Armagedón

Amanecía el 6 de junio de 1391. Las llamas de las antorchas iluminaban temblorosas y fantasmagóricas una madrugada de perros. La multitud vociferante se había aglomerado frente a las tres puertas de la aljama, pero no satisfecha con tal medida estaba ya apoyando escaleras en los contrafuertes del muro ante la pasividad de los guardias que, desde las garitas y las casamatas que guardaban las esquinas de la muralla, observaban inquietos, conscientes de que eran incapaces de detener aquella marea humana.

Los gritos, las imprecaciones y los reniegos invadían el aire y de esta guisa se iban dando ínfulas unos a otros, esperando a que alguien osara ser el primero en liderar el asalto. Súbitamente, ante la Puerta de las Perlas apareció un grupo portando un ariete y sin demora comenzó a golpear, con saña y al ritmo que marcaba uno de los cabecillas que dirigía el cotarro, el centro de las gruesas hojas de roble macizo que resistían crujiendo el brutal envite.

Esther, que había recibido la tarde anterior el mensaje de su amiga, lloraba desconsolada sin saber qué más podía hacer y a dónde dirigirse para buscar a su hijo. Las gentes que anteriormente habían colaborado en la búsqueda, se habían retirado para ocuparse de sus cosas ante la gravedad manifiesta de la situación. El sol aún no había salido y ya andaba ella por las calles enloquecida, acompañada del viejo criado, ora indagando ora preguntando y siempre gritando a voces el nombre de Benjamín. En cada una de sus angustiadas demandas subyacía la angustia desesperada de una madre doliente a la que le han arrancado el motivo principal de su existencia.

Rubén, totalmente desbordado por las circunstancias por las que estaba atravesando su familia, no tenía más remedio que atender a cuantas personas acudían hasta él en busca de consuelo y amparo, sin dejar por ello de ir gestionando la situación y enviando a gentes de su confianza a todos los mentideros de la ciudad a fin de que le informaran de cualquier rumor o novedad que tuviera algo que ver con la desaparición de su hijo. Para ello había organizado su cuartel general en la sinagoga, y desde allí igual aconsejaba a uno de sus feligreses que atendía al portador de cualquier nueva que le pudiera conducir hasta Benjamín.

Simón se había pasado la tarde anterior, luego de la visita de Myriam y acompañado de Seis, cuya envergadura le facilitaba mucho las cosas en aquellos ambientes, visitando figones, tugurios y lugares de encuentro, sobre todo en aquellos locales donde la clientela era de la más baja condición y particularmente en el barrio del Compás, por si a sus oídos llegaba alguna noticia que le aportara luz sobre el lugar o la circunstancia del rapto del hijo de su amada. En ocasiones hizo correr la confidencia de que «alguien estaba dispuesto a recompensar generosamente a cualquiera que le aportara la más pequeña luz sobre la cuestión» y el lugar donde, si la hubiere, tenía que remitir la noticia.

La mañana había salido y a la sinagoga de Rubén fueron llegando nuevas alarmantes. La multitud había saltado los diques de contención de la muralla por varios lugares y las hojas de la Puerta de las Perlas habían cedido, dando paso a una riada de elementos incontrolados que había ya incendiado las casas de los barrios extremos y degollado a varias personas. Grupos de aterrorizados judíos iban acudiendo junto a su rabino y se arremolinaban en las puertas del templo discutiendo posibilidades y en busca de no se sabía qué consuelo o qué seguridad. Un Rubén apesadumbrado y sereno desde la bemá se dirigía a todos los presentes dando ánimos y diciendo que Adonai estaba sobre todas las cosas, que nada ocurriría sin su consentimiento y que si enviaba a su pueblo aquella prueba de desolación y quebranto era porque por sus pecados la habían merecido. En un momento dado, un acólito, le comunicó que Esther lo buscaba en la dependencia posterior. Rubén se excusó con los asistentes y, descendiendo el peldaño de la tarima, se dispuso a acudir junto a la madre de sus hijos. Su visión le impresionó. La mirada perdida, los cabellos desparramados por su espalda, sin redecilla ni cofia alguna, el escote de su pellote desgarrado, el borde de su brial deshilachado y lleno de manchas y las sankas llenas de barro hasta los tobillos, parecía talmente la imagen de la locura.

—Benjamín sigue sin aparecer, ¿qué hacemos ahora?

—Todo lo que está en mi mano ya está hecho, pese a las circunstancias por las que está pasando la aljama tengo hombres registrando todos los rincones. Más no cabe hacer, ahora estamos todos en manos de Jehová, y pensad que, ante lo que se avecina, lo nuestro es una gota de agua en el mar, aunque entiendo que es nuestra gota.

—¡Ya os dais cuenta de lo que vuestro Dios permite que le ocurra al pueblo escogido!, ¡para este viaje no hacían falta alforjas!, ¡quizás fuera mejor que no nos hubiera escogido! ¡Perdonadme, Rubén, un dios que permite que estas cosas sucedan ya no me interesa!

—Desbarráis y lo comprendo, pero no es éste el momento de dilucidar el porqué de los designios de Yahvé. Si me admitís un consejo, en este tiempo de tribulación solamente cabe que rezar.

—¡Vos todo lo arregláis orando! Yo prefiero morir buscando a mi hijo pero quiero, antes de partir, deciros algo: ¡adiós, Rubén! Presiento que ésta es la última vez que nos veremos en este mundo y no sé si hay otro. He intentado ser hasta el final una buena esposa, nunca os engañé diciendo que os amaba, pero encuentre o no a mi hijo, si es que no muero en el intento, marcharé de vuestro lado para siempre.

—Si cambiáis de opinión o algo no sale como habéis planeado, si salgo de esto con bien, sabed que os esperaré siempre, y ahora permitid que intente aliviar la angustia de tantos que me buscan.

Simón y Domingo habían acudido a la cuadra para enjaezar las cabalgaduras, cincharlas, embridarlas y colocarles las alforjas, por si fuera necesario huir rápidamente. Simón estaba decidido a agotar las posibilidades de encontrar al pequeño Benjamín pero, habiéndole llegado noticias de lo que estaba ocurriendo dentro de la aljama, estaba dispuesto a salvar la vida de su amada aunque fuera en contra de su voluntad y a pesar suyo.

En aquella situación la ventaja de la ubicación de su posada era inmensa, ya que con su agilidad y la fuerza de Seis el salir y entrar de la aljama saltando y regresando por la ventana de su habitación no representaba dificultad alguna. Las calles de la judería eran un pandemónium de gentes, yendo y viniendo como hormigas ciegas sin tino ni concierto alguno, y las noticias que llegaban de los barrios extremos eran alarmantes e inciertas.

Simón había concebido un plan, ya que era consciente de que la hora suprema había llegado y ya no cabía aguardar fecha alguna. Había que huir de Sevilla y alejarse antes de que aquella hoguera lo arrasara todo. No estaba dispuesto a permitir que el destino gobernara de nuevo su vida sin luchar hasta el final para que las cosas sucedieran como él las había planeado. Por la mañana se había llegado a la aledaños del Guadalquivir, y en la orilla donde se hacían las transacciones comerciales había alquilado la galera de un mercader fenicio que había descargado el día anterior y al que le vino de perlas encontrar un cliente que le arrendara la nao hasta Sanlúcar donde, sí, tenía carga para regresar a su país bordeando la costa en cabotaje tocando varios puertos de la ribera mediterránea, ya que su bajel solamente podía navegar viendo tierra. En él pensaba Simón embarcar a Esther y a sus hijos, caso que encontrara a Benjamín, junto con sus criados, y así mismo meter en ella su equipaje, el de Domingo y los caballos. Una vez en Sanlúcar ya se ocuparía de encontrar una carabela que lo condujera lejos de la península Ibérica. Por el contrario, y caso de no hallar al niño, según y cómo fueran las cosas, escondería a Esther y a los suyos en cualquiera de las alquerías que bordeaban el río y, cuando las aguas volvieran a su cauce, regresaría a Sevilla para seguir buscando a Benjamín, ya que intuía que sin su hijo, o por lo menos sin la certeza de conocer cuál había sido su destino, su amada se negaría a partir. En cuanto a Rubén, en aquellos momentos, ni le venía a las mientes, tal era el trágico futuro que auguraban los acontecimientos. Solamente cabía esperar y ver en qué paraba aquel drama y, según cómo finalizara, actuaría. Al fin y a la postre, Esther ya era una mujer divorciada y por lo tanto independiente.

Llegaron a la cuadra y, cosa rara, no vieron a nadie a su cuidado. La mula estaba comiendo en el pesebre y los caballos relincharon y piafaron alegres, presintiendo la llegada de sus amos. Peludo, que iba sujeto a Seis por la correa, solamente entrar en la cuadra, se puso a olfatear el aire moviendo inquieto el rabo.

—Suelta al perro, Domingo, y vamos a embridar los caballos. Si cuando terminemos no ha aparecido nadie, dejaremos los dineros de la cuenta en uno de los pesebres y partiremos.

El gigante se agachó y, soltando el gatillo de la trailla, dejó suelto al animal, que comenzó inquieto a seguir rastros por la cuadra.

—Debe de olfatear alguna rata, amo.

Ambos hombres dejaron a la vez de atender las idas y venidas del animal y se dedicaron enjaezar a los caballos. Las sillas, las bridas y el resto de arreos estaban en la pared, colocados sobre unos vástagos de hierro que sobresalían de la misma.

Domingo comenzó por la mula, ya que, siendo el animal más díscolo, siempre le ocasionaba más trabajo y Simón principió a embridar a su caballo. Iban ya por la mitad de la faena cuando los ladridos de Peludo hicieron que ambos pararan en su quehacer y atendieran al extraño comportamiento del can. Éste, de pie sobre sus cuartos traseros, ladraba sin parar hacia el altillo superior al que se accedía mediante una escalera de mano que yacía arrumbada junto a una de las paredes.

—Arriba entre la paja debe de haber una rata grande, si no, no se pondría de esta manera, amo.

—Déjalo que ladre, el instinto guía a los animales y es inútil luchar contra ello.

Siguieron ambos a lo suyo, pero el perro no cejaba.

—¿Me dejáis que lo suba?, la rata debe de ser enorme y no es bueno contrariar el olfato de un can; si no se les permite actuar cuando su instinto los acucia, luego creen que aquel olor no es perseguible y en otra ocasión no señalan la presa.

—Haz lo que mejor te cuadre, pero primero termina de enjaezar tu caballo.

Seis se dio buen tino y al poco subía por la escalera de gato con Peludo sujeto entre sus brazos. Simón seguía a lo suyo cuando vio asomar la cabeza de Domingo que, desde el altillo de arriba y venciendo los histéricos ladridos del perro, le quería decir alguna cosa. Dejó lo que estaba haciendo y luego de sujetar al caballo en una anilla de la pared, salió hacia la parte exterior para mejor oír lo que le quería decir Seisdedos.

—Si no haces callar al animal no te puedo oír, Domingo.

El otro colocó sus manos en bocina junto a su boca y soltó un escueto:

—Subid amo, esto es muy raro.

Encaramose Simón por la escala de barrotes y, nada más asomar la cabeza al nivel del suelo superior, pudo observar como el perro se había encaramado sobre las balas de paja y se descosía ladrando hacia el tabique de madera del fondo que tenía enfrente, sin intentar rascar con las patas buscando rata alguna. Terminó Simón de subir la escalera cuando ya Domingo, provisto de una horquilla de cuatro puntas que halló clavada en una de ellas, comenzó a apartar la paja con golpes certeros y poderosos. Ya llegaba al final de la tarea cuando por la escalera asomó el rostro demudado de Felgueroso que interpeló desabrido:

—¿Qué es lo que hacen aquí arriba vuesas mercedes, si es que se puede saber? ¡Dejen esto y bajen de inmediato abajo que es donde tienen sus cabalgaduras!

En la actitud del dueño de la cuadra y en el tono conminador vio Simón algo extraño a la vez que Domingo, con aquel raro sentido de la anticipación del que hacía gala en contadas ocasiones y con voz contenida, murmuró:

—Amo, lo que buscáis está cerca.

Y apenas dicho lo dicho comenzó a retirar con violencia las balas de forraje que ocultaban la pared del fondo.

Entonces Felgueroso se equivocó, y a la vez evidenció que algo muy importante se ocultaba tras el fondo del altillo. Acabó de subir la escalera y, sin mediar palabra, se abalanzó sobre el gigante con ánimo de impedir que acabara de apartar la paja. Ni tiempo tuvo Simón de actuar. Cual si un molesto insecto le quisiera obstaculizar la tarea, Seis, al notar sobre su espalda el peso del otro, hizo con los hombros un ligero escorzo rotando, y el socio del bachiller salió volando por los aires aterrizando en el enlosado suelo del piso inferior. Los gritos del individuo advirtieron a su coima que estaba en un cobertizo vecino a la cuadra y éste acudió presto, creyendo que se había prendido fuego o algo parecido.

—¿¡Qué es lo que ocurre aquí!?

El otro se limitó a decir:

—¡Ved que lo han hallado!

La frase espoleó a Domingo que, en dos patadas, dejando a un lado la horquilla, ayudado por Simón, terminó de retirar las balas de paja que ocultaban el portillo, instigados ambos por los ladridos de Peludo que intuía la presencia de su antiguo compañero de juegos. El individuo del ojo velado ya estaba asomando en el mismo borde del altillo portando un cuchillo de monte en la boca, en tanto que su compañero, mientras daba voces llamando en su auxilio a dos mozos que trabajaban para él y que ya aparecían por el fondo de la cuadra, le seguía escaleras arriba. Simón estaba absorto en el grueso candado que aparecía ante sus ojos cuando la voz de Seis le previno:

—¡Cuidado amo, nos requieren cuatro!

Ante el aviso de su criado, Simón dejó de atender el asunto del candado y, tomando del suelo el tridente que había abandonado Seis y una gualdrapa vieja que colgaba de un clavo, se dispuso a repeler el ataque. Felgueroso ya había a su vez coronado la escalera y la tropa de refresco subía por los laterales del altillo. En aquel limitado espacio se iban a enfrentar contra cuatro individuos cargados de malas intenciones.

—¡Yo os voy a enseñar a meter las narices en negocios que no os incumben! ¡Por mi vida que pagaréis cara vuestra osadía!

Simón, ante la amenaza de Barroso, avanzó la punta del tridente, cual si fuera un reciario[299], hacia el rostro del bachiller en tanto hacía voltear la gualdrapa sobre su cabeza. El otro se agachó girando a su alrededor, cuchillo en mano y con un odio siniestro brillando en su única pupila. En tanto, los otros tres se habían ido hacia Domingo. En un momento determinado, cual si se tratara de un ritual, aquel ballet siniestro se puso en marcha, evocando una primitiva danza de la muerte. El grito de un niño rasgó el aire e hizo de desencadenante de lo que ocurrió a continuación. Simón y Seis se dieron cuenta al unísono de que no podían perder tiempo en aquel envite. Uno de los mozos de cuadra, el más corpulento, se vino hacia Domingo, éste flexionó las piernas y dejó que medio cuerpo del otro pasara sobre su hombro izquierdo, enderezándose acto seguido. Con el corpulento individuo sobre su hombro dio medio giro y, cual si de un corderillo se tratara, lo lanzó por los aires sobre su compañero de fatigas, que recibió el impacto de aquel montón de libras yéndose ambos a estrellar sobre el enlosado suelo de la planta baja de la cuadra, dándose una descomunal costalada. Uno quedó allí aullando y cogiéndose con ambas manos la rodilla izquierda, en tanto que sobre el otro, que intentaba subir de nuevo, se lanzaba gruñendo, la sombra, canela y negra, de Peludo que, derribándolo hacia atrás, cerraba sus poderosas fauces sobre su hombro derecho inutilizándolo. En aquel momento, y a la vez que el trapo volaba al encuentro del bachiller, éste se abalanzaba sobre Simón, al que la artera acometida cogió desprevenido cayendo hacia atrás, golpeándose la cabeza contra un saliente y viéndose obligado a soltar la horquilla que voló hacia un extremo del altillo. Una vez en el suelo, el otro, aprovechando su aturdimiento, se lanzó sobre él, cuchillo en mano, y colocándose a horcajadas encima suyo se dispuso a rematar la faena asestándole una puñalada definitiva. Simón, cuando vio el brazo alzado, armado con la daga, creyó que su último instante había llegado; su pensamiento evocó los momentos vividos con Esther, recordó a sus padres, a David y pasaron ante sus ojos las más importantes vivencias de su existencia y, coronándolas todas, el primer encuentro, con su amada, en el Esplendor. Se encomendó a Yahvé y alzó instintivamente un brazo para protegerse, en tanto que con la mano siniestra intentaba coger la muñeca de su enemigo.

Seis había hecho frente a los otros dos, pero de refilón vio lo que estaba a punto de suceder y, lanzando un patadón terrorífico al brazo alzado del bachiller, consiguió que el machete saliera volando por los aires en tanto el bramido de éste se mezclaba con el grito angustiado del niño que sonó, de nuevo, al fondo del altillo. Las fuerzas se habían equilibrado, eran dos contra dos y ninguno estaba armado. Simón, aprovechando el desconcierto del Tuerto, consiguió zafarse de su presa y se hallaron de nuevo en pie y forcejeando. Felgueroso cometió un error fundamental, se lanzó, armado con una hachuela que descolgó de un gancho de la pared, sobre Domingo. El gigante no se inmutó, apartó el armado brazo de la trayectoria que le había dado su propietario, como el que aparta un molesto insecto y, tomándolo por la cintura, lo alzó en el aire lanzándolo contra el suelo, con tan mala fortuna que cayó sobre la horquilla de agavillar la paja que yacía en un rincón. El rostro de Felgueroso iba del terror a la incredulidad cuando vio asomar por su pecho tres de los cuatro pinchos de la herramienta y al punto su camisola se cubría de sangre. En aquel instante, el bachiller, consciente de su inferioridad y aterrorizado, pidió cuartel.

—¡Clemencia, por Dios santo, tened piedad de un pecador que irá a los infiernos si muere sin confesión!

Seis ya se iba a abalanzar sobre él, cuando la voz de su amo lo detuvo:

—¡Alto, Domingo! Cuando hayamos abierto la puerta del fondo concluiremos si cabe nuestra tarea.

En la parte baja llegaban los gemidos de ambos mozos mezclados con los gruñidos de Peludo que ante la llamada imperativa de Simón había soltado la presa y, mostrando sus afilados y brillantes colmillos, los mantenía inmovilizados.

—¡Abrid inmediatamente este candado y mostradnos lo que tan arduamente habéis defendido!

—Nada hay, dómine, sino el hijo de este pobre —señaló a Felgueroso— que no está en sus cabales y al no tener madre, lo encierra aquí mientras trabaja en la cuadra e inclusive le ha de suministrar un calmante para que no se pase el día gritando, pues no tiene con quien dejarlo ni quien cuide de él.

Simón, iba a replicar, cuando la voz de Seis sonó queda y amenazadora.

—Vuestro compadre ya la ha espichado[300], si no queréis que os envíe a reuniros con él, para hacerle compañía en tan incómodo viaje, cosa que me causaría un placer ilimitado, ya estáis abriendo esta puerta.

El bachiller que, como buen jugador de quinola, sabía perfectamente cuando, al llevar malos naipes, tenía el envite perdido, evitó el órdago, se acomodó al punto intentando sacar alguna ventaja y, dirigiéndose a Simón, aventuró:

—¿Me juráis por vuestro Adonai y por el Arca de la Alianza que respetaréis mi vida si os facilito la entrada en este reducto del que la única noticia que tengo me la ha dado este desventurado?

Simón no quería perder el tiempo porque apremiaba.

—Va en ello mi palabra.

—No es suficiente, ¡jurad!

Ya se iba, Seisdedos, de nuevo, hacia el Tuerto, cuando el gesto de Simón le detuvo. La mente de Barroso pensaba a mil leguas por minuto; si conseguía que lo dejaran con vida ya habilitaría los medios de encalabrinar al personal y salir tras ellos arguyendo que habían asaltado su cuadra, matado a sus compañeros, y lo más importante, que eran unos puercos judíos.

—De acuerdo, lo juro.

—Que vuestro Dios os lo demande si lo hacéis en falso.

Entonces, llevándose la diestra al cuello, deshizo el nudo de un fino dogal de cuero del que pendía una pequeña llave y se dirigió al portillo. Simón y Domingo se mantenían expectantes junto a él para impedir cualquier felonía. Introdujo la llave en el ojo del candado y, tras soltar el cierre y retirarlo de las anillas, abrió la puerta haciéndose a un lado en la esperanza que sus enemigos mordieran el anzuelo y entraran primero para, de esta forma, y con un hábil movimiento, poderlos encerrar junto al niño. La añagaza no surtió efecto, la poderosa garra de Seis lo tomó por el cuello de su ropón y, forzándolo a agacharse, lo introdujo en el cubículo. Lo que vieron los ojos de Simón cuando se acostumbraron a la débil penumbra reinante le aterró. Allí, tirado como un animalillo, acurrucado en un jergón de paja, con un cuenco de bazofia a su lado, yacía un bulto gimiente que no era otra cosa que Benjamín, el amado hijo de la dueña de su alma, al que reconoció al punto, pues lo había visto jugando muchas veces por los aledaños de su casa.

Eso no era todo. Dando fe a la amenaza anunciada en aquel vil anónimo, arrimada a la pared se podía ver una cruz de madera de una vara y media de alto, una corona hecha con espinos, tres grandes clavos, un vergajo de siete colas y un gran mazo de mango de roble y cabeza de hierro.

Simón se volvió a Seis.

—Dame el mazo, sube a los otros dos y enciérralos junto a esa escoria aquí dentro, y vayámonos, que el tiempo apremia. —Y dirigiéndose a Barroso—: ¡Si movéis un dedo os descalabro!

Al oír esto último, las neuronas de Barroso se pusieron a funcionar y con voz lastimera rogó:

—¡No hagáis eso, señor, nadie oirá mi llamada cuando hayáis partido y moriré de hambre! ¡Os juro que no me asomaré al exterior hasta que vos no me lo ordenéis!

La orden de Simón fue determinante:

—¡Enciérralos!

Domingo, tras mirar con desconfianza al bachiller y recomendar a su amo que tuviera cuidado, bajó a cumplir el mandado.

Barroso decidió rápido, ya que de no hacerlo estaría condenado a una muerte lenta y terrorífica, allí no había agua, le constaba que el escondrijo era totalmente seguro y discreto y que su enemigo tenía prisa, entonces decidió quemar sus naves. Con un gesto resuelto lanzó la llave hacia el exterior donde se hallaba amontonada la paja, perdiéndose en ella. Seis, seguido de Peludo que se había encaramado por un lateral, ya llegaba trayendo consigo a uno de los coimas en su hombro y al otro andando vigilado por el can. Cuando la comitiva entraba en la ergástula, la voz del bachiller sonó impertinente:

—Ved que tenéis prisa amén de mi palabra —dijo meloso—. Mejor os convendría marchar y fiaros de mí, ya veis que la llave se ha extraviado.

Domingo se hizo cargo al punto de la situación, a la vez que Simón dudaba. Descargó el fardo en el suelo. El perro se fue gimiendo junto a Benjamín, que yacía drogado con jugo de dormidera y procedió a llenarle la cara de lengüetazos húmedos y calientes, en tanto gemía. El otro permanecía pálido como la muerte esperando cuál iba a ser su condena.

—No creáis que soy un ingenuo —dijo Simón—. En cuanto me dé la vuelta saldréis tras de mí.

—El tiempo apremia, os puedo decir que sé de buena tinta que esta noche la aljama estará ardiendo.

Entonces Seis exclamó:

—Amo, dejadme hacer a mí.

Se abalanzó hacia el bachiller y de un golpe tremendo en la quijada que hubiera derribado a un mulo, lo abatió. Luego, ante los aterrorizados ojos de sus compadres —el segundo ya había despertado—, se llegó hasta el fondo y tomando la cruz y uno de los clavos la acercó a Barroso que yacía exánime, después se volvió a Simón que no entendía lo que hacía.

—Dadme el mazo.

Simón ni atinó a moverse y Seis cogió de su mano la herramienta, regresando a continuación, junto al cuerpo desmadejado del bachiller. Entonces, tomándole una mano, la colocó en medio del madero. Con unos golpes secos y precisos, hundió el grueso clavo en el mismo centro, doblando la punta por detrás de modo que era imposible, sin una adecuada tenaza, extraerlo. El otro, ante el insoportable dolor, abrió los párpados un instante y al ver su diestra clavada en la cruz, con un grito horrísono, se desmayó de nuevo. Los desorbitados ojos de sus compadres no acababan de creer lo que estaban viendo.

—La cruz le impedirá, cuando despierte, salir por el portillo —aclaró—. Amo, ¿hago lo mismo con estos dos?

El que estaba en pie con el hombro destrozado por los colmillos del can, llevándose la mano a la faltriquera, aclaró temblando:

—Yo tengo otra llave, yo era el que traía la comida al niño.

Simón había reaccionado.

—¡Dádmela!

El individuo le entregó la llave del candado que, a su vez, largó a Seis; entonces se fue hacia la criatura y, tomándola con sumo cuidado en sus brazos, se dirigió al portillo seguido del perro que, moviendo el rabo, no dejaba de saltar a su alrededor. Salieron los tres y Domingo tomando el candado y colocándolo en los cáncamos, cerró el pasador para, a continuación, colocar grandes brazadas de paja cubriendo la puerta.

Salieron a la calle, Benjamín atravesado sobre la cruz del caballo de Simón, éste enarbolando en su diestra el rebenque de siete colas y Seis, sujeta la brida de la mula a su garañón, y portando en la mano libre un hacha que había recogido en la cuadra. Las gentes que pretendían entrar en la judería se abrían, a su paso, cual manteca al corte de un cuchillo caliente. En tanto ambos se acercaban a su posada, los grupos que se cruzaban con ellos y que se dirigían a sumarse a los que ya estaban dentro de la aljama, los miraban con desconfianza, pero si a alguno se le pasó por las mientes interceptar su camino, el tamaño y la catadura del jinete que, montando un imponente garañón arrastraba la mula, le disuadió de tal cometido. Detuvieron las cabalgaduras y Simón indicó a Domingo que sujetara la brida de su caballo. Entonces, con sumo cuidado, tomó el bulto del niño, y se lo echó al hombro cual si fuera un fardo y de esta guisa, y, seguido del perro y en tanto Domingo se quedaba fuera vigilando las cabalgaduras, se introdujo en la posada, nadie había a la vista. Los huéspedes, o estaban en la calle viendo, si no participando en los acontecimientos o, si su talante era timorato, se habían resguardado en sus habitaciones, no fuera a ser que la cola del temporal los afectara. Entonces Simón, tras asegurarse de que nadie lo observaba, subiendo la corta escalera que conducía al entresuelo, se dirigió a la puerta de su habitación, la abrió con su llave e introduciéndose en ella la cerró tras de sí. A continuación, depositó con sumo tiento al niño en uno de los catres y suavemente apartó de su rostro el lienzo con que estaba envuelto. En aquel instante, Benjamín se despertaba de su atormentado desvanecimiento.

—¿Quién sois?

La vocecilla del niño sonó en la oscuridad.

—Un amigo, no tengas cuidado que nadie te va ha hacer daño.

—¿Dónde estoy y dónde están mi madre y mi padre?

—Ahora descansa, aquellos hombres malos ya no regresarán jamás y cuando despiertes tu madre estará a tu lado. Además, no debes temer nada, te dejo en compañía de tu perro.

Los ojos de ambos se habían hecho a la penumbra y aun en la tenue oscuridad se distinguían. El niño reconoció al perro y su sonrisa denotó la confianza que sentía en presencia de su fiel amigo. El can, como si hubiera entendido el mensaje, se echó a los pies de la cama dispuesto a velar el descanso de su pequeño amo. Simón puso su mano en la frente del infante y fue consciente de que la fiebre le había atacado. Se fue hasta la jarra que estaba en la mesilla y, tomando un cuenco, lo llenó de agua, luego regresó junto al niño y lo arrimó a sus labios en tanto que con la mano libre lo incorporaba. El pequeño bebió con avidez. Cuando terminó, lo acostó nuevamente y al ver que la modorra proporcionada por la droga suministrada por aquellos engendros de Satanás todavía le hacía efecto, le habló con voz queda y cariñosa:

—Descansa, tú eres un chico valiente y aquí nadie te ha de molestar, ahora voy a buscar a tu madre y, te lo repito, cuando despiertes, ella estará contigo para no separarse de ti nunca más.

Cuando Simón pronunció la última palabra, el niño dormía otra vez un agotado, artificial e inquieto sueño. Colocó un cobertor sobre su cuerpecillo y, dándole una última mirada, se dirigió, de nuevo, a la salida.

Domingo esperaba, inmóvil como un árbol, a que Simón regresara. Un silbido corto le avisó de ello y acercó el caballo a fin de que su amo pudiera montarlo. Éste, de un ágil bote, saltó sobre la silla. En tanto calzaba los estribos y se hacía con las bridas del corcel, habló con su fiel criado:

—Domingo, vamos a dejar los caballos en la cuadra que hay al lado del mercado de la Contratación, que está abierta día y noche, y luego iremos en busca de Esther. Quiero comprobar qué ocurre en las puertas con los que intentan atravesarlas a pie. Si tengo la fortuna de encontrarla, seguramente no estará sola, y si somos varios y hay mujeres, no existe otra vía de escape. Las cosas no están para andar con miramientos, ya la perdí una vez en Toledo y no quiero volver a perderla; no voy a permitir que alguien se oponga, y si tal ocurriera ya vería la forma de actuar.

Al decir esto último, Simón pensaba que tal vez Rubén, por mor de perder a sus hijos, se resistiera a su partida, pero, al estar ella resuelta, estaba decidido a defender, con uñas y dientes, lo que consideraba suyo.

Seis no chistó, para él nada había en el mundo más importante que los deseos de su amo.

—Amo, cuando mandéis estoy dispuesto.

Ambos se pusieron en marcha y tras dejar los caballos atados junto al abrevadero interior del mercado, luego de que bebieran, colocarles, así mismo, los sacos con alfalfa para que comieran y pagar el correspondiente óbolo al encargado del lugar, se dirigieron a la puerta más cercana de la aljama que era la de la Carne.

A medida que se iban acercando, Simón se fue haciendo a la idea de lo que debía estar ocurriendo al otro lado de la muralla. En el camino fueron encontrando grupos de hombres que caminaban en dirección contraria, ebrios de vino y ahítos de venganza, que en medio de mofas y algazara, portaban sacos rebosantes de hurtos y despojos obtenidos en el interior y Simón coligió que los dueños de aquellas mercancías no habrían cedido de buen grado sus pertenencias, aquello olía a muerte y a pillaje. Aceleraron el paso y llegaron a la puerta. La multitud que allí se apiñaba era pavorosa. Unos, los más, pugnaban por entrar incentivados por las muestras de riquezas que portaban los que intentaban salir. En la puerta, milicias ciudadanas controlaban a todo aquel que intentara salir si tenía aspecto de judío y no iba acompañado por fraile o clérigo que lo avalara. Simón pugnaba contra aquella corriente humana que le impedía avanzar más rápidamente. En un momento dado, Seis lo superó. «Dejadme a mí», dijo. Y empleando sus poderosos brazos, cual si fueran remos, comenzó a apartar gentes.

Luego de que Domingo abriera brecha entre la multitud de exaltados que se arracimaba frente al arco de la entrada y tras arduos esfuerzos, se encontraron dentro.

La calle era un caos, la noche había caído y aquí y acullá se veían fuegos, los unos incipientes y otros ya más crecidos. La muchedumbre enardecida, portando antorchas, y armada con guadañas, azadones, dagas, hoces y toda clase de útiles cortantes, había invadido la aljama cometiendo tropelías sin fin. Ni un soldado, alguacil o autoridad se veía por lado alguno, de modo que aquella multitud incontrolada y cegada por un odio visceral se había adueñado de la situación, que a cada segundo se tornaba más y más caótica. Los judíos, aterrorizados y corriendo como conejos asustados perseguidos por podencos, se habían refugiado en las sinagogas, atrancado las puertas para impedir que el populacho pudiera profanar sus templos mancillando sus sagrados símbolos para lo cual intentaban ocultar sus menorás y sus torás en los sitios más inverosímiles, en la vana esperanza de que, en cualquier momento, aparecieran hombres del rey deteniendo aquel aquelarre. Otros, los menos, se dejaban bautizar en las calles por frailes que, habiendo entrado con el torrente humano, intentaban atraer a aquellos desgraciados a la verdadera y, para ellos, única religión. Los tales clérigos acompañaban a los nuevos cristianos con lo puesto hasta las puertas, y en ellas les libraban un salvoconducto provisional que llevaban en sus bolsas y, arrancándoles el círculo amarillo que llevaban sobre sus ropajes, les permitían traspasar los límites y huir con el único capital evaluable, el de sus vidas. Las casas eran asaltadas y los bienes de sus propietarios esparcidos por las calles, de modo que cada quien tomaba lo que le venía en gana creyendo resarcirse, de alguna manera, de los dineros que los recaudadores semitas les habían arrebatado anteriormente. El capítulo de violaciones fue terrible. Una turba de desalmados que habían entrado a tiro hecho con esta obsesión en la cabeza, se refocilaba con las mujeres que les salían al paso, luego de asesinar a sus parientes y amigos, pues sabían que esta grave falta contra el sexto les sería exonerada en confesión al haberla cometido con mujeres judías y que lo habían hecho para desenraizar aquella maldita raza ya que los frutos, si los hubieren, que nacieran de aquellas aberrantes y bárbaras acciones, serían con seguridad nuevos cristianos, pues los judíos ya no existirían.

Los ayes y lamentos batían el aire e iban in crescendo a la vez que caía la noche y a Simón, la vista de aquel siniestro espectáculo, le heló la sangre.

—¡Deprisa, Seis, hemos de alcanzar Archeros!, me parece que la sinagoga de la plaza Azueyca está ardiendo.

El gigante, presto a repeler cualquier agresión y hacha en mano, iba junto a su amo. Tan aprisa como las circunstancias permitían, fueron avanzando, ahogados por el humo y las llamas, apartando a un lado u otro a todo aquel que iba saliendo al paso. De esta guisa llegaron frente a la sinagoga, el edificio ardía por los cuatro costados. Grupos de energúmenos colocados en las puertas armados con hoces y guadañas, degollaban a todo aquel que quisiera ganar la calle. El espectáculo era apocalíptico. Algún judío que se había encaramado al tejado por no morir abrasado, se tiraba al vacío desde la altura, estrellándose contra el suelo y siendo rematado al punto por los que aguardaban, entre risas y jolgorios. Los que arriba estaban dudando eran animados por los espectadores, que en medio de burlas les decían: «¡Lanzaos sin miedo al vacío, no tengáis cuidado que un ángel os salvará!, ¿acaso no abrió Yahvé las aguas del mar Rojo para que pasaran vuestros padres?»

Simón no lo pensó ni un instante y, agarrando la manga del ropón de Seis se dirigió, con el alma encogida por la angustia, a la casa de la calle Archeros. Llegó hasta ella y las lágrimas asaltaron sus ojos, el edificio estaba en llamas. Cuando Domingo quiso darse cuenta, él ya había atravesado la cancela y se había introducido en el interior. Todo era oscuridad y estrago. Pasó el recibidor y se asomó a las estancias inferiores, nada había en su sitio, los muebles por el suelo, los cortinajes arrancados, los armarios descerrajados y su interior esparcido por doquier, el calor era insoportable, se asomó a la cocina seguido por su criado y, mojando un trapo en una jofaina que aún permanecía llena de agua, se lo colocó sobre la cara y, cubriéndose la boca, se precipitó escaleras arriba como un poseso: «¡Amo, amo!»

Entre el crepitar del fuego y el crujir del maderamen, ni siquiera oyó la voz de Domingo que le advertía que la techumbre estaba a punto de ceder. Llegado al primer piso, fue abriendo a patadas las puertas de las alcobas secundado por Seis que lo había seguido ante lo inútil de sus advertencias. Cuando la evidencia se impuso, el dolor atenazó sus músculos y se quedó en medio del distribuidor, con la voluntad anulada y la mente en blanco, sin saber qué hacer ni dónde más buscar. Entonces, los brazos poderosos de Domingo lo cogieron, cual si fuera una carga liviana y, cargado en su hombro, se encontró en la puerta que conducía al patio de atrás de la casa, apoyado en una columna, tosiendo como un tísico y porfiando para que, en sus pulmones, entrara un brizna de aire. Cuando se recuperó, sin saber lo que hacía y transido de dolor, mirando al cielo, de sus labios salió un profundo lamento de animal herido, abrumado de desesperanza y el nombre de su amada resonó en medio de la noche dominándolo todo.

—¡¡¡Esther, amada mía, donde estáis!!! Yo también quiero morir, ¡maldito seas Yahvé, una y mil veces, por robármela otra vez!

Las nubes se desflecaron y en aquel instante comenzó una tormenta seca de rayos y truenos, corta y violenta, pero sin que cayera una sola gota de agua que tan bien hubiera venido para apagar fuegos. Simón quedó quieto pensando que aquélla era la respuesta que le enviaban los cielos. Seis, respetando su dolor, no intervino para obligarlo a entrar en el pequeño porche.

Un rayo, luego un trueno y cuando ya los ecos del mismo rebotaban por los cerros de alrededor, un grito desesperado rasgó el aire, nombrándolo:

—¡Simón, auxiliadnos, estamos aquí!

El muchacho se volvió a su amigo por ver en sus ojos si sus oídos habían oído lo mismo que los suyos. En su expresión atenta entendió que no era una elucubración de su mente y que el grito percibido había sido real.

De nuevo la voz.…

—¡Aquí Simón, favor!

Un relámpago iluminó el patio venciendo la oscuridad y en ese instante percibió al fondo del mismo una pequeña construcción a donde el fuego no había llegado.

—¿Quién llama?

—¡Soy yo, Myriam!

Ahora sí reconoció la voz, amén de que ya divisaba la alta figura de la muchacha ocupando el quicio de una pequeña puerta que se había abierto en el pequeño cuartucho del fondo del patio. Ambos se precipitaron a su encuentro llegando a su altura. Lo primero que preguntó Simón fue:

—¿Está Esther con vos?

—Y Sara también, se ha quedado a cuidarla.

Una luz especial le invadió el alma.

—¡Dejadme paso!

Myriam se retiró de la cancela y Simón se precipitó al interior. El cuartucho del lavadero era muy pequeño, estaba oscuro y a lo primero no distinguió las formas, luego la luz que penetraba por el enrejado ventanuco le permitió ver algo. Sentada en un barreño colocado boca abajo estaba Esther con una expresión ida acunando a su hijita. A su lado, la vieja ama sujetándola por los hombros, doliente como una plañidera, y con una expresión de sorpresa en el rostro, junto a la puerta, angustiada, la figura de Myriam. Seis había quedado afuera, siempre vigilante. Simón se precipitó junto a su amada y se arrodilló a sus pies abrazando su cintura. Lo que vieron sus ojos le causó un espanto indescriptible. El pelo desgreñado, la mirada perdida, la tez pálida, el pellote sucio y el brial rasgado, pero lo que más le afectó fue su expresión ausente hasta el punto que dedujo que aunque reparaba en él, sin embargo parecía no reconocerle.

Sus labios murmuraban por lo bajo: «¿Qué le han hecho a mi hijito?, ¿dónde está Benjamín? Es aún muy pequeño y le da miedo la oscuridad.… que alguien me lo traiga.»

—¡Esther, el niño está a salvo y en poco tiempo lo tendréis en vuestros brazos!

A lo primero, la muchacha, pareció no entender lo que decía, después sus ojos intentaron enfocar el semblante de Simón, cual si volvieran de algún lugar muy lejano, y la cordura pareció regresar a su rostro.

Las palabras de Simón penetraron cual una barrena en su cerebro y dieron vida a aquel cuadro que poco a poco fue saliendo de su letargo. Myriam y el ama se miraron alborozadas en tanto que Esther, levantándose del barreño y entregando la pequeña Raquel al ama, se abrazaba a Simón deshecha en un llanto histérico intentando que su mente captara la grandiosidad de la buena nueva.

Simón miró a las dos mujeres que todavía lo contemplaban incrédulas.

—¡Os digo que Benjamín está a buen recaudo y que si conseguimos salir de aquí, dentro de nada lo podréis abrazar!

En aquel instante, Esther pareció recobrar totalmente la conciencia, y exclamó:

—¡Lo sabía, lo sabía, si alguien me iba a devolver a mi hijo ése erais vos!

—Ha sido una concatenación de casualidades, Metatrón, el ángel de las buenas obras, ha guiado mis pasos.

Las tres mujeres hablaban a la vez.

—¿Cómo ha sido?, ¿dónde estaba?, ¿quién lo había cogido?

—No hay tiempo ahora, lo primero es salir de aquí. ¿Dónde está Rubén?

La que respondió fue Sara, enterada de todas las peripecias habidas de la pareja, y de todos los pormenores, por el pobre Gedeón que se había sentido incapaz de guardar el secreto, dominado por la fuerte personalidad de la mujer. Aunque ésta nada había dicho a Esther de la indiscreción del viejo sirviente. En primer lugar, porque no lo reprendiera, en segundo, para que le continuara suministrando noticia de cuantas cosas sucedieran y finalmente, porque le venía bien aquella situación de pretendida ignorancia, ya que no quería sentirse de nuevo cómplice de aquellos encuentros, como lo había sido en Toledo, y porque además guardaba un profundo respeto y un gran afecto al joven rabino.

—Mi amo —recalcó lo de «mi amo»— se ha ido a su sinagoga, cumpliendo con su deber, y Gedeón ha ido con él.

Simón, en aquellos momentos, no tuvo corazón para decir que el templo de la plaza Azueyca estaba en llamas y que lo más probable fuera que nadie hubiera salido de él con vida.

Simón llamó a Domingo, que aguardaba vigilante, hacha en mano, en el patio para decidir lo que convenía hacer, ya que pasar a través de toda la judería con tres mujeres y una niña era tarea harto comprometida.

El gigante opinó:

—Amo, debemos ir dando la vuelta a la aljama por el pie de la muralla, ya que al no haber en ella casas donde rapiñar es menos probable que haya grupos armados, amén de que, por lo tanto, habrán menos fuegos.

La noticia de la recuperación de su hijo y el saber que dentro de poco lo podría estrechar entre sus brazos, había devuelto la fuerza y la cordura a Esther, que, ansiosa por abrazarlo y conocer las vicisitudes por las que había pasado su pequeño, no se soltaba de la mano de Simón ante la reprobatoria mirada de su ama que, pese a las dramáticas circunstancias por las que estaban atravesando y aun conociendo el hecho consumado del divorcio, juzgaba aquella situación con acritud. La suerte estaba echada y a Simón le pareció bueno el consejo de Seis.

—Hemos de componer la apariencia —dijo—. Es necesario que lo que vean las gentes que se topen con nosotros coincida con la explicación que demos.

—No entiendo lo que queréis decir, amo.

—¡El disfraz, Domingo, el disfraz! Necesitamos que la imagen y el argumento coincidan con la historia que relatemos.

Las tres mujeres atendían confusas a la aclaración de Simón. Éste se dispuso a esclarecer su idea.

—Vamos a ser unos de tantos que se han dedicado a expoliar casas judías. Para ello os sujetaremos mediante una soga cual si fuerais nuestros rehenes y que luego de haber acabado con los varones de vuestra casa, nos hemos decidido a llevaros con nosotros para pedir un rescate.

—Es inútil amo, no nos dejarán salir por ninguna puerta, ya habéis visto cómo estaba el asunto cuando hemos entrado en la aljama.

—No saldremos por ellas, iremos hasta el pie de nuestra ventana y entraremos en nuestra posada por ella, no olvidéis que hemos dejado la maroma oculta tras la balaustrada y entre vos y yo será fácil izarlas.

—Haced lo que sea pero hacedlo pronto, las ganas de abrazar a Benjamín son más fuertes que el peligro que podamos arrostrar —dijo Esther.

—Hemos de ser prudentes, amada mía, precisamente para que podáis abrazar a vuestro hijo.

—Y ¿qué dirá el amo cuando regrese y vea que nadie hay en la casa?

—Ved Sara, que no hay casa. —Simón señaló con un gesto el quemado edificio—. Y la vuelta de vuestro amo es asaz problemática.

—¿Qué insinuáis? —recabó la mujer.

—Lo que pueden ver los ojos de cualquiera. En estos momentos ninguno sabemos lo que será de nosotros y la hora siguiente puede ser la última, tanto más cuanto el quehacer de rabino es el más perseguido por estas bestias sedientas de sangre.

—De cualquier manera, él sabrá, si sale con bien, dónde encontrarnos y de todas maneras ya hallaremos los medios oportunos para ponernos en contacto con él —apostilló Esther—. Pero ¡por Yahvé, démonos prisa!

—Y vos, ¿qué pensáis?

Simón interrogaba a Myriam. La tensa serenidad de la que siempre hacía gala la joven le impresionaba.

—Seguiré la suerte de Esther, estoy sola, los dos criados mudéjares que servían mi casa me abandonaron cuando el edicto último del alguacil mayor prohibió a cualquiera de otra religión servir a un judío. Mi esposo, ¡afortunado él!, no ha regresado de su último viaje, y esto haya sido quizás su salvación. Cuando he salido de mi casa, ésta había comenzado a arder y me he escabullido por la trasera. Lo primero es salvar la vida y el único camino es salir de Sevilla.

Al decir lo último, su mano buscó la de su amiga.

—Pues adelante entonces, lo primero es buscar una soga.

—Amo, yo tengo una, siempre la llevo por si hemos de escalar la ventana.

Diciendo esto, Seis extrajo de su alforja un trozo de cuerda de regulares medidas y se la entregó a Simón.

—Simón, si es posible, quiero llevarme dos cosas que han jalonado este tiempo de mi vida.

—¿Qué es ello, Esther?

—En primer lugar, la mezuzá, que es la que estaba en la casa de mi padre, allá en Toledo. Antes estuvo en el Esplendor y luego la coloqué aquí.

—Sea, si aún está en la jamba de la puerta y el fuego no la ha destruido, contad con ello. Seis, id a buscarla —ordenó. Luego que Domingo entrara en la casa y desapareciera por la puerta de detrás, prosiguió interrogando—: ¿Y lo segundo?

—Aquella maceta —aclaró Esther señalando una pequeña vasija roja ubicada entre las florecillas que se veían junto a la tapia. Y ante el gesto extrañado de Simón, cuyas cejas interrogantes pedían una explicación, aclaró—: Ahí está enterrado el pequeño trocito de piel que le cortaron a mi niño el día de su circuncisión[301].

—Entiendo.

Simón se llegó hasta ella y, tomándola del suelo, la introdujo en su alforja. Seis ya regresaba con el pequeño pergamino en la mano que, luego de mostrarlo, entregó a Simón y que siguió parejo camino.

—¿Deseáis algo más?

—Éstos son todos mis tesoros.

—Entonces, procedamos.

Simón tomó la cuerda y comenzó a enlazar a las tres mujeres. La primera, Myriam a la que sujetó las manos a la espalda para proceder después a atar la cintura de Esther, dejándole las manos libres para que llevara en brazos a la pequeña Raquel, y en último lugar a Sara a la que ligó sus manos delante talmente cual si fuera una cuerda de galeotes.

—Perdonadme, pero es irremediable si queremos dar a nuestra comedia un tinte de realidad.

El aspecto de las tres, luego de las vicisitudes vividas, era deplorable y ello coadyuvaba a la credibilidad de la farsa.

Atravesaron el pequeño recibidor, donde aún las llamas lamían las paredes, y saliendo a Archeros pisaron la calle. La aljama ardía por los cuatro costados y el llanto y el crujir de dientes del pueblo semita era total. El caos era absoluto, el pillaje y los asesinatos eran moneda común y en cada esquina se realizaba un desafuero. La injusticia y el abuso eran palpables. Los judíos ni tan siquiera trataban de defenderse. El populacho, ebrio de vino y de resentimiento, degollaba cualquier ser viviente que oliera a judío.

Cuando las tres mujeres vieron el espectáculo, quedaron sobrecogidas. Ya que al haberse encerrado en el lavadero al primer estallido de odio, no habían podido calibrar el alcance de aquella barbarie. A lo lejos pudieron ver el resplandor brillante y el humo, fruto sin duda del incendio cuyas llamas habían destruido la sinagoga de la plaza Azueyca, y los ojos de Esther se llenaron de lágrimas en tanto el ama gemía silenciosa.

La voz de Simón sonó autoritaria, ya que en aquellos instantes no cabían sentimentalismos.

—No hay tiempo que perder, cada segundo cuenta.

Él habría la marcha llevando en su diestra la punta del cabo que sujetaba a «las presas», detrás marchaban las tres mujeres, acobardadas y transidas de espanto, y cerraba el cortejo la imponente mole de Seis con el mango del hacha pegado a su extraña mano.

Los grupos de incendiarios se habían hecho los amos de la calle. Cada cual iba a su negocio y una locura colectiva parecía haberse apoderado de todos. En la plaza de Refinadores dos mujeres eran violadas por un grupo, en tanto que sus correligionarios reían y jaleaban. El suelo de la calle estaba resbaladizo de sangre y barro. Los cinco dejaron atrás el denigrante pasatiempo y se dirigieron, siguiendo los límites de la muralla, a la plaza Alfaro para desde allí intentar llegar, dando un rodeo por la calle del Ataúd, hasta la plaza de Refinadores. Allí pareció que su buena estrella les abandonaba. Una banda de patibularios al frente de los cuales iba un herrero conocido como el Martillo, en clara referencia a su oficio y a su musculatura, los detuvo.

—¿A donde van vuesas mercedes en tan curiosa compañía?

—Son nuestras, trabajo nos ha costado prenderlas y no creáis que sus deudos las han soltado fácilmente.

—Y ¿qué vais a hacer con ellas?

—Conozco a alguien que pagará un buen rescate.

—¿Por la vieja también?

Las carcajadas del grupo atronaron la calle.

—¡Venga ya! ¡A otro perro con ese hueso! ¡Entregadnos a las dos jóvenes y os permitiremos partir con la abuela! Debe de tener la entrepierna reseca como la mojama pero acomodada por lo anchurosa.

Los acólitos se rompían las ternillas riendo y se daban fuertes golpes en la espalda bailando el agua al jefe.

Súbitamente, Seis abandonó la cola del grupo y se colocó a la altura de Simón. El otro era algo más bajo pero quizás lo igualaba en anchura de espalda.

—Nos estáis haciendo perder un tiempo precioso y no creo que tengáis autoridad para exigirnos explicaciones. —Éstas fueron las palabras que pronunciaron los labios de Domingo y no, por cierto, en voz demasiado alta.

Las risas cesaron y una rara tensión rodeó al grupo.

—Ahora os vais a quitar de en medio y cada quien seguirá su viaje, claro es, si cuadra a vuesa merced.

—¿Y quién es lo que tal suscribe?

—Quien puede y, ¡vive Dios que se han terminado las explicaciones! Mi amigo y yo vamos a seguir viaje con nuestra carga, que bien ganada la tenemos y vos os vais a ir a la barragana que os parió.

Todos seguían la escena con el morbo de ver en qué acababa todo aquello y en el fondo con la curiosidad de ser testigos de algo que hasta aquel momento jamás había sucedido, que por una vez alguien plantaba cara al matón de su jefe.

Éste entendió que estaba en juego su prestigio y que su fama se resentiría caso de no resolver aquel incómodo envite, rápida y eficazmente.

Las tres mujeres estaban aterrorizadas y, la diestra de Simón bajo su capa asía fuertemente la empuñadura de su daga.

El herrero se vino como un alud sobre Seis y éste hizo lo que había hecho mil veces en la cantera de maese Antón Peñaranda. Aplomó los pies, se agachó algo y, en el embroque, sujetó al otro por la entrepierna y por un brazo y, cual si fuera una piedra, se lo cargó en los hombros talmente como si estuviera en una de las ferias donde Simón lo llevaba para ganar las apuestas de los labriegos. Entonces, con un volteo, lo descargó de espaldas sobre su pierna derecha encogida, partiéndole el espinazo y dejándolo caer sobre el polvo de la calle.

Ni falta hizo ahuyentar a los demás, pusieron pies en polvorosa, los talones les tocaban las posaderas y el último dobló la esquina de la calle en menos que canta un gallo.

A Simón no le extrañó la hazaña de su amigo, pues había visto demostraciones de su fuerza en otras ocasiones. El ama y Esther estaban sobrecogidas pero en los ojos de Myriam había un brillo extraño que fluctuaba desde la gratitud a la admiración.

—Gracias, Domingo, me has salvado la vida dos veces esta noche y con la otra ya son tres, no lo olvidaré jamás.

El gigante, serio y como si el hecho no tuviera la menor importancia, masculló:

—Mi abuela me encomendó.…

Simón interrumpió su manido discurso:

—Ahora sí que hemos de partir, éstos pueden volver con refuerzos.

La comitiva se puso de nuevo en marcha y de esta guisa alcanzaron el callejón El pasaje, estaba a oscuras, alguien había arrancado los dos cuencos con sendas mechas bañadas en aceite, que alojados en sus respectivas jaulas de hierro y colocados en las esquinas, servían para iluminarlo. La calle estaba desierta y, como intuyó Seis, el hecho se debía a que lo que no era lienzo de muralla eran paredes de casas de cristianos que daban al otro lado y sus propietarios habían tenido buen cuidado de pintar en sus muros con pintura blanca grandes cruces que, jalonando la calle, marcaban el territorio, recordando a quien correspondiera que aquél era barrio de cristianos que únicamente lindaba con la judería. Lo primero que hicieron al llegar fue retirar las ataduras de las mujeres que, aliviadas, se frotaban las muñecas para restablecer la circulación de la sangre.

—¡Alabado sea Adonai que ha permitido a éstos sus siervos llegar con bien hasta aquí! —rezó Esther.

—Por siempre lo sea —repitieron las otras dos mujeres.

—Ya hemos llegado, amor mío, tras de esta ventana está vuestro hijo.

Esther palideció.

—¿Y cómo podemos alcanzar esta altura?

—Ya lo hemos hecho otras veces, ahora veréis.

Domingo se había acercado y juntaba sus manos para que Simón colocara en ellas uno de sus pies y se aupara. El muchacho lo hizo al punto y apoyando su otro pie en un saliente se encaramó hasta el alféizar. Desde allí abrió el entornado postigo y se introdujo en su habitación. Luego, dando media vuelta y asomando medio cuerpo por la ventana, indicó a su compañero que alzara a las mujeres. La primera fue Esther. El gigante la tomó por la cintura y la levantó hasta la altura, de modo que Simón pudo tomarla por las muñecas y subirla hasta la barandilla de hierro. En un segundo estaba dentro, Peludo se acercó a ella meneando el rabo al reconocerla y ladrando alegremente. Casi sin ver se abalanzó sobre el catre en donde el pequeño bulto descansaba dormido, tomándolo en sus brazos y apretándolo cual si quisiera recuperar los días que no lo había podido hacer, en tanto que sus labios proferían un «¡Hijo mío de mis entretelas! ¡Cuánto he sufrido!». Ahora, la que entraba por la ventana era Myriam y, dándose la vuelta, aguardaba a que Simón le entregara a la niña, pero la que entró, magullada y rendida, fue la vieja ama, que no se tenía en pie, víctima de la tensión y el cansancio. Entonces Simón largó a Seis la cuerda que habían dejado anudada en el hierro de la barandilla, y éste, cogiéndola con una mano, con la otra sujetaba junto a su pecho a la pequeña Raquel, con una poderosa contracción del bíceps de su brazo y poniendo los pies en la pared, se aupó hasta alcanzar la ventana y, pasando primero una pierna y luego la otra, alcanzó la estancia. ¡Se habían salvado aunque fuera por el momento!