La estación central

Los andenes que cubrían la inmensa marquesina de cristal y hierro de la estación de Postdam estaban llenos a rebosar; una multitud variopinta que iba y venía haciendo y deshaciendo trabajosos caminos la ocupaba por completo entre los humos del carbón y la voz amplificada por la megafonía que salía de los altavoces y que en tres o cuatro idiomas iba informando de las salidas de los trenes y de los números de los andenes que correspondían a cada uno de ellos. Gritos nerviosos, que eran como la respiración de un monstruo de mil cabezas, formaban el telón de fondo de aquel trajín desquiciado que las gentes organizaban al intentar acceder a sus correspondientes vagones. De vez en cuando el seco pitido de una humeante locomotora anunciaba que estaba entrando un mercancías y al punto era respondido por otro que indicaba que se disponía a partir uno de pasajeros que entrechocaban sus maletas y bultos cual si fueran hormigas tanteando sus antenas, porfiando por llegar a sus destinos con el menor quebranto posible en sus personas y en sus equipajes. Unas vallas metálicas debidamente colocadas obligaban a que cada cual entrara en el recinto por el correspondiente lugar y en el orden preestablecido.

Las colas se formaban desde la sala central hasta los andenes, ordenadas y vigiladas por hombres de la Gestapo que llevaban sujetos por la traílla parejas de perros pastores alemanes adiestrados que cuidaban que los rateros y descuideros profesionales que se movían como pez en el agua en aquel ambiente favorable a sus poco edificantes intenciones, no pudieran campar a sus anchas desprestigiando el orden y la pulcritud que el Führer deseaba para la nueva Alemania. O bien por las SS, que lucían los temidos uniformes negros con la doble S plateada en las solapas y el símbolo de la calavera en las gorras, y se dedicaban, preferentemente, a pedir documentaciones a aquellos que les parecieran ilegales o sospechosos. La fila más vigilada era la de aquellos ciudadanos alemanes que abandonaban el país, y en algunos de los rostros se detectaba una tensión inusual que no se descubría en las colas de los turistas que regresaban a sus respectivos lugares de origen, alegres y bulliciosos, tras haber pasado unos días inolvidables en Berlín presenciando aquellos brillantísimos Juegos Olímpicos.

Los Pardenvolk habían llegado a la estación, en tres vehículos: el Mercedes de Leonard, el Wanderer de Stefan, y Hanna y Eric lo habían hecho en el nuevo Volkswagen[61] «escarabajo» de este último. Los coches aparcaron en el lugar destinado a los viajeros que debían descargar maletas y, al instante, un tropel de mozos y de maleteros que parecían porfiar por ver cuál de ellos decía la imprecación más grande o la maldición más rotunda, se precipitó sobre ellos ofreciendo sus servicios. Los chóferes descargaron el equipaje, los mozos contratados los cargaron en sus carretillas y en tanto Eric y los dos conductores iban a aparcar los coches, el grupo se dirigió hacia el interior del edificio de la gran estación.

Abrían la marcha Leonard y Stefan conversando quedamente, a continuación caminaban las dos amigas, Gertrud y Anelisse, en animada y sin embargo tensa conversación, y cerraban la marcha los tres hermanos, ellos con el gesto adusto, conscientes de que aquélla podía ser una larga separación y Hanna alegre y ajena a todo, pensando que iba a hacer un hermoso viaje, a visitar una capital que siempre la había fascinado y que a la vuelta iba a encontrar a su amado más enamorado que nunca.

—No te pongas nervioso, Leonard, te han informado mal, te digo que para salir no te hace falta ningún otro visado, todo está en orden y nada puede pasar. —El que así hablaba era Stefan.

—Lo siento, hasta que no me vea en Viena no estaré tranquilo. Bueno, tranquilo; es un decir como comprenderás, dejando aquí a los chicos no voy a dormir bien hasta que todo esto haya pasado.

—Exageras, Leonard, te he dicho mil veces que esto no afecta a gentes como vosotros.

—¡Por Dios, Stefan! No hay peor ciego que el que no quiere ver, ¿no te das cuenta de lo que está pasando todos los días? ¿No ves los carteles que hay en las calles?

—El gobierno ha dado la orden de retirarlos, no se puede impedir que cuatro fanáticos de cualquier partido coloquen cuatro pasquines y carguen siempre contra vosotros.

—¡No seas iluso, Stefan! Los han retirado por no dar mala imagen ante el mundo entero, la Olimpiada era un escaparate demasiado importante para que pudieran cargar a Alemania con el baldón del antisemitismo, pero acuérdate de lo que te digo: esto va a acabar muy mal, las leyes que van saliendo cada vez coartan más las libertades y los derechos de los judíos.

—Eso es pura demagogia y se hace para tener motivos legales y apartar de la circulación a los antisociales. Insisto en que no se aplicarán a gentes como tú. —Stefan intentó cambiar la conversación.

»Qué raro se me hace verte con este sombrero tirolés.

—¿Qué de extraño tiene? ¿No me voy a Austria?

—Sí, pero está llegando el verano.

Tras ellos iban las dos mujeres.

—Anelisse, se me hace un mundo separarme de ti en estas circunstancias. —Ahora era Gertrud, a la que finalmente su marido le había explicado la verdad, la que se dirigía a su amiga.

—Va a ser una corta separación, querida, ya lo verás, dice Stefan que todo pasará pronto y que son maniobras políticas para acallar al pueblo alemán que, por lo visto, anda revuelto.

—Cuida de mis hijos que por el momento se quedan con vosotros. Tu marido ha dicho que sí, por cualquier circunstancia, demoráramos nuestro regreso, pronto tendrán los permisos para que puedan reunirse con nosotros en Viena.

—No te preocupes, Gertrud, tus hijos son, ya lo sabes, como si fueran míos, y tu casa estará cuidada igual o mejor que si tú estuvieras.

—Gracias por todo, querida. —Gertrud no pudo evitarlo y tuvo que llevarse un pañuelo de fino encaje de batista a la nariz.

—¡Chicos! Pero ¿qué funeral es éste? —La voz risueña de Hanna era la que, en esta tesitura, se dirigía a sus hermanos—. ¡Ni que nos fuéramos tres años a Siberia! ¡No me amarguéis este viaje que bastante me cuesta separarme de Eric! ¡Venga, Manfred, alegra esa cara! Y tú, Sigfrid, a ver si ejerces de hermano mayor.

—Pásatelo muy bien, hermanita, tú que puedes. Nosotros vigilaremos a tu novio que tras la Olimpiada ha quedado mucha extranjera suelta por la calle.

Alrededor de Hanna se había levantado un muro de silencio del que todos eran cómplices. Le habían explicado que, a la vuelta de Viena, la familia saldría para Innsbruck, como cada verano, a pasar un mes y medio en la montaña. El mes y medio de balneario, aquel año, había sido sustituido por la Olimpiada, para regresar a Berlín en octubre. Nada se le había dicho del traslado de sus tíos a su casa; y en cuanto a sus hermanos, pensaba que aquel año se quedarían en Berlín hasta más tarde para preparar exámenes de septiembre, ya que, así mismo, la Olimpiada había trastocado los planes de estudios a mucha gente.

Todo el grupo, excepto Manfred, que se dirigió acompañando a los maleteros a la consigna de equipajes para dejar en ella momentáneamente las maletas, se encaminó a la cafetería de la estación reservada a los pasajeros de los coches cama y a los de primera clase, ya que era allí donde habían quedado para reunirse con Eric. Leonard empujó la puerta giratoria para que entraran las mujeres, luego lo hicieron él y Stefan y finalmente Hanna y Sigfrid. El lujoso local se veía concurrido de gentes de elevado nivel y el servicio era el que correspondía a una clientela de alto poder adquisitivo. Los granates sofás capitonés, los oscuros muebles, los techos artesonados, los grandes mostradores, la reluciente cafetera cromada repujada con adornos de latón cobrizo, todo invitaba al confort y al silencio. El grupo se situó en una de las mesas del fondo del salón y, apenas acomodados, acudió presto un mesero que, sobre el uniforme, llevaba un mandil de color verde con el escudo de la compañía de los grandes expresos europeos, dispuesto, lápiz en ristre, a tomar nota del pedido. Hanna, que conocía sus gustos, pidió por Eric y por su hermano pequeño. Al cabo de un tiempo comparecieron ambos, cada uno venía de su avío, el ambiente era tenso y, en un momento dado, se hizo un extraño silencio. Hanna se dio cuenta de que algo ocurría e indagó:

—No sé lo que les pasa, esto en vez de un viaje de placer parece el funeral de alguien querido.

—Tienes razón, hija, por lo que a mí respecta, cada vez se me hace más cuesta arriba salir de casa —comentó Gertrud.

—A mí sí que se me hace un mundo el que te vayas aunque sea por unos días, Hanna.

—Pasarán muy deprisa Eric, ya lo verás. Además, así podré ver lo que me quieres —dijo coqueta, bajando la voz—. La distancia, si el amor es firme, lo aumenta y si es frágil, lo rompe.

—No digas tonterías, te voy a echar mucho de menos.

Llegó el camarero con una bandeja repleta, en milagroso equilibrio sobre su hombro derecho y situó, frente a cada cual, el pedido. Leonard, tras una ligera discusión con Stefan, que insistía en abonar la cuenta, pagó y el hombre se alejó del grupo tras una historiada reverencia motivada por la generosa propina. Stefan tomó una cucharilla y golpeó con ella su copa, que vibró con un sonido cristalino, recabando la atención de todos; luego la alzó y brindó en voz muy baja:

Lejaim![62] Como puedes comprobar sé hablar tu lengua, Leonard.

Todos alzaron sus respectivas consumiciones; Anelisse y Gertrud sus tacitas de porcelana con el té, en un gesto simbólico.

—Por la de todos, amigo mío, y para que pronto estemos de nuevo reunidos.

—Dentro de quince días —replicó Hanna—. No entiendo las solemnidades que rodean este viaje.

—Sin duda, hija mía, los mayores somos muy sentimentales.

Cuando ya la conversación se fragmentó, y los jóvenes hablaron de sus cosas y los mayores de las suyas, Leonard acercó sus labios al oído de su amigo.

—Veo que con tus hechos entiendes lo que te digo aunque intentes rebatir mis palabras.

—¿Qué me quieres decir?

—Que cuando has brindado por nuestras vidas, en yiddish, has bajado la voz. Y has mirado en derredor tuyo por si alguien podía escuchar tu brindis.

—Bueno, Hanna, imagino que enviarás alguna postal desde Viena a tus hermanos entre carta y carta para éste. —Manfred señaló ostentosamente a Eric.

—No lo dudes, pero voy a estar muy ocupada y voy a llegar yo antes que el correo.

—Ahora, los que os quedáis, vais a hacerme un favor: en cuanto nos pongamos en marcha, os vais, no me gustan nada las despedidas. —Gertrud se había vuelto a llevar el pañuelo a los ojos.

—¡Por lo que más quiera, madre, parece que esto sea el principio de una odisea! —Sigfrid, que lo era y mucho, no quería ponerse sentimental.

—Bueno, creo que va siendo la hora, hay mucha gente ahí afuera y no es conveniente ir justos de tiempo. —Stefan se puso en pie. El grupo hizo otro tanto y todos partieron hacia el hall de la gran estación. Manfred y Sigfrid se dirigieron a la consigna a recoger las maletas en tanto Eric y Hanna se retrasaban un poco para despedirse más cómodos.

—Hanna, te lo digo en serio, escríbeme en cuanto puedas, que los museos no te hagan perder la noción del tiempo que, para los que nos quedamos, va a pasar muy lentamente.

—¡Tonto, si solamente van a ser dos semanas! Además, aprovecha para apretar, que los exámenes de septiembre se te echarán encima y debes pasar a tercero de ingeniero sin ninguna colgada.

Manfred, que había oído a su hermana intervino:

—Los de telecomunicaciones no son ingenieros, son telefonistas.

—¡Déjalo en paz, idiota! —Hanna defendía a su novio.

Algo más atrás, las dos amigas iban hablando de sus cosas en tanto llegaban a la cola de los pasajeros que, siendo alemanes, partían para el extranjero.

—Bueno querida, aprovecha este tiempo y ya verás cómo dentro de nada volvemos a estar juntas.

Delante de todos marchaban los dos hombres.

—¡Qué tiempo nos toca vivir, Stefan! El mundo está loco. ¿Qué va a pasar con esta sublevación militar que ha protagonizado el ejército español de África y al frente de la cual está ese tal Franco?

—Flor de un día, Leonard, esas asonadas militares son típicamente españolas pero propias del siglo pasado, ¡estamos en el siglo XX!

Cuando ya estaban al final de la cola que transcurría entre dos vallas metálicas, los muchachos se unieron al grupo llevando las maletas.

Gertrud insistió:

—Ahora sí que os lo ruego, ¡idos, por favor, no quiero ponerme triste!

—Bueno padre, ¿qué quiere que hagamos? —Manfred dirigió una significativa mirada a su progenitor—. ¿Nos vamos o nos esperamos?

—Andad, hijos míos, dejad las maletas en el carro y despidámonos ya que vuestra madre se va a poner a llorar.

—Tú vete también, Eric, ahora ya está todo y a mí tampoco me gustan las despedidas. —Hanna, aunque se hacía la fuerte, en el fondo también estaba afectada.

—Bueno, entonces es mejor que los jóvenes os marchéis y tú, Anelisse también, vete en el Mercedes y vosotros os podéis ir en el coche de Eric, yo me esperaré a que hayáis pasado el control de pasaportes y luego me iré a la clínica en mi coche.

El grupo, tras los consiguientes abrazos y besos y alguna lágrima de Gertrud, se disgregó. Eric y Hanna hicieron un aparte y se besaron.

—Siempre te recordaré como la otra tarde, Hanna.

—Tonto, me vas ha hacer poner colorada.

—¿No fuiste feliz?

—Inmensamente feliz, pero debemos esperar a que estemos casados.

Finalmente el grupo se disgregó. Los muchachos acompañaron a Anelisse al Mercedes y ellos se dirigieron al Volkswagen.

Los viajeros, llegados a este punto, observaron frente a una ventanilla una gran cola de gentes que, ordenadamente, aguardaban su correspondiente turno para llegar hasta la cabina donde dos funcionarios se ocupaban de comprobar escrupulosamente las correspondientes documentaciones. La cola avanzaba, pero mucho más lenta que la otra, formada por turistas, ya que la inspección era, sin duda, mucho más exhaustiva. Los viajeros entraron entre las vallas metálicas y Stefan fue avanzando a la altura de ellos, pero por el exterior de las mismas. Leonard cargaba las maletas ayudado por Hanna por el estrecho pasillo que transcurría entre las vallas ya que hasta el final del mismo, y ya en la zona en la que las gentes se reunían después de pasar los controles, no volvía a haber maleteros ni podían pasar mozos hasta llegar a los andenes. Leonard sudaba copiosamente; en un momento dado soltó el neceser de su mujer y extrayendo un pañuelo del bolsillo derecho de su pantalón, y tras quitarse el sombrero tirolés, se enjugó las gotas de sudor que perlaban su frente. Stefan continuaba siguiéndolos a su mismo nivel desde el otro lado de la barrera, ya solamente les faltaba una pareja para que llegara su turno, ahora ya eran mares lo que caía de la frente de Leonard. Súbitamente se encontraron en la ventanilla de una encristalada garita, en la que se ubicaban dos funcionarios que con gesto aburrido, y en tanto hablaban de sus cosas, iban revisando las documentaciones, y de la que partían dos pasillos en direcciones opuestas: el uno hacia los andenes y el otro hacia unos despachos que se veían al fondo. El funcionario saludó con un gesto rutinario a Leonard y esperó que éste dejara, sobre la rayada superficie metálica que soportaba la ventanilla, la documentación pertinente. Leonard así lo hizo y aguardó que el hombre comprobara los sellos y las fotografías. El tiempo se detuvo, el individuo alargó el cuello y en escorzo observó el rostro de Hanna y de su madre para comprobar si las fotos de carné que figuraban en los papeles correspondían a las mujeres que aguardaban tras el caballero que estaba en primer término. A Leonard le pareció que todo se había detenido y que hasta la segundera del gran reloj que presidía la estación se había parado. La voz metálica del hombre llegó nítida hasta Leonard.

—Herr Pardenvolk, parece que en sus papeles hay un posible equívoco.

Leonard fue consciente de que la sangre huía de su rostro.

—¿Qué está usted diciendo?

—La fecha de la visa es anterior a la del pasaporte y para sacar los visados hace falta llevar los pasaportes. —El hombre se concentró de nuevo en los papeles, luego levantó la vista—. Y esta anomalía se repite en el caso de las señoras, no comprendo cómo la policía ha dado las visas sin que usted mostrara los pasaportes.

—¿Y eso representa algún inconveniente?

El individuo llamó al compañero e intercambiaron unas breves palabras; luego alzó de nuevo la cabeza y se dirigió a Leonard.

—De momento su documentación queda retenida, ahora le acompañarán, en tanto las señoras aguardan en la sala de tránsitos.

Leonard estaba demudado y dirigió, a través de la valla metálica, una mirada suplicante hacia Stefan, que desde su lejana ubicación era consciente de que algo anormal estaba ocurriendo. El hombre había apretado el pulsador de un timbre y comparecieron por el fondo del pasillo que conducía al interior dos uniformados agentes de la Gestapo que se colocaron a ambos lados de Herr Pardenvolk; uno de ellos se hizo cargo de la documentación, en tanto una agente femenina de aduanas indicaba a Gertrud y a Hanna que la siguieran. Cuando ya Leonard y ambos guardias estaban a punto de desaparecer de la vista de Stefan, éste llamó con tal autoridad al policía más cercano que hizo que ambos se detuvieran, y el más próximo se acercó a la valla metálica. Tras escuchar las palabras de Stefan, que Leonard desde la distancia no pudo oír, el hombre retiró la valla a fin de que el individuo que en aquel tono le hablaba se uniera al grupo. Partieron luego hacia las oficinas del otro lado donde se ubicaba el puesto de la policía de ferrocarriles y al lado el de visados y aduanas. Stefan se volvió hacia su amigo y dándole un ligero golpe en el codo dijo:

—No te preocupes.

Al final de un corredor se veía una puerta rotulada con una placa de esmalte blanco y en letras negras se podía leer: JEFATURA DE VISADOS. El guardia golpeó la puerta con los nudillos y al otro lado una voz respondió un seco «¡pase!». El espacio era amplio y cuadrado, una bandera con la esvástica se veía en un pequeño podio y una gran mesa, tras la que se ubicaba un uniformado funcionario, ocupaba el centro de la estancia bajo un gran retrato del Führer que, de perfil y con los brazos cruzados sobre el pecho, parecía abarcar, con la mirada, toda la estancia; frente a dicha mesa dos sillas de rejilla y a su costado otra de reducidas dimensiones, con una máquina de escribir sobre ella. El policía que parecía llevar la voz cantante, respondió a las preguntas que le formuló el funcionario de más graduación y a continuación, y tras entregarle la documentación, obedeciendo órdenes, la pareja se retiró a la antesala.

El que estaba tras el despacho se puso a examinar detenidamente los documentos que habían depositado ante él; luego, alzando la vista, procedió a inspeccionar a ambos hombres, observando que ninguno de ellos llevaba en la solapa la inevitable insignia del partido nazi. El funcionario se retrepó en su sillón e invitó desabridamente a Leonard, que mostraba su angustiado estado de ánimo haciendo girar el sombrero entre las manos, y a Stefan a que ocuparan las sillas que se hallaban frente a su mesa. Ambos hombres así lo hicieron, en tanto que el que les había abierto la puerta se colocaba frente a la máquina de escribir.

—Parece ser que esta documentación no está en regla.

—Esta documentación está totalmente en orden y Herr Pardenvolk y su familia tienen que tomar el tren que sale dentro de —Stefan miró su reloj— tres cuartos de hora.

El funcionario se sintió algo desconcertado ante la actitud de Stefan, luego reaccionó y sintiendo la presencia de su subordinado que observaba extrañado aquella escena, empujó el respaldo de su sillón hacia atrás y respondió:

—Las visas no coinciden con las fechas de expedición de los pasaportes, ésa es una anomalía que tendrán que subsanar si quieren partir.

—Ustedes son los que tendrán que arreglar este descuido y el funcionario que lo haya cometido responderá de su incapacidad, pero Herr Pardenvolk y su familia partirán en el tren que les corresponde.

—Hasta que esto se arregle Herr Pardenvolk no podrá viajar a ninguna parte, y los funcionarios del partido no acostumbran a cometer equivocaciones.

—Pues en este caso, sin duda, la han cometido. Ni Herr ni yo nos dedicamos a sellar documentos y aquí la negligencia de un funcionario del partido es evidente.

—¿¡Su nombre señor!?

—Hempel, doctor Stefan Willem Hempel, ¿y el suyo? —respondió Stefan abrupto, extrayendo del bolsillo interior de su chaqueta una agenda de tapas de cuero y su pluma Montblanc.

Ahora sí que el funcionario estaba desconcertado, luego reaccionó.

—Subteniente de policía de ferrocarriles Dieter Muller. Los papeles de Herr Pardenvolk no están en orden y hasta que esto se aclare no va a coger ni el próximo tren ni ninguno.

El sombrero tirolés danzaba frenético entre las manos de Leonard.

—¿Puedo usar su teléfono? —preguntó Stefan.

—Fuera tiene usted todas las cabinas de la estación.

—Si prefiere desplazarse y que le hagan poner al teléfono fuera de aquí yo no tengo inconveniente —dijo Stefan poniéndose en pie.

El otro recogió velas.

—¿Adónde quiere usted llamar?

—A la Cancillería y que me pongan con el despacho del capitán ayudante del Obergruppenführer, Reinhard Heydrich.

Al oír el nombre al funcionario se le movieron las gafas que reposaban sobre el puente de su nariz, hubo un tenso silencio que duró en tanto la mano derecha del hombre descansaba sobre el auricular negro del teléfono sin levantarlo de la horquilla; luego la mano abandonó el aparato y su actitud cambió notoriamente.

—No creo necesario molestar a nadie en la Cancillería cuando este inconveniente se puede subsanar aquí.

A Stefan también le convino moderar su actitud.

—Jamás he dudado de su competencia y efectividad, ¿qué cree usted que se debe hacer?

—Simplemente añadir un sello de REVISADO sobre el que no coincide en la visa y, cuando Herr Pardenvolk vuelva a Berlín, en la misma policía se lo resolverán definitivamente.

—Tendré en cuenta su efectividad y colaboración y no olvidaré su nombre.

—Para eso estamos, doctor, para servir a los buenos alemanes. —Luego, volviéndose al funcionario que esperaba frente a la máquina de escribir, ordenó—: Coloque el sello sobre los pasaportes de Herr Pardenvolk y de su familia y agilice los trámites, no vaya a ser que pierda el tren. ¡Ah!, y llame a los de vigilancia de andenes para que les lleven el equipaje y que nadie los moleste. —Luego se puso en pie a la vez que lo hacían los dos amigos.

Heil, Hitler! —exclamó alzando enérgicamente, en saludo nazi, su mano derecha y entrechocando los talones de sus botas al mismo tiempo que su ayudante.

Leonard hizo lo mismo nervioso y aliviado y Stefan alzó su mano desmayadamente como el que cumple una obligación impuesta pero está en situación de elegir la manera.

El subalterno llamó a los policías que aguardaban en el exterior y dio órdenes precisas para que fueran a buscar a Gertrud y a Hanna y las acompañaran hasta el despacho a la vez que traían los equipajes. Luego y tras despedirse de los funcionarios, salieron a los andenes. Stefan se dispuso a acompañarlos hasta la misma escalerilla del vagón.

Gertrud quería saber lo que había pasado en tanto que Hanna observaba extrañada.

—He pasado una angustia de muerte, ¿qué es lo que ha ocurrido?

—Nada, mujer, luego te lo explicará Leonard en el tren, así tenéis tema para el viaje —respondió Stefan.

—Pero papá.… —intervino Hanna.

—Nada, hija. Lo que más me molesta en el mundo: jaleos burocráticos.

Llegaron al humeante convoy en pocos minutos precedidos por dos mozos de estación y de los guardias de la Gestapo que abrían paso para que nadie los incomodara. Luego de abrazarse a Stefan, ambas mujeres subieron al coche-cama, los dos amigos quedaron frente a frente.

—Nunca podré olvidar lo que has hecho por mí, Stefan.

—Lo mismo que hubieras hecho tú, sin duda.

La máquina, a la vez que escupía un chorro de vapor, soltó un pitido largo y agudo.

—Adiós, amigo mío, espero que nos volvamos a ver en mejores circunstancias.

—No lo dudes, Leonard, estas incomodidades pasarán pronto, son torpezas del comienzo de las cosas, pero no dudes que el Reich durará mil años, podremos decir a nuestros nietos que nosotros vivimos los inconvenientes del parto.

—¡Que Adonai te escuche!

—Ya verás como será así.

—Entonces adiós, amigo mío, cuida de mis hijos.

—Más que si tú estuvieras en Berlín.

Otro pitido acompañado esta vez del silbato de un jefe de estación anunció que el convoy se iba a poner en marcha. El ferroviario que, carpeta en mano, aguardaba en la portezuela del vagón, les aviso que el tren estaba a punto de partir. Ambos hombres se fundieron en un abrazo y Leonard, con una lágrima pugnando por escapar de sus ojos, se encaramó al estribo del vagón. El tren se puso en movimiento con un entrechocar de topes y un ritmo uniformemente acelerado. La figura de Stefan, en el andén, con su pañuelo en alto comenzó a empequeñecerse en la distancia. Leonard acabó de subir al coche y quedó un momento en la plataforma en tanto el mozo del vagón ajustaba la portezuela y al instante quedaba amortiguado el inconfundible ruido que hacían las ruedas al pasar sobre las juntas de los raíles; las bielas que unían las ruedas de la máquina aumentaban su ritmo a la vez que por su cabeza pasaban mil pensamientos. ¿Volvería alguna vez a celebrar el reencuentro con su amigo?