La emboscada

La noche se cerró sobre el cielo que iluminaba la comarca y una moneda falsa de plata, desvaída, burlona y misteriosa, se asomó por un horizonte de nubes desflecadas portadoras de malos augurios.

El bachiller, con sus tres compinches capitaneando una tropa de nueve, aguardaba, escondido en un robledal junto al camino que conducía desde Cuévanos a Toledo, a que el carromato con las armas asomara por un recodo del mismo que allá desembocaba en la cuesta de un empinado puente romano cuya estructura impedía, al que entraba por él, ver la salida, ya que ésta descendía, muy empinada, hacia el otro lado atravesando un río que en aquellos días llevaba poca agua. Su plan estaba totalmente perfilado, Felgueroso con cinco hombres se escondería en la floresta junto al camino y cuando la galera hubiera pasado y ya estuviera enfilando la entrada del puente, saldría de la espesura con las antorchas encendidas y atacaría al carricoche por la retaguardia. El Colorado y Crescencio Padilla, junto con los otros cuatro forajidos, esperarían que el carro estuviera en medio del puente para que fuera imposible intentar cualquier otra maniobra y saliendo del recodo, así mismo con las antorchas encendidas, cerrarían el paso por delante y se abalanzarían para sujetar el tiro de mulas a las que sin duda el fuego habría aterrorizado. Entonces, con el carro inmovilizado y el factor sorpresa jugando a su favor, saldría él de la espesura para dirigir el ataque contra los portadores del cargamento. En el improbable caso que ofrecieran resistencia, de cualquier manera los reducirían y, tras confiscar la mercancía, los conducirían, debidamente aherrojados, hasta Toledo.

Un rumor a su espalda hizo que el bachiller se volviera rápidamente y bajándose el embozo de su capa silbó más que habló.

—¡Voto a bríos! ¡Parad quietos, engendros de Satanás, atajo de bergantes, o haréis que emplee el vergajo con vosotros en vez de contra los malditos infieles! Preparaos para ocultaros en el bosque y que cada cual ocupe su lugar.

La carreta traqueteaba por la trocha, cada agujero, hoya o pedrusco, hacían que la galera gimiera como un moribundo y que el toldo se bamboleara de un lado a otro. Los dos amigos, tras descansar unas horas, habían regresado a la herrería fiscalizando todas y cada una de las cajas, de modo que pudieran dar fe de lo que en ella se había cargado: espadas, picas, azagayas, puñales, mazos, hachas de mango corto y lo más importante, veinte ballestas con su correspondiente carga de dardos; todo ello estibado convenientemente con cuerdas que impedían que las cajas se desplazaran en cualquier accidente del camino. David iba al pescante, látigo en mano, arreando a las mulas que tiraban de la galera con un trote cochinero y sostenido; en tanto Simón reposaba tumbado sobre una manta que había extendido encima de las cajas que contenían las ballestas en la parte posterior del carromato, intentando, sin conseguirlo, descabezar un sueño para tomar el relevo de su amigo, cuando conviniera, con el ánimo mejor dispuesto. Súbitamente se desperezó y por los entresijos de la lona vio que la luna estaba muy alta y que debía de ser ya la hora de sustituir a David en el pescante. Se sentó sobre las cajas y, tras restregarse los ojos, observó que al empinarse el camino llegando a un puente que cruzaba el Pusa, uno de los afluentes menores del Tajo, David aminoraba la marcha, momento que creyó oportuno para encaramarse al pescante del auriga y tomar las riendas a fin de que su amigo descansara un rato.

—Dejadme a mí, que ya estoy fresco, y aprovechad para tumbaros un poco, queda aún una larga jornada por delante.

David, que tras la operación de carga todavía no había bajado del banco, entregó las riendas sin porfiar. La carreta había coronado el puente y se dirigía a la salida del otro lado. El resplandor que se acercaba por detrás les sorprendió y al punto se dieron cuenta de la maniobra: ¡alguien intentaba cortarles la retirada!

—¡Vamos Simón, arread a las mulas!

La correa del largo látigo restalló sobre las cabezas de los animales, que movieron las orejas al unísono, y del tirón pareció que la galera iba a partirse en dos mitades. Los caballos, que iban amarrados a la trasera, relincharon sorprendidos por la brusca aceleración del carromato, que encaró la salida del puente casi al galope. Ambos iban en precario equilibrio, Simón apoyado su pie derecho en el borde del pescante, las riendas en la zurda enrolladas en el antebrazo y sujetas en el puño y el rebenque en la diestra y David detrás suyo agarrado con una mano al hierro curvo que soportaba la capota y con la otra al respaldo del pescante. Los perseguidores por el momento parecía que no podían reducir el trecho que les separaba.

—¡Arreadles fuerte, Simón, que esos bergantes vienen a por nosotros!

La galera enfiló la salida del puente derrapando y se aproximó a la embocadura. Cuando ya se aprestaba Simón a darse la vuelta para hacerse mejor el cargo de cómo estaba la situación, un nuevo resplandor le sorprendió, esta vez por delante, obligándole a tirar de la rienda a fin de calibrar el nuevo peligro. Los gritos de los perseguidores sonaban ahora mucho más cercanos. David había forzado el cierre de una de las cajas y se había hecho con una maza rematada por una cadena con una bola de hierro y puntas en su extremo.

—¡Vienen a por nosotros, Simón, y son muchos!

Frente a ellos apareció una tropa de cinco jinetes portando antorchas y Simón, sin pensarlo dos veces, abalanzó el carro contra los que hacia ellos venían, derribando a dos. Pero las mulas, ante el resplandor de las antorchas, se negaron a avanzar y, al detenerse el animal guía, las demás con un ruido aparatoso y un crujir de maderas, correas y metales, detuvieron el carro. Entonces todo pasó en un instante, por delante y por detrás comenzaron a encaramarse sombras. David comenzó a abrirse paso hacia la parte posterior del carro repartiendo golpes de maza a diestra y siniestra, en tanto que Simón, tras haber desmontado a uno de los rufianes enrollándole la cinta de cuero del látigo al cuello y tirando bruscamente, soltó el mango del rebenque y echó mano de su daga dispuesto a vender cara su vida. La noche se llenó de gritos, lamentos e imprecaciones, ambos se batían con coraje sabiendo lo que se jugaban en el envite.

De repente y tras descalabrar a otro, David, tirando a un lado la maza, saltó sobre su caballo y gritó a Simón que hiciera lo propio, en tanto que con su daga cortaba las cuerdas que sujetaban ambas cabalgaduras. Justo en el instante en que Simón saltaba a horcajadas sobre su corcel, uno de los atacantes lanzó una antorcha sobre el animal, que, asustado, emprendió un alocado galope sin dar tiempo a que Simón calzara los dos, estribos. Éste, perdiendo el equilibrio, cayó al suelo sin descalzar el diestro a tiempo, y el espantado animal lo arrastró sobre el polvo del camino, haciendo que su cabeza rebotara una y otra vez en los pedruscos y en los desniveles, en su frenética carrera. Dos de los atacantes estaban sujetando los caballos del grupo, unos a bordo de la galera, otros dos en la parte de delante trabando las mulas; y en el suelo, tres descalabrados. La noche se pobló de vituperios y reniegos del bachiller, de cuya boca salían sapos y culebras y que, en medio de aquel pandemónium, daba órdenes a diestro y siniestro, que nadie obedecía.

David vio partir a su amigo arrastrado como un muñeco roto y dejando a su paso un inmenso reguero de sangre. Cuando uno de los esbirros intentó sujetar a su cuartago por la brida, no tuvo opción; entrevió un agujero por la parte de delante y no lo pensó dos veces: lanzó su daga contra el que sujetaba su montura. Éste, con un grito rabioso, se llevó la mano diestra al hombro herido intentando retirar el mango de la hoja que allí asomaba, y soltó la brida del animal.

Entonces David, dando talones, se metió en la noche en dirección a Toledo, otra cosa no podía hacer.

El bachiller Rodrigo Barroso chillaba histérico:

—¡Id tras él, pandilla de tunantes! —Luego señaló hacia donde había partido el caballo de David—: ¡Y vosotros dos, tras el otro que ya lleva lo suyo!

La tropa, en tanto se reorganizaba y los heridos calibraban sus bajas y magulladuras, se disgregó y, montando a caballo, el Colorado y Felgueroso partieron en dirección a Toledo siguiendo a David; en tanto que Crescencio Padilla y tres de los rufianes lo hacían tras las huellas del caballo de Simón, que asustado y en veloz carrera, había abandonado la trocha principal, al encontrarse en el suelo una de las antorchas encendidas que en la carrera alguien había perdido, y se había metido por un atajo de la espesura que se fue abriendo a su paso y cerrándose después. Jirones de nubes cubrían la luna y la noche se había oscurecido definitivamente, ayudando a los huidos. Los perseguidores, a los que la cabalgadura de Simón llevaba considerable ventaja, no atinaron con el desvío y siguieron camino adelante un buen rato hasta que, viendo la inutilidad del esfuerzo, decidieron regresar junto al bachiller que en aquel momento estaba haciendo inventario de su presa cual pirata que hubiera capturado un bergantín. El galope de los que volvían le hizo levantar la cabeza de su negocio.

—¡¿Qué ha ocurrido?!

Crescencio Padilla tascó el freno de su cuartago llegando a su altura y respondió:

—La noche se ha cerrado, no se ve a un palmo, lo hemos perdido. —El caballo con el bocado lleno de espuma caracoleaba al lado de la cargada carreta—. Pero no irá muy lejos, el reguero de sangre que salpica el camino es definitivo, en cuanto salga el sol es nuestro, no os preocupéis que cobraremos la pieza.

Por el otro lado llegaban el resto de perseguidores. La voz del bachiller resonó de nuevo:

—Y a vosotros, ¿cómo os ha ido?

El que habló fue Rufo el Colorado.

—Lleva un buen caballo y nos ha tomado mucha delantera.

—¡Está visto que si no hago yo las cosas no puedo confiar en nadie! —Luego añadió—: Da igual, antes o después daremos con ellos, mirad lo que estos angelitos llevaban a Toledo.

La luz de varias antorchas iluminó las abiertas cajas que yacían al fondo de la galera y todo el surtido de armas del herrero de Cuévanos relució metálico y siniestro reflejando las vacilantes llamas.

El caballo de Simón había disminuido el tranco, muy adentrado ya en la floresta, y entonces, como por encanto, el pie de Simón se desprendió del estribo y el muchacho, como un muñeco roto, quedó tendido sobre el húmedo suelo del boscaje. El animal, al verse libre de su ancla, reemprendió su alocada huida y su instinto lo encaminó hacia su cuadra.

David llegó a Toledo hecho unos zorros, cabalgó toda la noche y solamente cuando tuvo la certeza de que sus perseguidores habían renunciado a sus aviesas intenciones, aflojó el paso de su cabalgadura a fin de que ésta no reventara a causa del esfuerzo. Una nube de vaho salía por los ollares del noble bruto, al que sin duda debía la vida, y su mente retrocedió hasta el instante en que vio la cabeza de su amigo rebotando, una y otra vez, en el barro y en las piedras del camino. La luna había llegado al cenit de su nocturno viaje, las nubes se habían disipado y el alto le permitió otear el horizonte a su espalda y aguzar el oído para asegurarse que nadie venía tras su huella. En la lejanía, un rumor de aguas corriendo le anunció que el río no debía de estar lejos. Su cabalgadura también lo detectó, de modo que, sin esperar a que él la azuzara con los talones, se arrancó dirigiéndose hacia el agua siguiendo su instinto, con el exacto sentido que tienen las bestias cuando tienen sed. Al cabo de un tiempo relativamente corto y atravesando el bosquecillo de chopos que lindaba con el camino, apareció la plateada sierpe que bajaba mansa por aquellos parajes. El animal profirió un corto relincho, se llegó hasta la corriente e inclinando su noble cabeza sumergió los belfos en ella y comenzó a beber. David, tras otear a uno y otro lado por si alguien rondaba por allí, descendió de la grupa y echándose al costado de su caballo se dispuso a hacer lo mismo. Cuando hombre y bestia hubieron saciado su sed, y el muchacho refrescado su cara, ató al tordo a una rama baja y, tras sentarse en el suelo y apoyar su maltrecha espalda en un tronco, comenzó a pensar en todo lo que había acontecido aquella aciaga noche y a sacar conclusiones. Lo primero que se le vino a la cabeza fue la preocupación por la suerte de su amigo y concluyó que si no le había ocurrido algo más grave lo menor fuera que otro grupo igual al de aquellos desalmados que le habían perseguido a él, hubieran ido así mismo tras de Simón y, seguramente, si es que hubiera podido detener a su caballo y ponerse en pie, cosa harto improbable, lo hubieran apresado, si no algo peor. ¿Quiénes podían ser sus atacantes? ¿Era una casualidad su encuentro? ¿Eran bandidos de los que frecuentemente merodean por los caminos? No parecía tal, normalmente de noche raro es el caminante o viajero que se arriesga, y por tanto aquellos que pretenden vivir del asalto y de la rapiña permanecen escondidos en sus guaridas, ya que donde nada hay que pescar, necio es aquel que pierde tiempo en un recodo del río, con la caña a punto, sabiendo que allí no hay peces. ¿De dónde había salido un grupo tan organizado y numeroso? De no ser que alguien hubiera dado el cañuto[71] que una galera cargada con valioso cargamento iba a pasar por allí. Su mente iba procesando todos los datos que le suministraba su memoria y David, que no tenía un pelo de tonto, iba extrayendo conclusiones. Sin duda intereses de alguien muy poderoso andaban en juego y aquella operación abortada iba a perjudicar en gran manera a sus hermanos de raza, caso que pudiera demostrarse que a ellos pertenecía el cargamento. Luego, por tanto, debía andar con mucho cuido llegando a Toledo, ya que sin duda alguien podía estar esperándolo.

Cuando ya la ciudad, en la amanecida, apareció en el horizonte, su plan ya estaba perfilado; entraría, ya que a aquella hora ya estaría abierta, por la puerta de Valmardón, que era la más transitada y la más difícil de controlar, pues los labriegos de los alrededores la usaban para acudir en masa, con sus carros cargados, al mercado de La Bisagra. Además, si no se entretenía, llegaría antes de que sus perseguidores tuvieran tiempo de adelantarle pues él, buen conocedor de aquellos andurriales, les llevaba una buena delantera. Una vez dentro de las murallas, acudiría a dar la novedad de los tristes sucesos a su tío para que éste a su vez transmitiera al gran rabino todo cuanto había acaecido aquella noche.

Su plan salió tal y como lo había pergeñado, la aglomeración de carros y caballerías era notable y de lo único que se preocupaban los soldados encargados del fielazgo[72] era de cobrar las alcábalas que devengaban la cantidad y calidad de los diferentes productos que posteriormente se venderían en el mercado. Cuando ya estuvo cerca de la puerta, esperó que se aproximaran dos carretas muy cargadas y tras demandar y obtener permiso del carretero de la segunda, se colocó entre ellas alegando que no demoraría su entrada ya que no tenía nada que declarar. Se fue acercando a la puerta y tal como había supuesto casi ni lo miraron, pues un hombre solo a caballo y con aquel aspecto poco tendría que mercar en la plaza. En cambio la carreta que tras él venía era de las que acostumbraba a pagar bien el favor de dejarla pasar a cambio de una leve inspección. Cuando ya pasó la aduana, se dirigió, siguiendo el trayecto menos concurrido, hacia la casa de su tío y no se sintió seguro hasta hallarse en el patio interior. Descabalgó y, después de que un mozo se hiciera cargo de su agotada montura, oyó el ruido de una ventana al ser abiertos sus postigos, alzó la vista y en su marco pudo observar el barbado rostro de su tío Ismael que, ceñudo y preocupado, le hacía un gesto indicándole que subiera de inmediato.