de asistir a la comida en casa de su beneficiado alegando que no se encontraba a gusto en situaciones donde el saber estar y las conveniencias sociales fueran imprescindibles, más aún si éstas eran costumbres hebraicas; eso sí, acompañándole hasta la puerta y disponiéndose a esperarlo a la salida a la hora que le fuere indicada; así que, esta vez en solitario, había acudido Simón a la casa de su patrocinado, a fin de informarse de su estado y cumplir con la colación a la que tan gentilmente había sido invitado.

El herido se había recuperado de sus lesiones y, aparte del brazo entablillado que le impedía desenvolverse con normalidad, su aspecto era inmejorable y las raspaduras y moretones de su rostro estaban en franca retirada. La comida fue excelente y la mujer puso todo su empeño en que los guisos que se ofrecieran al benefactor de su hijo tuvieran la calificación de excelentes. Ni que decir tiene que todos los platos fueron cocinados según las directrices rabínicas de la cocina kosber y desde el caldo de verduras, pasando por unas truchas al ajo y un hojaldre de carne guisada sin sangre, y terminando por un postre de miel, almendras y grosella, todo tuvo el marchamo del mejor estilo judío.

—Cuánto he sentido que vuestro criado no haya podido acudir, realmente sin él no sé qué hubiera sido de mí.

—Más que criado es un amigo, pero tenía una diligencia que hacer y me ha rogado que os presente sus excusas porque tenía que ver a alguien —justificó Simón.

—No hacen falta, siempre tendréis en esta casa una familia amiga, os debo la vida de mi hijo —apostilló la mujer—. Y ahora permitidme que me retire, los jóvenes han de estar con los jóvenes.

La madre del herido se levantó de la mesa y tras ordenar a la joven doméstica que atendiera el menor de los deseos de su huésped, desapareció del comedor dejando a ambos muchachos frente a sendas copas de un licor de cerezas de elaboración casera.

Al principio, hablaron del incidente acaecido y de hechos intrascendentes, luego se adentraron en un tema que dado el ambiente que había en el sur era inobviable, las prédicas del arcediano tenían más que alarmada a la comunidad judía y entonces, casi sin darse cuenta, Simón aludió a los hechos acaecidos en Toledo referidos a la destrucción de la aljama de las Tiendas y se encontró, casi sin sentir, explicando el motivo de sus afanes, que no era otro que dar con el paradero de los Ben Amía sin explicar, claro es, el cómo y el porqué de sus trajines.

—¿Y decís que desconocéis el paradero de esta familia desde hace más de seis años?

—Así es, y estoy casi a punto de rendirme. He recorrido la vega andaluza de cabo a rabo, durante este último año, y nadie me ha sabido dar noticia de ellos.

El muchacho se quedó pensativo y algo hizo que el corazón de Simón comenzara a acelerarse.

—¿Qué estáis cavilando?

—El caso es.… que no sé de dónde, este apellido me rueda por la cabeza.

—¡Por el Arca de la Alianza, haced memoria!

Un silencio se alzó en la estancia. Solamente se oía la respiración agitada de Simón, el tamborilear de los dedos de Matías en el tablero de la mesa y las risas de Constanza, la joven mucama, en la cocina. Súbitamente el rostro de Matías se iluminó.

—Ya lo tengo.

—¿Qué es lo que tenéis?

—Veréis, hace ya no recuerdo si cinco o seis años, acudió a la banca de Sólomon Levi un joven que demandó por el banquero, es éste un hombre circunspecto y poco dado a efusiones en público, a mí me sorprendió el trato que dispensó a aquella persona y más aún cuando me encomendó la tarea de cambiar los nominativos de unos pagarés demasiado importantes en cuanto a su importe y ponerlos a nombre de otras personas sin aportar documentación alguna.

Simón bebía las palabras del otro.

—Proseguid, por favor.

—El caso es que además se hizo una compraventa poco común, si no es condicionada a viajes por mar, para un trayecto relativamente corto, ya que se trataba de ir desde Córdoba a Sevilla. Yo en persona despaché este negocio y daos cuenta de que a no ser por la peculiaridad del mismo, se me hubiera ya olvidado, tal es la cantidad de asuntos que se despachan en la banca de dom Sólomon.

La voz de Simón era un hilo.

—Y ¿decís que todo este trajín se industrió para trasladarse a Sevilla?

—Ciertamente, recuerdo que oí que se despacharían los criados y que partiría el hombre únicamente con un par de servidores de toda confianza, una ama y su esposa, lo que ignoro es si Sevilla iba a ser final de trayecto o tenía intención de ir más lejos.

La cabeza de Simón bullía como una marmita al fuego.

—Por lo que más queráis, ¿podéis recordar el nombre al que fueron inscritos los pagarés?

—Recuerdo el del cedente, Ben Amía era el apellido y el nombre Rubén, pero el del librado, la verdad no lo recuerdo.

—Haced un esfuerzo, si en algo valoráis el hecho de salvar vuestra vida, dándome este nombre, me habréis devuelto la mía.

El otro parecía sorprendido.

—¿A tal punto llega vuestro interés?

—No podéis imaginarlo.

De nuevo quedó meditando Matías. Intento vano.

—Es inútil, es imposible, pero hay una solución, acudid mañana a la banca de Sólomon Levi que está en la calle del Santo Espíritu e intentaré encontrar en los archivos de hace cuatro o cinco años la referencia, pero creed que no es empeño baladí pues debe de haber más de mil asientos contables.

—¿A qué hora queréis que me presente?

—Hacedlo al mediodía, así me daréis tiempo y ésa es la hora que dom Sólomon sale a comer.

—Si me dais este nombre, el que estará siempre en deuda con vos seré yo.