La renuncia

Esther sufría un terrible desgarro interior. Una vez dados los pasos pertinentes para poner en solfa decisión tan importante, comenzó a adentrarse en un mar de incertidumbres y remordimientos.

Aquella mañana Rubén había partido para Córdoba para, en la banca de dom Sólomon, diligenciar los medios oportunos para que ella pudiera partir cuando quisiera con los pertinentes documentos que la acreditaran como poseedora de una importante fortuna. Ni por un instante se le pasó por las mientes a Rubén regatear cuestión alguna ya que, amén de ser consciente de que todo aquello pertenecía a su esposa, pensó que por ley luego sería de sus hijos y que para cubrir sus morigeradas necesidades, con lo que él ganara en el ejercicio de su ministerio, tendría suficiente. Puso en venta la quinta del Arenal y entonces se alegró de haberse trasladado a Archeros, cuya vivienda estaba a tres pasos de su sinagoga.

La renuncia suprema de ver crecer a sus hijos la compensaba pensando que algo terrible iba a ocurrir y que no tenía derecho, por mor a cumplir con su conciencia, a arriesgar la vida de los pequeños y, si todo eran falsas aprensiones, tiempo habría de acudir donde estuvieran para, además de gozarlos, intentar recuperar el cariño, que no amor de su mujer, cuya temerosa actitud atribuía únicamente al crispado clima que se vivía en Sevilla debido a las cada vez más incendiarias proclamas de aquel implacable enemigo de su pueblo, alterada como estaba por la prueba que tuvo que sufrir en Toledo.

Esther, entre tanto, rumiaba su decisión cargada su conciencia de negros augurios y absolutamente desorientada. Pero ¿qué podía hacer? Por una parte no quería engañarse con falsas excusas y era consciente de que ahora el auténtico motivo de su ultimátum era la recuperada ilusión por la vida que la venida de Simón le había deparado; pero por otra también era una absoluta verdad, que por nada del mundo quería permanecer en Sevilla, pues los anónimos se sucedían frecuentemente pese a haberse desplazado a la calle Archeros, y finalmente estaba el incontrovertible aserto de que Rubén se negaba a partir dejando a los fieles de su sinagoga en el más absoluto de los desamparos. Cada día que pasaba estaba más asustada, confusa e irresoluta.

Rubén la noche anterior le había presentado la redacción del Sefer Kritut[266] para que ella lo ratificara y supiera qué era lo que iba a firmar cuando acudieran de nuevo a la casa de Mair Alquadex, pero cuando le hizo el comentario de que, según la leyenda, «cuando una pareja se separa los ángeles del cielo lloran lágrimas amargas», Esther se desmoronó y comenzó a sollozar amargamente.

Entonces su conciencia le exigió la obligación de ser honesta con aquel ser bondadoso y entero que su padre le había asignado como marido y le explicó, sin herirlo con el relato de los sucesos acaecidos en la quinta del Arenal, quién fuera su perdido amor, milagrosamente reencontrado, y lo que la llegada de Simón a Sevilla había representado para ella. La sangre desapareció del rostro de Rubén y, la lividez cadavérica que se instaló en él indicó a Esther el profundo impacto que su confesión le había ocasionado. Luego habló, con una voz queda como venida de un lugar muy lejano, y Esther al oírlo se quedó sin habla.

—Grabad en lo más profundo de vuestro corazón cuanto os voy a decir. Gracias por estos años de felicidad que me habéis regalado, esposa mía. La vida me ha premiado con vuestra compañía durante un tiempo que por lo visto robé a otro. Fuisteis mía porque pensasteis que vuestro enamorado había muerto y me siento como un usurpador que ha tomado algo que no le pertenecía, me habéis dado dos hijos hermosos a los que amo desesperadamente y que prolongarán mi estirpe. Ahora soy yo el que quiere el divorcio, pero lo hago por vos, porque tenéis derecho a ser dichosa en algún lugar del mundo. Casaos con Simón y sed feliz; si lo lográis, habrá valido la pena mi sacrificio. Tres cosas, sin embargo, os pediré: en primer lugar, si salgo con bien de todo esto, es mi deseo que me permitáis ver a mis hijos allá donde os encontréis; si por el contrario muero, decidles que su padre se inmoló por cumplir con su deber y los quiso hasta la extenuación; y finalmente, ¡no me obliguéis a verlo!.… me niego a conocer a la persona que se lleva mi dicha.

Hablaron, hablaron sin parar, en el salón de la casa, hasta la madrugada, ella de buena fe le sugirió que enviaran a los niños a Jerusalén a la casa de Ruth acompañados de Gedeón y de Sara y que ella se quedaría a su lado, pero Rubén argumentó que si algo les ocurriera a los dos, sus hijos crecerían en el mayor de los desamparos y que, sabiendo que amaba a otro, no quería que por él sacrificara su vida: «Es mejor así, Esther, ahora ya está todo dicho.»

Un llanto convulso atacó a la muchacha, que se abrazó al que había sido su marido hasta aquel día y de esta guisa permanecieron juntos hasta que una luna llena preñada de amenazas con el aspecto de una calavera amarilla asomó entre un jirón de nubes desflecadas y se coló por la ventana.