Dando explicaciones

Rodrigo Barroso se hallaba en presencia de su excelencia reverendísima don Alejandro Tenorio y Enríquez. Su explicación había sido prolija y detallada y ahora esperaba inquieto la respuesta del prelado. Su único ojo recorría inquieto la estancia admirando la riqueza del conjunto y calculando, por lo corto, cuánto le reportaría la exitosa acción llevada a cabo. El obispo jugueteaba indolente con un cálamo de escritura con cuya pluma se acariciaba la barbilla.

—No esperaba menos de vos. Si se os dice el cuándo y el dónde, se os proporcionan los medios necesarios en hombres y material, la sorpresa está de vuestro lado y la diferencia es tanta, no veo yo el mérito de que os hayáis podido hacer con el carro de las armas, cosa que me alegra pero no me sorprende. Lo que sí en cambio me disgusta e incomoda es que no hayáis podido detener a los portadores del cargamento, ya que ellos son la evidencia de que esta maniobra partía de los judíos; tenemos el pecado, ya que evidentemente habéis traído la carga, pero no el pecador y mi denuncia ante el rey adolecerá de fundamento. El testimonio del herrero de Cuévanos carecería de validez, no es persona de calidad y podría su majestad creer que ha sido manipulado para cargar el mochuelo a «sus judíos», amén de que si anteriormente me excusé en el secreto de confesión para no delatar a la persona, mal puedo ahora aportarla como testigo. —El obispo lanzó violentamente la pluma sobre el escritorio y subió el tono de su diatriba—. ¡Me habéis defraudado, bachiller, no es ése el trato acordado! ¡Necesito saber quiénes eran los hombres que traían la mercancía para llevarlos amanillados a la presencia del rey, eso sí sería una evidencia!

—Entiendo excelencia que de ser éste vuestro auténtico deseo y no el de haceros con las armas para vuestro mejor servicio, entonces mejor hubiera sido hacer detener a los interfectos a las puertas de Toledo.

—¡No entendéis nada! Si hago lo que decís no adquiero mérito alguno ante los ojos del rey. De la manera que estaba planeado era yo el que le entregaba las armas y la evidencia de mi razón en contra de la opinión del canciller.

Barroso tragó saliva y su nuez subió y bajó visiblemente recorriendo su garganta.

—Veréis, señor, la luna se había retirado y la oscuridad era solamente disipada por la luz de las antorchas, en el fragor del combate nuestro primer objetivo fue hacernos con las armas, ya que pensábamos que al terminar tiempo habría de ver el rostro de aquellos rufianes, pero los acontecimientos nos superaron, fuimos atacados con mazas de combate y cuchillos.

—¡Fuisteis atacados por dos granujas según vos mismo habéis relatado! ¿Me diréis tal vez que os rodearon? —escupió el obispo con sorna.

El bachiller captó la pulla.

—Tuvieron suerte, señor, no contamos con que tras el carro llevaban dos buenos caballos y saltando sobre ellos se dieron a la fuga.

—Proseguid.

—Uno de ellos salió como una saeta hacia adelante y en cuanto nos rehicimos y nos hicimos con nuestras cabalgaduras varios hombres salieron en su persecución, pero montaba un buen caballo y nos llevaba mucha ventaja, fue imposible darle alcance.

—¿Y el otro?

—Otro grupo salió tras él, ya que su corcel lo desmontó arrastrándolo, pues uno de sus pies quedó enganchado del estribo. Pero el animal, en lugar de detenerse como suelen hacer los caballos en tal circunstancia, espantado sin duda por una antorcha encendida, salió como alma que lleva el diablo, y pese a que mis hombres se organizaron rápidamente y lo persiguieron con celo, fue imposible encontrarlo. Perdieron el rastro en la oscuridad de la noche, mas como iba herido y sangraba profusamente di orden de aguardar la madrugada para poder encontrar la huella, cosa que hicimos en cuanto amaneció, pero la señal se perdía dentro de la floresta y desaparecía en una trocha, de tal modo que no pudimos dar con él, sin duda muerto, ni con su caballo.

—¿Por qué aseveráis con tanta seguridad que estaba muerto? Y si lo estaba, ¿cómo es que no distéis con él?

—Veréis, excelencia, el reguero era muy grande y duraba un largo trecho en el camino, amén de que en el interior del boscaje el charco de sangre coagulada era impresionante.

—¿Y el cadáver? ¿Dónde está el cadáver?

—No lo comprendo, excelencia, tal vez el Maligno[76].…

—¡No digáis sandeces, el Maligno no se dedica a llevarse cuerpos de judíos muertos!

—Entonces tal vez los lobos. Se han dado casos de que al acercarse el tiempo frío, la manada arrastra la comida hasta un lugar seguro, alguna guarida, y la entierran para el invierno.

—¿Y la huella del reguero de sangre? ¿Qué me decís?

—Había perdido tanta que había disminuido notablemente. Además, ya sabéis que la hierba de la floresta es tan abundante que apenas la aplasta algo se vuelve a levantar; y además, muchas veces, los lobeznos lamen la sangre golosamente mientras sus mayores tiran de la presa.

—Más me cuadra esta teoría que no que el Maligno se lo haya llevado a los infiernos como sugeríais anteriormente, ¡maldita sea!